Ni siquiera esperó a que le respondiera afirmativamente. Se giró con brusquedad hacia el capitán, que había retrocedido durante el altercado entre el rey y Katsa, como si le doliera la cabeza.
—Capitán, los cuatro jinetes más rápidos de su guardia y sus seis caballos más veloces, de inmediato. —De nuevo se encaró a Katsa y le asestó una mirada furiosa—. ¿Ha recobrado el buen juicio? —bramó.
No era el buen juicio lo que había perdido, sino la paciencia y los nervios... Y si había sido el sentido común, había entrado en razón ante la perspectiva de cuatro jinetes rápidos, seis caballos veloces y una cabalgada atronadora en busca de Po.
Cabalgaron deprisa y se cruzaron con pocas personas. La calzada del Puerto era ancha, y el piso, una mezcla de tierra y nieve pateadas por los cascos de innumerables caballos. A ambos lados se amontonaban bancos de nieve, como linderos, tras los que se extendían los campos cubiertos por un manto blanco. Hacia el oeste, a lo lejos, se divisaba a duras penas la línea oscura de los bosques, y las montañas detrás de ellos. El aire era helado, pero la niña, montada en el caballo delante de Katsa, iba bien abrigada y conforme con ir a un paso que le exigiera un esfuerzo. «La reina que llevo montada a caballo delante de mí», se corrigió Katsa para sus adentros. En efecto, la reina Gramilla había cambiado mucho desde que, meses atrás, Po y ella engatusaron a una criatura asustadiza para que saliera del tronco caído. Con el tiempo Gramilla sería una buena dirigente, y Raffin, un gran rey; y Ror era fuerte y competente y viviría muchos años. Lo cual significaba que tres de los siete reinos estarían en buenas manos; una proporción que, aunque podría parecer insuficiente, era un progreso enorme.
Había ciudades a lo largo de la calzada del Puerto; ciudades con posadas, donde la comitiva se detenía de vez en cuando para comer a toda prisa o buscar refugio en las crudas noches de finales de invierno. Pero ello tan sólo fue posible gracias a llevar escolta, porque los soldados que se hallaban en esos establecimientos se ponían en pie a toda velocidad, espada en mano, al verlos entrar, y permanecían de esa guisa hasta que las explicaciones de los escoltas y algunas palabras de Gramilla conseguían que bajaran las armas. Sin embargo, en una posada, las explicaciones se dieron con demasiada lentitud, de tal modo que un arquero, situado al fondo de la sala, disparó una flecha que habría alcanzado a Celaje si Katsa no hubiera saltado sobre él y lo hubiera tirado al suelo. La joven volvió a ponerse en pie antes incluso de que el príncipe lenita fuera consciente de lo que había sucedido, y se interpuso en la trayectoria de una flecha destinada a la reina y de otra, contra ella; a continuación, los escoltas intervinieron y el peligro pasó. Al ayudar a Celaje a incorporarse, Katsa comprendió lo ocurrido y le explicó:
—Ese arquero lo ha confundido con Po; vio los aros en las orejas, los anillos y el cabello oscuro, y disparó antes de fijarse en los ojos. A partir de ahora, tendrá que esperar a que los guardias hagan las aclaraciones oportunas antes de entrar en cualquier establecimiento.
—Me ha salvado la vida.
Celaje la besó en la frente y Katsa sonrió.
—Ustedes los lenitas muestran con mucha efusividad sus afectos.
—Le pondré su nombre a mi primer hijo.
Katsa se echó a reír con ganas y replicó:
—Por bien de la criatura, espere a que nazca una niña. O, mejor aún, espere a que todos sus hijos hayan crecido y entonces póngale mi nombre al que sea más obstinado y problemático.
Celaje prorrumpió en carcajadas y la abrazó; Katsa respondió al abrazo y cayó en la cuenta de que, sin proponérselo y a pesar de sus reservas, había hecho otro amigo.
Los condujeron escaleras arriba a las habitaciones para disfrutar de un brevísimo descanso. Al arquero se lo llevaron, lo más probable para castigarlo con dureza por disparar una flecha tan cerca de una niña de ojos grises que resultaba ser la reina Gramilla, nada menos. Y si la gente que vivía en las ciudades y viajaba por las calzadas no sabía aún los detalles de la muerte de Leck ni sospechaban su traición, al menos en Monmar corría ya la voz de que Gramilla estaba a salvo, gozaba de buena salud y era la reina.
La calzada estaba despejada y se avanzaba con rapidez por ella, pero no conducía directamente al paradero de Po. Por ese motivo, llegó un momento en que la comitiva se vio obligada a girar hacia el oeste y adentrarse en los campos en los que se amontonaba la nieve y el hielo. Para Katsa fue un sufrimiento la notable desaceleración del paso, pese a que los caballos bregaban por abrirse camino a través de la nieve que, en ocasiones, les llegaba a la espalda.
Unos días después, el grupo penetró en el bosque que les proporcionó cobijo, y la marcha resultó más fácil. Entonces el terreno se volvió empinado y los árboles ralearon; poco después, obligados por el pronunciado declive, tuvieron que desmontar todos, excepto la reina, e ir a pie pendiente arriba. Ya casi habían llegado; casi. Katsa acuciaba a sus compañeros sin misericordia, tiraba del caballo y vaciaba la mente de todo lo que no fuera el avance constante e implacable.
—Creo que uno de los caballos se ha lesionado —le informó Celaje una mañana temprano cuando ya se encontraban tan cerca que Katsa sentía hormigueos en el cuerpo. Ella se detuvo y se volvió para mirar. Celaje señaló al caballo que conducía por la rienda—. ¿Ves? Estoy seguro de que el pobre animal cojea.
El caballo agachó la cabeza y resopló sonoramente por los ollares. Katsa hizo un esfuerzo para no perder la paciencia, y dijo:
—No cojea. Lo que ocurre es que está cansado, pero ya casi hemos llegado.
—¿Y cómo lo sabes si ni siquiera le has visto dar un paso?
—Está bien, pues haz que lo dé.
—No puedo hasta que tú no te apartes de ahí.
Katsa le asestó una mirada asesina y apretó los dientes.
—Agárrate, majestad —le dijo a Gramilla, que iba montada en su caballo.
Asió el ronzal del otro animal y se lo acercó.
—Veo que sigues haciendo cuanto está en tu mano para desgraciar a los caballos. —Katsa se quedó paralizada. La voz no provenía de detrás, sino de arriba, y no sonaba como la de Celaje. Se giró—. Y yo que creía imposible que alguien se te acercara a hurtadillas, con tu vista de halcón, tu oído de lobo y todo lo demás —añadió esa voz masculina.
Y allí estaba él: de pie, muy derecho, los ojos brillantes, temblándole los labios de risa contenida, plantado en un camino por donde se había abierto paso entre la nieve, que seguía extendiéndose tras él. Katsa gritó y corrió hacia Po con tanto ímpetu que lo tiró de espaldas en la nieve, con ella encima. Él se echó a reír y la estrechó con fuerza, mientras ella lloraba. Entonces se aproximó Gramilla y se lanzó sobre los dos gritando; y Celaje también se acercó y los ayudó a levantarse.
Po abrazó a su prima; abrazó a su hermano y los dos se revolvieron el pelo el uno al otro entre risas y más abrazos. Katsa se echó de nuevo en sus brazos y le derramó cálidas lágrimas en el cuello; lo estrechó con tanta fuerza que él tuvo que advertirle que no podía respirar. Po estrechó las manos de los sonrientes y agotados escoltas y condujo al grupo, incluido el caballo lisiado, hasta su cabaña.
L
a cabaña estaba limpia y en mejores condiciones que cuando la encontraron. Fuera, junto a la puerta, había apilado un montón de leña; el fuego ardía alegremente en el hogar; el armario seguía apoyado en tres patas, pero ya no estaba polvoriento, y un arco precioso colgaba en la pared. Katsa abarcó todo aquello de una sola ojeada, porque lo que quería era llenarse los ojos de Po.
Él caminaba con suavidad, con la agilidad de antes. Parecía estar fuerte, aunque quizá demasiado delgado.
—El pescado no engorda mucho, Katsa —contestó Po cuando ella le hizo el comentario—. Y apenas he comido otra cosa desde que te marchaste. No te imaginas lo harto que estoy de comer lo mismo.
Le llevaron pan, manzanas, albaricoques secos y queso, y lo pusieron en la mesa. Po comió, rió y dijo estar en pleno éxtasis.
—Los albaricoques proceden de Lenidia; luego, pasando por Cantil del Solejar, vuelven a tu reino y parten de nuevo desde algún punto en mitad de los mares lenitas para llegar, por fin, a Porto Mon —le explicó Katsa.
Po le sonrió y sus ojos reflejaron la luz del fuego del hogar; Katsa se sintió muy feliz.
—Tenéis que contarme una historia que, por lo que veo, ha tenido un final afortunado —dijo el príncipe—. ¿Querréis empezar desde el principio?
Así lo hicieron entre las dos mujeres. Katsa facilitó los puntos principales y Gramilla se encargó de los detalles.
—Katsa me hizo un gorro con pieles de animales —explicó la niña—. Y luchó con un puma. Katsa había hecho raquetas para la nieve y robado una calabaza.
Gramilla iba desgranando los logros de la joven, uno por uno, como si se jactara de las cualidades de una hermana mayor, pero a ella no le importó. Las partes divertidas del relato hicieron más fácil referir las desagradables.
Durante la narración de lo que ocurrió en el castillo de Po, fue cuando Katsa cayó en la cuenta de algo que la había estado incomodando: Po parecía distraído; miraba la mesa en lugar de a la persona que hablaba; tenía el gesto ausente y no prestaba atención a lo que se decía. En el mismo instante en que la joven captó su falta de atención, Po alzó los ojos hacia ella. Durante un instante pareció que la veía, que enfocaba la vista, pero al momento volvió a mirarse las manos con gesto inexpresivo. Katsa habría jurado que el rictus de la boca indicaba una especie de tristeza.
La joven hizo un alto en la narración de lo ocurrido porque de pronto, sin razón aparente, se asustó, y le examinó la cara, aunque no sabía muy bien qué buscaba.
—En resumidas cuentas, que Leck nos tuvo sometidos a su hechizo, hasta que me llegó un destello de lucidez y lo maté —dijo.
Después te contaré lo que pasó realmente
, le transmitió con el pensamiento.
Se alarmó al verlo hacer una mueca de dolor, pero al momento Po sonreía, como si no pasara nada, y Katsa se dijo que habrían sido imaginaciones suyas.
—Y entonces vinisteis a buscarme —dijo Po, alegre.
—Lo más rápido que pudimos —contestó Katsa, que se mordió el labio inferior, desconcertada—. Bien, y ahora he de devolverte el anillo. Tu castillo es precioso y está en un lugar bellísimo, tal como tú decías.
El dolor y el desconsuelo que asomaron al semblante del hombre fueron tan intensos que la joven dio un respingo. Desaparecieron tan deprisa como habían surgido, pero esta vez Katsa estaba segura de haberlos detectado y fue incapaz de seguir ocultando su inquietud. Se levantó del asiento como impulsada por un resorte y le tendió los brazos ignorando qué iba a hacer ni a decir. Po se levantó también... ¿Había hecho un esfuerzo para controlar el equilibrio? Katsa no estaba segura, pero era la impresión que le había dado. Po le cogió la mano y sonrió.
—Acompáñame a cazar algo, Katsa —propuso—. Así podrás probar el arco que he hecho.
Hablaba con despreocupación, y Celaje y Gramilla sonrieron. Katsa tuvo la sensación de ser la única que sospechaba que algo no iba bien.
—Por supuesto —aceptó con una sonrisa forzada—. Lo estoy deseando.
* * *
—¿Qué te pasa, Po? —preguntó en cuanto dejaron atrás la cabaña.
—No me pasa nada —contestó sonriendo a medias.
Katsa contemporizó de mala gana y refrenó la ansiedad. Avanzaron, pues, por un camino que supuso que él había abierto en la nieve, y dejaron atrás el estanque. La cascada se había convertido en una masa de hielo por la que sólo corría un diminuto hilillo de agua por el centro.
—¿Funcionó la trampa para peces que te preparé?
—Funcionó estupendamente; todavía la utilizo.
—¿Los soldados registraron la cabaña?
—Lo hicieron, sí.
—¿Y llegaste hasta la cueva a pesar de las heridas?
—Cuando vinieron, me encontraba mucho mejor y lo logré sin mucho esfuerzo.
—Pero te mojarías y te quedarías helado.
—Estuvieron muy poco tiempo, Katsa. Volví poco después a la cabaña y encendí el fuego.
Katsa trepó por una cuesta rocosa, se agarró a un tronco fino y se aupó a la cima del repecho. Una roca lisa y alargada sobresalía en la nieve virgen, de modo que se abrió camino hasta allí y se sentó. Po la siguió y se sentó a su lado. La joven se lo quedó mirando, pero él le esquivó la mirada.
—Quiero saber qué ocurre —insistió Katsa.
Po frunció los labios y continuó sin mirarla. Cuando se decidió a hablar, utilizó un tono cuidadosamente desapasionado.
—Yo no te forzaría a compartir tus sentimientos si no quisieras.
Katsa lo miró con detenimiento, con los ojos desorbitados, y replicó:
—Cierto. Pero yo no te mentiría, como tú haces ahora al afirmar que no pasa nada.
En el semblante de él se dibujó una expresión extraña: abierta, vulnerable, como si fuera una criatura de diez años que intentara contener el llanto. A Katsa se le hizo un nudo en la garganta al verlo así.
Po...
Él hizo un gesto de dolor y la expresión anterior desapareció de su rostro.
—No hagas eso, por favor —pidió—. Me marea que me hables mentalmente. Me produce dolor.
La joven tragó saliva y se esforzó en preguntarle lo primero que se le ocurrió:
—¿Todavía te duele la cabeza a causa de la caída?
—De vez en cuando.
—¿Es eso lo que te ocurre?
—Ya te he dicho que no me ocurre nada.
—Po, por favor... —Le puso la mano en un brazo.
—No es nada por lo que merezca la pena que te preocupes —contestó al tiempo que le apartaba la mano.
Katsa se sintió herida y conmocionada; notó el ardor de las lágrimas en los ojos. El Po que recordaba no desestimaría su preocupación como si tal cosa, ni se retraería si lo tocaba. Aquél no era Po, sino un desconocido; y se notaba la falta de algo que antes había en él. Se llevó la mano al cuello de la chaqueta y se sacó por la cabeza el cordel que llevaba colgado al cuello. Le tendió el anillo.
—Esto es tuyo.
Po ni siquiera lo miró; tenía la vista fija en las manos, como si no pudiera despegarla de ellas.
—No lo quiero.
—Pero ¿qué dices? Es tu anillo.
—Deberías quedártelo. Katsa no daba crédito a sus oídos.
—¿Y por qué crees que iba a consentir quedarme con tu anillo? Para empezar, no sé por qué me lo diste. Ojalá no lo hubieras hecho.