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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (40 page)

BOOK: Graceling
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—Despacio, pequeña —aconsejó con aire ausente.

Se frotó la cabeza y se planteó cuánto desvelar a aquella familia emeridia. Había cosas que tenían que saber y, desde luego, la verdad era lo que con más probabilidad combatiría la influencia del engaño que Leck hubiera podido extender.

—Venimos de Monmar —apuntó—. Y hemos cruzado la cordillera por el desfiladero de Grella. —Sus palabras fueron recibidas con un profundo silencio y ojos desorbitados. Katsa suspiró—. Pues si eso les parece inaudito, el resto de nuestra historia no es menos increíble. Para serles sincera, no estoy segura de por dónde comenzar.

—Empieza por contarles lo de la gracia de Leck —intervino Gramilla con la boca llena de pan.

Katsa vio que la niña se chupaba las migas que se le habían pegado en los dedos, y se hallaba tan próxima a un estado de éxtasis que no echaría a perder ni siquiera la historia de la traición de su padre.

—De acuerdo —dijo—. Comenzaremos con la historia de la gracia de Leck.

* * *

Esa noche Katsa no se dio un baño, sino dos. El primero fue para librarse del polvo y desprender la primera capa de mugre, y el segundo, para quedar limpia de verdad. Gramilla hizo lo mismo. El minorista, su esposa y sus dos hijos mayores iban de aquí para allá en silencio y con eficiencia, ocupándose de llevar agua, calentarla, vaciar la bañera y quemar las ropas astrosas. Les proporcionaron prendas nuevas, atuendos de chico de tallas adecuadas; reunieron sombreros, chaquetas, tapabocas y guantes que sacaron de los armarios y del almacén; cortaron el cabello a Gramilla como si fuera un niño y recortaron el de Katsa para arreglárselo como lo llevaba antes.

La sensación de estar limpia era asombrosa. Katsa había perdido la cuenta de las veces que oyó suspirar a Gramilla, suspiros quedos por estar caliente y limpia, por asearse con jabón, por el sabor a pan en la boca y la sensación de ese mismo pan en el estómago.

—Me temo que esta noche no vamos a dormir mucho, pequeña —comentó la joven—. Hemos de abandonar esta casa antes de que los restantes miembros de la familia se despierten por la mañana.

—¿Y crees que eso me molesta? Estas horas han sido una bendición, así que la falta de sueño no tendrá importancia. Sin embargo, cuando ambas se acostaron en una cama por primera vez después de mucho tiempo —el lecho del minorista y de su mujer a pesar de las protestas de Katsa—, Gramilla se sumió en un sueño profundo, producto del agotamiento. Katsa permaneció tendida boca arriba e intentó que la respiración sosegada de su compañera de cama y la mullida blandura del colchón y de la almohada no la indujeran a creer, equivocadamente, que estaban a salvo. Porque pensó en las lagunas que había dejado en lo que había relatado esa noche. La familia del minorista estaba enterada, por lo tanto, del horror que encerraba la gracia del rey Leck, y conocía el asesinato de la reina Cinérea y los hechos que rodeaban el secuestro del príncipe Tealiff. Dedujeron, aunque Katsa no lo dijo de forma explícita, que la niña que comía pan y queso, como si nunca lo hubiera probado, era la princesa monmarda que huía de su padre, y fueron conscientes de que si Leck decidía propagar un bulo por Meridia, podía ocurrir que olvidaran todo lo que Katsa les había contado. La familia se maravilló, aceptó y entendió toda aquella historia.

No obstante, Katsa había omitido una verdad y había dicho una mentira. La verdad omitida era su punto de destino. Cabía la posibilidad de que Leck ofuscara a esta familia de manera que admitiera que la dama y la princesa habían llamado a su puerta y dormido bajo su techo, pero nunca conseguiría que le revelaran un destino que desconocían.

La mentira era que el príncipe lenita había muerto, asesinado por los guardias de Leck cuando intentó matar al rey monmardo. Katsa suponía que esa mentira era gastar saliva en vano, porque lo más probable era que la familia nunca tuviera ocasión de comentarlo. Pero siempre que pudiera, diría que Po había muerto, porque cuanta más gente lo supiera, menos se pensaría en buscarlo y matarlo.

A partir de ese momento, tenían que dirigirse a las ciudades portuarias de Meridia, cabalgar hacia el sur y viajar por mar en dirección al oeste. Pero sus pensamientos, mientras yacía en la cama junto a la princesa dormida, estaban puestos en una cabaña, cercana a una cascada; y en el norte, en el laboratorio de un castillo y en una persona inclinada sobre un libro, una cubeta o un fuego.

Ojalá pudiera llevar a Gramilla al norte, a Burgo de Randa, y esconderla allí como había escondido al abuelo de Po. Al norte; al consuelo, a la paciencia y al cuidado de Raffin. Pero aun pasando por alto su precaria posición en la corte de Randa, era imposible, impensable esconder a la niña en un sitio tan obvio y tan próximo a los dominios de Leck; e inadmisible que llevara aquel conflicto hasta las personas que más quería. No involucraría a Raffin en los manejos de un hombre que privaba de todo raciocinio y pervertía mente y voluntad, ni conduciría a Leck hasta sus amigos. No, no los involucraría jamás.

La niña y ella se pondrían en marcha al día siguiente. Cabalgarían sin dar descanso al caballo, encontrarían pasaje a Lenidia y escondería a la pequeña; y entonces podría pensar.

Cerró los ojos y se obligó a dormir.

Capítulo 32

L
a impresión que causó en Katsa el primer golpe de vista del mar fue semejante a la que experimentó la primera vez que vio las montañas, aunque éstas no guardaban ningún parecido con aquél. Las montañas eran silenciosas, mientras que el mar era una alternancia sucesiva de sonidos impetuosos y de calmas; las montañas eran altas, y el mar, una extensión llana que llegaba tan lejos en el horizonte que le sorprendió que no se divisaran los guiños de las luces titilantes de alguna tierra remota. No se parecían en nada. Pero era incapaz de apartar los ojos del agua o dejar de respirar hondo el aire marino, un efecto similar al que le produjeron las montañas.

El trozo de tela que la joven llevaba atado sobre el ojo verde le limitaba la visión, y tenía que refrenar las ganas de quitárselo, pero no se atrevió después de haber llegado tan lejos, en primer lugar por las afueras de la ciudad y después a través de las calles de la población. Siempre viajaron de noche y nadie las reconoció (que era tanto como decir que no se había visto en el compromiso de matar a nadie). Tan sólo tuvo lugar alguna que otra reyerta aquí y allá al cruzarse en una calle oscura con maleantes que sentían demasiada curiosidad por dos chicos que, a medianoche, se dirigían con rapidez y sigilo hacia el sur, en dirección al mar.

Pero en ningún momento las identificaron, ni representaron un impedimento que Katsa no pudiera resolver sin levantar sospechas.

Estaban en Cantil del Solejar, la ciudad portuaria más grande de Meridia y la que tenía mayor tráfico marítimo y comercial. Una ciudad que, de noche, le pareció a Katsa sombría y decadente, de innumerables calles angostas y sucias que más parecía que fueran a conducirlas a una prisión o a un barrio bajo, en vez de acercarlas a aquella extensión de agua. Agua que se dilataba y la inundaba, que le borraba de la conciencia ladrones, borrachos, calles sórdidas y edificios en ruinas que había a sus espaldas.

—¿Cómo vamos a encontrar un barco lenita? —preguntó Gramilla.

—Un barco lenita simplemente, no. Un barco lenita que no haya estado en Monmar hace poco —puntualizó Katsa.

—Podría ir a echar un vistazo y tú puedes quedarte escondida —propuso Gramilla.

—Rotundamente no. Este sitio no es seguro, aunque no fueras quien eres, aunque no fuera de noche, ni aunque no tuvieras la edad que tienes.

Gramilla se ciñó con los brazos y le dio la espalda al aire.

—Envidio tu gracia —exclamó.

—Vamos, debemos encontrar un barco esta noche o mañana pasaremos todo el día escondidas delante de las narices de miles de personas.

Atrajo a Gramilla y la rodeó con el brazo en actitud protectora. De ese modo cruzaron por las piedras hasta las calles y enfilaron las escaleras que bajaban a los muelles.

Los muelles resultaban impresionantes por la noche. Los barcos eran formas oscuras y grandes, como castillos que se alzaban sobre el mar, provistos de mástiles que semejaban esqueletos y velas que gualdrapeaban, y donde resonaban voces de hombres invisibles en lo alto de los aparejos.

Cada barco era un pequeño reino que disponía de sus propios centinelas montando guardia delante de la pasarela, espada en mano, y de marineros que iban y venían por la cubierta o se reunían en tierra alrededor de pequeñas fogatas. De modo que si dos chicos pasaban frente a los barcos, arrebujados para protegerse del frío y cargados con un par de bolsas ajadas, no llamarían mucho la atención en aquel escenario porque los tomarían por muchachos fugados de casa o indigentes que buscaban trabajo o pasaje.

Un acento familiar en la conversación que sostenía un grupo de guardias llamó la atención de Katsa. Gramilla la miró con expresión sorprendida.

—Lo he oído —dijo la joven—. Seguiremos andando, pero acuérdate de ese barco.

—¿Por qué no hablamos con ellos?

—Son cuatro y hay muchos otros cerca. Si surgen problemas, no podré solucionarlos sin hacer ruido.

En ese momento Katsa echó en falta la gracia de Po, porque así habrían sabido si las habían reconocido y qué importancia revestía ese hecho. De estar Po allí, descubriría con una simple pregunta si era seguro tratar con esos guardias lenitas.

Claro que si Po estuviera allí, las dificultades para pasar inadvertidos se multiplicarían de forma considerable; porque, entre los ojos del príncipe, los aros de las orejas y el acento, incluso el modo de comportarse, habría hecho falta taparle la cabeza con un saco para no llamar la atención. Pero quizá los marineros lenitas habrían hecho cualquier cosa que deseara su príncipe a pesar de lo que hubieran oído contar. Katsa notaba la frialdad del anillo de Po contra la piel del pecho, el anillo con el mismo motivo grabado que el que el príncipe lucía en los brazos. Aquel anillo suponía el pase para ellas si algún barco lenita tenía intención de prestarles servicio de forma voluntaria, en vez de ser la respuesta a la amenaza de su gracia o al peso de la bolsa de dinero. No obstante, de ser necesario, capitularía a cualquiera de las dos cosas, ya fuera su gracia o la bolsa.

A todo esto pasaron junto a un grupo de embarcaciones más pequeñas, donde los guardias parecían metidos en una suerte de competición fanfarrona entre ellos. Uno de los grupos era oestense y el otro...

—Monmardos —susurró Gramilla, y aunque Katsa no alteró el paso, se le aguzaron los sentidos y todo el cuerpo le hormigueó, preparado para actuar; el estado de alerta no remitió hasta que hubieron dejado atrás esos barcos y algunos más.

Siguieron caminando y se confundieron con la oscuridad.

Sentado al borde de un pantalán de madera y con las piernas colgando sobre el agua, había un marinero que estaba solo. El embarcadero en el que se hallaba conducía a un barco donde reinaba una desusada actividad, con la cubierta repleta de hombres y chicos. Hombres y chicos lenitas, porque, a la luz de los faroles, Katsa les atisbo destellos dorados en las orejas y en las manos. No entendía nada de barcos, pero dedujo que aquél acababa de atracar o estaba a punto de zarpar.

—¿Los barcos parten en plena noche? —preguntó.

—No tengo ni idea —contestó Gramilla.

—Deprisa. Si se preparan para zarpar, tanto mejor.

Y si ese marinero les ocasionaba problemas, lo echaría al agua con la esperanza de que los hombres que se afanaban de aquí para allá en la cubierta del barco no advirtieran su ausencia. Katsa subió al pantalán, con Gramilla pisándole los talones. El hombre reparó en ellas de inmediato y se llevó la mano al cinturón.

—Tranquilo, marinero —dijo la joven en voz baja—. Sólo queremos hacerte unas preguntas.

El hombre no dijo nada ni apartó la mano del cinturón, pero les dejó que se acercaran. Katsa se sentó a su lado y él se desplazó, con el cuerpo un poco ladeado; de esa manera tenía una posición más adecuada en caso de que decidiera utilizar el cuchillo. Gramilla se sentó junto a su compañera, de forma que el cuerpo de ésta la ocultaba al marinero. Katsa dio gracias para sus adentros de que estuviera oscuro y por llevar gruesas prendas de abrigo que le enmascaraban la cara y el cuerpo.

—¿En qué puerto habéis estado antes de venir aquí, marinero? —le preguntó al hombre.

—En Burgo de Ror —contestó con una voz poco más profunda que la suya, y ella comprendió que no se trataba de un hombre adulto, sino de un muchacho; un chico corpulento y alto, pero más joven que ella.

—¿Zarpáis esta noche?

—Sí.

—¿Adonde os dirigís?

—A Porto Sol y Abra del Sur, Porto Oeste y, de nuevo, a Burgo de Ror.

—¿Y no vais a Porto Mon?

—No tenemos ninguna mercancía para comerciar con Monmar esta vez.

—¿Tenéis noticias de ese reino?

—Es evidente que estamos en un barco lenita. Buscad un barco monmardo si lo que buscáis son noticias de Monmar.

—¿Qué clase de hombre es vuestro capitán? ¿Qué transportáis?

—Son ya muchas preguntas —dijo el chico—. Quieres noticias de Monmar e información sobre nuestro capitán. Quieres saber dónde hemos estado y lo que transportamos. ¿Acaso Murgon emplea ahora niños como espías?

—No tengo ni idea de a quién emplea Murgon como espías. Buscamos pasaje —repuso Katsa—. Vamos al oeste.

—No estáis de suerte. No necesitamos más tripulación y por vuestro aspecto no parece que seáis de los que pagan.

—¿De veras? Estás dotado de visión nocturna, al parecer.

—Os veo lo suficiente para identificaros como un par de galopines que han tenido una buena agarrada, a juzgar por ese vendaje que llevas en el ojo.

—Podemos pagar.

El chico vaciló y añadió:

—O sois unos mentirosos o unos ladrones. Apostaría que las dos cosas.

—Pues no somos ni lo uno ni lo otro. Katsa metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar la bolsa del dinero.

El chico desenvainó el cuchillo y se incorporó de un brinco.

—Tranquilo, marinero, sólo buscaba mi bolsa —advirtió la joven con ánimo apaciguador—. Si quieres, puedes cogerla tú mismo del bolsillo. Adelante, hazlo —lo animó al verlo indeciso—. Pondré las manos en alto y mi amigo se apartará.

Gramilla se puso de pie y retrocedió unos pasos, complaciente, y Katsa se incorporó con los brazos separados del cuerpo. El chico dudó un instante más, pero después alargó la mano hacia el bolsillo. Mientras hurgaba para dar con la bolsa, con la otra mano sostenía el cuchillo debajo de la garganta de Katsa, quien se dijo que debería aparentar nerviosismo; una razón más para agradecer la oscuridad, pues así el chico no le veía la cara.

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