Katsa meneó la cabeza, pero la bruma que le invadía la mente no se despejó.
—No tendría que haberse preocupado —dijo—. He cuidado de ella y la he mantenido a salvo.
—En efecto. Y ahora me la ha traído, directamente a la puerta de casa, a mi castillo de la costa occidental de Lenidia.
—Su castillo... —repitió Katsa con languidez. Creía que el castillo era de Po.
¿O tenía la idea de que era su propio castillo? No, eso era absurdo; ella era una noble de Terramedia y no tenía castillo. Debía de haber entendido mal algo que le dijo alguien en alguna parte.
—Ha llegado el momento de que me devuelva a mi pequeña.
—Sí —contestó la joven, pero le preocupaba renunciar al cuidado de la niña.
Gramilla, por su parte, había dejado de debatirse, pero estaba desplomada sobre Katsa y mascullaba tonterías para sí al tiempo que sollozaba. Repetía las palabras de Leck una y otra vez en susurros desconcertados, como si probara cómo sonaban si las pronunciaba ella.
—Sí —dijo de nuevo Katsa—. Lo haré... Pero cuando se encuentre mejor.
—No. Entréguemela ahora —ordenó Leck—. Sé que, si lo hace, se recuperará.
A Katsa no le gustaba ese hombre ni pizca. Esa forma de darle órdenes... Y el modo en que miraba a Gramilla. Había algo en su mirada que Katsa había visto con anterioridad aunque no acababa de recordar dónde. Ella era responsable de la seguridad de la niña. Así pues, alzó la barbilla en un gesto desafiante y le espetó:
—No. Se quedará conmigo hasta que esté mejor.
—Lady Katsa siempre llevando la contraria —comentó Leck echándose a reír y mirando a los presentes—. Pero supongo que no ha de extrañarnos que se muestre tan protectora. Bueno, no importa. Ya disfrutaré de la compañía de mi hija... —El ojo se le desvió de nuevo hacia la niña—. Después.
—¿Nos hablará ahora de mi hijo? —preguntó la mujer que se había quedado junto a Katsa—. ¿Por qué no ha venido? No estará herido, ¿verdad?
—Sí, eso es, mitigue la ansiedad de una madre, lady Katsa. Háblenos del príncipe Po. ¿Se halla cerca?
Katsa se volvió hacia la mujer, aturullada al querer resolver demasiadas incógnitas a la vez. Desde luego había algunas cosas referentes a Po que podía contar sin peligro, mas ¿no había otras que tenía que guardar en secreto? Las que entraban en una u otra categoría se le entremezclaban en la mente. Quizá lo mejor sería no decir nada.
—No quiero hablar de Po —manifestó.
—¿Ah, no? Qué inoportuno, porque yo sí quiero hablar de él —afirmó el rey de Monmar, y tamborileó los dedos en el brazo del sillón, pensativo—. Es un hombre fuerte, nuestro Po; fuerte y valiente. Un orgullo para su familia. Pero también tiene secretos, ¿no es así? —De repente a Katsa le hormiguearon las puntas de todos los dedos—. Sí, en efecto —continuó Leck, que no dejaba de observarla—, Po es un pequeño inconveniente, ¿verdad? —Puso cara de estar considerando algo con gran intensidad, y acto seguido dio la impresión de haber tomado una decisión; observó a los miembros de la familia de Po, y, sonriendo abiertamente, dijo con placer—: Tenía intención de guardar en secreto una cosa. Pero me he dado cuenta de que Po es muy fuerte y podría aparecer algún día en la puerta de este castillo. Y quizás, en previsión de tal contingencia, sería mejor para mí decirles a todos algo que puede tener cierta... —esbozó una sonrisa fugaz— relevancia en cuanto a la opinión que tienen de él. Porque, verá, mi señora Katsa, he reflexionado bastante sobre nuestro querido Po y he desarrollado una teoría... Una teoría que a todos les parecerá fascinante, aunque un tanto perturbadora. Claro que —sonrió al ver las expresiones desconcertadas de quienes lo escuchaban—, siempre es un poco molesto enterarse de que te han engañado, y más si ha sido alguien de la familia. Y usted es justo la persona adecuada para atestiguar mi teoría, lady Katsa, porque creo que sabe la verdad respecto al príncipe Po.
El padre y los hermanos del príncipe lenita rebulleron en los asientos y fruncieron el entrecejo, mientras que Katsa tenía la mente paralizada por el miedo y el desconcierto.
—Es una teoría sobre la gracia del príncipe Po —añadió Leck.
Katsa oyó el leve jadeo que emitió la madre de Po, que continuaba a su lado. La mujer se llevó la mano a la garganta, y, dando un paso hacia el rey monmardo, balbuceó:
—Espere. No sé...
Se calló y miró a Katsa, confundida, asustada. La joven hervía de agitación, entre la turbación y una desesperada alarma. Tuvo la sensación de... comprender. Casi estaba a punto de recordar que...
—Creo que su querido Po les ha estado ocultando un secreto —afirmó Leck—. Dígame si estoy en lo cierto, lady Katsa, en cuanto a que el príncipe Po es realmente...
Fue entonces, por fin, cuando un rayo de certidumbre alcanzó a Katsa y en ese mismo instante actuó: soltó a la niña, empuñó la daga que llevaba al cinto y la lanzó. No lo hizo porque recordara que Leck debía morir o cuál era la verdadera gracia de Po, sino porque se acordó de que el príncipe lenita tenía un secreto, un terrible secreto, y aunque no tenía claro cuál era, percibía que su revelación le causaría un gran quebranto... Y ese hombre que se encontraba ahí sentado lo tenía en la punta de la lengua y estaba dispuesto a soltarlo. Debía impedírselo, sea como fuera. Debía silenciar a ese hombre antes de que pronunciara las palabras que le destrozarían la vida a Po.
Leck tendría que haberse limitado a seguir con sus mentiras porque, al final, fue la verdad que estuvo a punto de decir la que lo mató.
La daga voló certera hacia el blanco, se hincó en la boca abierta del rey de Monmar y lo dejó clavado en el respaldo del sillón, inerte, con las piernas y los brazos laxos y el único ojo desorbitado, sin vida. La sangre corría por la empuñadura de la daga y se derramaba por la pechera de los ropajes. En ese momento, las mujeres chillaron y los hombres gritaron indignados mientras se aproximaban corriendo a Katsa con las espadas desenvainadas. Ella supo de inmediato que debía tener mucho cuidado en ese enfrentamiento, pues no tenía que dañar a los hermanos ni al padre de Po.
De pronto, todos se detuvieron porque, tras contemplar a Leck, Gramilla se levantó tambaleándose del suelo. Se colocó delante de Katsa, desenvainó su cuchillo, lo alzó contra ellos, temblorosa la mano, y dijo:
—No le harán daño. Ha hecho lo que debía.
—Pequeña... —musitó el rey Ror—. Princesa Gramilla, apártese porque no queremos herirla. Usted no se encuentra bien; está protegiendo a la asesina de su padre.
—Ahora que él ha muerto me encuentro perfectamente bien —replicó Gramilla; la voz de la niña había cobrado fuerza y la mano apenas le temblaba ya—. Y no soy princesa, soy la reina de Monmar. Como tal, el castigo de Katsa me competería a mí, y afirmo que hizo lo correcto. No le harán daño.
En verdad parecía encontrarse bien, cómoda manejando el cuchillo que empuñaba, serena y muy resuelta. El padre y los hermanos de Po formaban un semicírculo, enarboladas las espadas, anillos en los dedos y aros en las orejas. Como siete versiones de Po, fue el pensamiento que le llegó vagamente a Katsa, sólo que no había lucecitas en sus ojos. Se restregó los párpados; estaba cansada y le costaba mucho pensar. Algunas mujeres lloraban al fondo de la sala.
—Ha asesinado a su padre —repitió el rey Ror, sin firmeza.
Se llevó la mano a la frente y contempló perplejo a Gramilla.
—Mi padre era perverso —contestó la niña—. Él era graceling y poseía el don de engañar a la gente con sus palabras. Les ha engañado a todos sobre la muerte de mi madre, sobre mi enfermedad, sobre sus intenciones respecto a mí. Katsa me ha estado protegiendo de él, y hoy me ha salvado en todo y de todo.
Hombres y mujeres se habían llevado las manos a la cabeza, atónitos y desconcertados.
—¿Él dijo...? ¿Dijo Leck que este castillo le pertenecía? ¿Dijo...?
La voz de Ror se debilitó, y él se quedó mirando con fijeza los anillos que lucía en los dedos.
A todo esto, la madre de Po soltó un suspiro estremecido y, volviéndose hacia su esposo, manifestó:
—A mi entender, está sobradamente justificado lo que ha hecho lady Katsa. Es obvio que Leck estaba a punto de lanzar alguna acusación absurda en contra de nuestro Po. Por mi parte, estoy dispuesta a considerar la posibilidad de que el rey monmardo nos haya estado mintiendo en todo momento. —Se llevó una mano al pecho—. Deberíamos sentarnos e intentar resolver esta situación.
Su esposo y sus hijos asintieron en silencio.
—Sentémonos todos —dijo Ror al tiempo que hacía un ademán hacia las sillas. Echó una ojeada al cuerpo de Leck y se lo quedó mirando, como si se le hubiera olvidado que estaba allí, desplomado y ensangrentado—. Llevad las sillas al centro de la sala, lejos de este... espectáculo. Hijos, ayudad a las damas. Vamos, vamos, están llorando. Princesa... Perdón, reina Gramilia ¿querrá repetir todo lo que acaba de decir? Reconozco que estoy muy confuso. Hijos, no enfundéis las espadas; no tiene sentido ser imprudentes.
—Yo misma la desarmaré si eso los tranquiliza —sugirió Gramilia—. Katsa, por favor —pidió en tono de disculpa mientras extendía la mano. Entumecida, la joven sacó el cuchillo que escondía en la bota y se lo tendió a la niña.
Luego se sentó en la silla que le acercaron, pero apenas advirtió el ajetreo de la gente que se aposentaba formando un círculo, ni el ruido metálico de las espadas al envainarlas, ni el gimoteo de las mujeres que se enjugaban el llanto, aferradas al brazo de sus esposos. De modo que hundió la cabeza entre las manos, porque volvía a ser consciente de lo que ocurría y se daba cuenta de lo que había hecho.
Era como un hechizo que se iba desvaneciendo con lentitud, un conjunto de burbujas que explotaban de una en una hasta dejar vacía la mente, vacía por completo. Todos los presentes hablaban con torpeza, muy despacio, esforzándose en reconstruir una conversación que no lograban recordar a pesar de que habían participado en ella.
Ror ni siquiera era capaz de dar respuestas precisas a las preguntas de Gramilla respecto a cuándo llegó Leck a Lenidia, qué les contó o qué hizo para convencerlos de que el castillo de Po era suyo, o para lograr que Ror abandonara la capital y la corte y, acompañado de su esposa e hijos, se dirigiera a un rincón remoto de su reino para agasajar al rey monmardo y someterse a él mientras esperaban a una princesa que tal vez no llegaría nunca. Las cosas que Leck dijo durante ese tiempo de espera fueron saliendo poco a poco de los labios de Ror, que no daba crédito a sus propias palabras.
—Creo... Creo que me dijo que le gustaría establecerse en mi corte. ¡Y estar junto a mi trono!
—Me parece que comentó algo sobre las jóvenes que tengo a mi servicio, algo que no voy a repetir —añadió la reina lenita.
—¡Habló de realizar cambios en los acuerdos comerciales!
—¡Sí, estoy seguro! —exclamó Ror—. ¡Cambios a favor de Monmar!
El monarca se puso de pie y paseó por la sala. Katsa se levantó como una autómata, en señal de respeto al estar el rey de pie, pero la reina tiró de ella y le indicó que se sentara de nuevo.
—Si nos levantáramos cada vez que se pone a pasear de aquí para allá estaríamos de pie todo el rato —comentó la madre de Po.
Dejó la mano posada sobre el brazo de Katsa un poquito más de lo necesario, y también demoró la mirada en el rostro de la joven. Su voz era afable. Conforme los reunidos desvelaban más detalles sobre las manipulaciones de Leck, con más afecto parecía mirar la reina de Lenidia a la dama graceling.
La ira de Ror fue en aumento, al igual que la de sus hijos, quienes, a medida que salían de su estupor, se iban poniendo de pie y gritaban su indignación y discutían entre sí sobre lo que Leck les dijo. Uno de los príncipes más jóvenes se detuvo delante de Katsa, y, mirándola con fijeza, le preguntó:
—¿Es verdad que Po se encuentra bien?
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Katsa, quien dejó que fuera Gramilla la que contara lo ocurrido y dijera verdades sobre Leck que impactaron en los oyentes como flechas: que quiso hacer daño a su propia hija de alguna forma espeluznante y horrible; que secuestró al príncipe Tealiff; que asesinó a Cinérea; que sus hombres estuvieron a punto de matar a Po... Y entonces la pena de Ror igualó en intensidad a su cólera; el monarca cayó al suelo de rodillas, deshecho en llanto, por su padre, por su hijo y, en especial, por su hermana. Y los gritos de sus hijos se hicieron aún más fuertes y más incrédulos. Aturdida, Katsa pensó que no era de extrañar que Po fuera tan locuaz; en Lenidia lo era todo el mundo y todos hablaban al mismo tiempo. Se enjugó las lágrimas y luchó contra la confusión que todavía la dominaba.
Cuando el hermano más joven se puso de nuevo en cuclillas delante de ella y le ofreció un pañuelo, Katsa lo cogió y se quedó mirando al príncipe, como una tonta.
—¿Cree que Po se encuentra bien? —preguntó él—. ¿Volverá a buscarlo de inmediato? Me gustaría acompañarla.
Katsa se limpió la cara con el pañuelo, e inquirió:
—¿Cuál de los hermanos es usted?
—Soy Celaje —repuso el joven sonriendo—. Jamás había visto a nadie lanzar una daga con tal rapidez. Es exactamente como la imaginaba.
Se incorporó y se dirigió hacia su padre. Katsa se apretó el estómago para soportar los calambres que notaba. La bruma provocada por la gracia de Leck desaparecía con más lentitud en ella que en los demás, y se sentía asqueada por lo que había hecho. Sí, Leck había muerto, y eso estaba bien. Lo que le revolvía el estómago era pensar que había utilizado una daga —¡una daga!— para hacer callar a alguien. Era un acto tan violento como cualquiera de los que llevó a cabo por orden de Randa, y ni siquiera había sido consciente de lo que hacía.
Tenía que ir a buscar a Po. Debía dejarlos a todos para que juntaran las piezas del rompecabezas y descubrieran la verdad por sí mismos. Esos detalles que iban desgranando para discutirlos una y otra vez, mientras el día daba paso a la noche, carecían de importancia. Gramilla estaba a salvo, y eso sí era importante; Po se encontraba solo y herido, luchando para aguantar el invierno monmardo, y eso también era importante.
* * *
—¿Les contarás lo del anillo? —le preguntó la niña esa noche cuando ya se encontraban en el dormitorio.
Y Katsa, sentada en la cama, se esforzaba en plantearse la situación y hacer un inventario de sus provisiones a pesar de tener todavía la mente aletargada.