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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (35 page)

BOOK: Graceling
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Katsa no notaba ningún sonido de agua, lo que significaba que Po tampoco debía de oírlo. Suspiró resignada y repuso:

—Sí... Me parece que también lo oigo.

Cruzaron el prado que había detrás de la choza; Po se apoyaba en Katsa, y Gramilla llevaba al caballo por las riendas. Poco después la joven oía correr agua de verdad y cuando remontaron una cuesta pardusca donde la hierba daba paso a las piedras, los vio. Tres grandes arroyos bajaban por las peñas que había más arriba, se juntaban y se precipitaban desde una cornisa en un estanque profundo. El estanque se desbordaba por todas partes y varios regatos fluían pendiente abajo hacia el bosque monmardo.

Estupendo
—le dijo Katsa a Po con la mente—.
¿Y dónde está el escondrijo?

—Hay una cascada como ésta en las montañas próximas al castillo de mi hermano Celaje —comentó el príncipe—. Un día estábamos nadando y descubrimos un túnel debajo del agua que conducía a una cueva.

Katsa sabía adonde quería ir a parar con aquella historia, y la mirada intrigada de Gramilla (no, sería más acertado calificarla de mirada recelosa) apuntaba a que Po había hablado ya más de la cuenta. Katsa lo ayudó a sentarse y se sacó una de las botas.

—Si existe un escondrijo en este estanque, Po, lo encontraré. —Se sacó la otra bota—. Pero el hecho de que haya un escondrijo no significa que te sirva de algo. Porque no puedes desplazarte tú solo desde la choza hasta este estanque.

—Claro que puedo si es para salvar la vida.

—¿Y cómo lo harás? ¿Arrastrándote?

—No hay nada malo ni vergonzoso en arrastrarse si uno no puede caminar. Y nadar no requiere tanto equilibrio.

La joven le asestó una mirada furibunda, y él se la sostuvo con serenidad y un ligerísimo gesto divertido. ¿Y cómo no iba a hacerle gracia la situación? Porque ella se zambulliría en un agua que debía de estar casi helada para buscar un túnel que él ya sabía que existía, y exploraría una cueva que él ya había situado, y sabía cómo era y el tamaño exacto que tenía.

—Voy a quitarme la ropa, así que mira a otro lado, alteza serenísima —advirtió Katsa con sorna.

De ese modo al menos evitaría que se le mojara la ropa, y ya que toda aquella representación se hacía por Gramilla, también fingirían que Po no tenía por qué verla desnuda. No obstante, Katsa sospechaba que esta farsa no iba a engañar a la chiquilla, como tampoco la habían engañado las demás. Gramilla estaba de pie junto al caballo y guardaba silencio; sus ojos eran grandes e infantiles, pero no se les escapaba nada. Katsa se quitó la chaqueta y dijo mentalmente:

Indícame la dirección correcta, Po.

La joven siguió la mirada del príncipe hacia la base de la cascada. Entonces echó los pantalones sobre una piedra, al lado de la chaqueta y las botas, apretó los dientes a causa del frío y se metió en el estanque; se perdía pie enseguida, pues el fondo caía bruscamente, casi en vertical. Con un grito entrecortado, se sumergió y se zambulló. Sorprendida por la profundidad de la poza, se impulsó con las piernas hacia la cascada, aunque casi no vio nada debido al remolino de burbujas que se formaba al pie del salto de agua; no obstante, tanteó las paredes de la roca y encontró en la oscuridad, más abajo del torrente, una cavidad que debía de ser la boca del túnel del que había hablado Po. Sonrió a su pesar, pues jamás habría encontrado ese escondrijo secreto por sí misma ni, probablemente, nadie había hecho nunca lo que ella estaba a punto de hacer. Así pues, salió a la superficie para tomar aire, se sumergió de nuevo y se impulsó a través de la abertura.

Dentro del túnel estaba muy oscuro, muy negro, y el agua era aún más fría que la del estanque. No veía nada. Pateaba y se deslizaba por el pasadizo, al tiempo que contaba a un ritmo constante, con los brazos extendidos para evitar darse de cabeza contra algún obstáculo inesperado, pero las paredes rocosas se los arañaban. El conducto era estrecho, pero no resultaba peligroso. Po no tendría ningún problema si se encontrara en condiciones de nadar.

Cuando casi había contado hasta treinta, el pasadizo se ensanchó y las paredes del túnel desaparecieron por completo. Katsa se impulsó hacia arriba con la esperanza de salir a la superficie, porque no sabía dónde encontrar aire para respirar en esa cueva negra si no era directamente en el exterior. En ese instante fue consciente de su sentido de la orientación que siempre había maravillado a Po. Si perdía el acceso al túnel en aquella oscuridad, o si no encontraba una salida a la superficie, estaría perdida. Pero sabía con exactitud dónde se hallaba la boca del túnel: detrás de ella y hacia abajo; cuánto trecho había recorrido y en qué dirección, y distinguía lo que era arriba y abajo, este y oeste. La oscuridad no se la tragaría.

Y, ni que decir tiene, Po no la habría enviado a esa cueva si fuera un sitio en el que hubiera sido incapaz de resistir. Entonces se golpeó con el hombro en la piedra y oyó un chapoteo amortiguado que sonaba como ondas de agua al chocar contra la orilla; pateó hacia el sonido y de pronto sacó la cabeza del agua y pudo respirar. Luego tanteó alrededor y tocó la roca con la que había topado por debajo; sobresalía del agua y era lisa y musgosa por encima. Castañeteándole los dientes, se aupó a ella.

Ni la noche más oscura podía compararse con la negrura de esa cueva; no había ni un destello en el agua, ni matices en la oscuridad para dar forma a lo que la rodeaba. Katsa extendió los brazos, pero no palpó nada; tampoco percibía la altura del techo ni la profundidad de las paredes. No obstante, le pareció oír chapoteo de agua contra la piedra a cierta distancia, pero nada era seguro si no exploraba, y no exploraría porque no había tiempo para ello. Así que aquélla era la cueva de Po. Bien, si era capaz de llegar allí por sus propios medios, estaría a salvo; nadie que no compartiera su gracia lo encontraría jamás en aquel agujero frío y negro bajo la montaña.

Katsa se deslizó de nuevo en el agua helada y se zambulló hacia el túnel.

Llegó a la orilla con un par de peces que se meneaban y coleteaban entre sus manos.

—He localizado una cueva —anunció—. No te será difícil llegar si por un milagro de la medicina o la sanación te encuentras en condiciones de nadar; el túnel está justo debajo del salto de agua. Y aquí tienes la cena.

Echó los peces en las piedras y se secó con un paño que Gramilla le trajo. Se vistió y tendió la mano para que Po le diera el cuchillo; él se lo echó y Katsa descabezó y destripó los pescados. Después tiró las vísceras al agua.

—Debéis marcharos ya —anunció Po—. No tiene sentido retrasarlo.

—Sí lo tiene —lo contradijo la joven—. ¿Qué vas a comer cuando se acabe lo que hay aquí?

—Ya me las arreglaré.

—¿Que te las arreglarás? —resopló ella—. Ni siquiera dispones de un arco, y aunque lo tuvieras, me gustaría verte tensarlo con ese brazo así. No nos iremos hasta que te hayamos procurado una buena provisión de comida y leña.

—Katsa, en serio, tenéis que iros, sin más excusas...

—El caballo necesita descansar unas horas. A partir de ahora tendrá que cabalgar de firme. Y... Y...

No quería ceder al pánico que la reconcomía por dentro.

Y llega el invierno y podrás obligarme a que te deje aquí solo, pero no vas a conseguir que te deje para que te mueras de hambre.

—Vas a necesitar un montón de leña, así que empezaré a recoger ramas —dijo Gramilla, y Po rió de buena gana y replicó:

—Está bien, está bien, Katsa, ganáis por mayoría. Haz lo que quieras. Pero antes del mediodía, os marcharéis.

La mañana se convirtió en un torbellino de actividad. Cuanto más se ajetreaba Katsa, menos pensaba, así que trajinaba tan deprisa como se lo permitían pies y manos. Capturó dos conejos que, esa noche, Po cocinaría con el pescado y se le conservarían varios días. Sin embargo, maldijo el tiempo, porque hacía bastante frío para que Po lo notara de día, ya que no podía arriesgarse a encender una fogata, pero resultaba insuficiente para congelar la carne; por otra parte, tampoco llevaban sal para curarla. Así pues, no era factible proporcionarle la carne necesaria que le durara todo el invierno, ni siquiera varias semanas. Y con el invierno en puertas, dentro de poco la caza resultaría una tarea difícil incluso para cazadores que caminaran sin perder el equilibrio y manejaran el arco.

—¿Has montado un arco alguna vez? —le preguntó.

—No, nunca.

—Encontraré madera adecuada antes de marcharnos. Y usarás las pieles de estos conejos para reforzar el cuerpo del arco y para la cuerda. Te explicaré cómo se hace.

Se maldijo por haber tirado las plumas de las aves que había cazado. Sin embargo, cuando al pasar con precipitación por encima de unas piedras espantó a unas codornices refugiadas en un posadero nocturno, se apresuró a recoger piedras del suelo y se las arregló para derribar a casi todas ellas; serían la cena de Gramilla y la suya, y Po tendría plumas para las flechas. Cuando halló un árbol joven con ramas fuertes y flexibles, eligió un trozo curvado para hacer el arco, y unas ramas largas y rectas que servirían de flechas. Y entonces se le ocurrió una idea: cortó más ramas y las dividió en tiras con las que dio forma a una especie de banasta cuadrada con lados, fondo y tapa, más o menos de la longitud de su brazo; la tejió tupida, con aberturas pequeñas entre las tablillas. Cuando regresó al estanque, donde Po seguía sentado y Gramilla se afanaba en recoger leña, llevaba el cesto en un hombro, la percha de codornices en el otro y las ramas debajo del brazo. Entonces cortó un par de trozos de cuerda y los ató a los bordes del cesto; lo metió en el estanque, a una profundidad suficiente para que no se viera desde arriba, y ató las cuerdas a las ramas de un arbusto que crecía en la orilla. Después se quitó las botas, la chaqueta y los pantalones, y se dispuso a zambullirse de nuevo en el agua helada.

Se sumergió, se quedó flotando bajo el agua y se dispuso a esperar lo que hiciera falta. Al cabo de un rato, un pez pasó cerca, como un fugaz destello, y lo atrapó; nadó hacia el cesto y separó un poco las tablillas, por donde metió a la fuerza al escurridizo animal que se meneaba sin cesar, y volvió a colocar las tablillas en su posición normal. Se sumergió una vez más, atrapó otro pez, nadó hacia la orilla y dejó en el cesto aquel cuerpecillo resbaladizo que no dejaba de retorcerse. Continuó capturando más peces para Po; tantos que cuando dio por terminada la pesca el cesto estaba atiborrado.

—A lo mejor tienes que alimentarlos —dijo tras volver a la orilla y vestirse—. Pero deberían ser suficientes para que te duren algún tiempo.

—Y ahora debéis marcharos —dijo Po.

—Antes quiero hacerte unas muletas.

—No. Os vais ahora mismo.

—Quiero...

—Katsa, ¿crees que yo deseo que os vayáis? Si te digo que debéis iros es porque tenéis que hacerlo.

La joven se le encaró, y, desviando la vista, argumentó:

—Hay que repartir las pertenencias.

—Eso ya lo hemos hecho Gramilla y yo.

—He de curarte el hombro una vez más.

—La niña ya lo ha hecho.

—La cantimplora...

—Está llena.

Gramilla apareció en lo alto del repecho y se reunió con todos ellos.

—La choza está llena a reventar de leña —informó.

—Es hora de que os pongáis en marcha —determinó Po, que se echó hacia delante, se balanceó para darse impulso y se puso de pie.

Katsa se tragó las palabras de protesta y lo ayudó a sostenerse. Gramilla desató el caballo y los tres se dirigieron hacia la cabaña.

Guardas mejor el equilibrio. Ven con nosotras
, pensó la joven.

—Prima, no dejes que Katsa fuerce al caballo hasta agotarlo, y ocúpate de que duerma y coma de vez en cuando. Porque intentará que toda la comida sea para ti.

—Igual que has hecho tú —repuso la niña, y él sonrió.

—Yo he intentado darte la mayor parte de la comida, pero ella tratará de dártela toda.

Se detuvieron en la entrada de la cabaña, y Po se apoyó en el marco de la puerta.

Ven con nosotras
, pensó Katsa, quieta ante él.

—Os irán pisando los talones —dijo Po—. No debéis permitir que se acerquen a una distancia desde la que puedan hablaros, y pensad en la posibilidad de disfrazaros. Vais sucias y desaliñadas, pero hasta el más estúpido os reconocería a cualquiera de las dos. Katsa, no se me ocurre qué podrías hacer con los ojos, pero tienes que inventar algo.

Ven con nosotras.

—Gramilla, tendrás que ayudar a Katsa si se siente confusa por cualquier cosa que oiga decir. Debéis ayudaros la una a la otra, y no confiéis en ningún monmardo, ¿entendido?; no debéis fiaros de nadie que pueda estar afectado por la gracia de Leck. Y no pienses ni por un instante que puedes derrotarlo, Katsa; tu única salvación es huir de esa persona, ¿comprendes?

Ven con nosotras.

—Katsa —la voz de Po sonó firme, aunque con un punto de ternura—. ¿Has entendido lo que te he dicho?

—Lo he entendido —contestó.

Una lágrima se le deslizó por la mejilla y, al verla, Po alargó la mano y la enjugó con un dedo. Observó a la muchacha un momento y después se volvió hacia Gramilla; se agachó, apoyándose en una rodilla, y la cogió de las manos.

—Adiós, prima.

—Adiós —contestó la niña, muy seria.

El lenita se incorporó con mucho cuidado y se apoyó de nuevo en el marco de la puerta. Cerró los ojos un momento, pero los abrió enseguida, y, mirando cara a cara a Katsa, esbozó un simulacro de sonrisa.

—Tú siempre pensando en abandonarme, Katsa.

—¿Cómo puedes bromear diciendo eso? —protestó ella sofocando un sollozo—. Sabes que no es ésa mi intención.

—Oh, Katsa. Gata montesa.

Le acarició la mejilla y sonrió de un modo que ella experimentó auténtico dolor, y se reafirmó en la idea de que no podría dejarlo solo. Po la atrajo hacia sí y la besó. Después le susurró unas palabras al oído. Katsa se aferró a él con tanta fuerza que el hombro debió de dolerle, aunque no se quejó.

Cuando se alejaron a caballo, Katsa no miró atrás, pero asió con fuerza a Gramilla mientras gritaba para sus adentros el nombre de Po con tanto dolor, que durante mucho tiempo no sintió nada más.

Capítulo 29

S
iguieron las estribaciones de las montañas monmardas y apremiaron al pobre caballo a continuar hacia el sur. De vez en cuando cabalgaban por terreno despejado, pero la mayor parte de las veces les frenaban el paso riscos, crestas y cascadas, sitios donde los cascos del caballo no encontraban agarre. En esos tramos, Katsa tenía que desmontar, retroceder y conducir al animal hacia un terreno más bajo. Entonces el vello de la nuca se le erizaba, cualquier sonido la ponía en tensión y no volvía a respirar tranquila hasta que remontaban la pendiente un trecho. En las zonas bajas, el terreno daba paso a la fronda, y Katsa sabía que el bosque debía de estar abarrotado de soldados de Leck.

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