La expresión de la capitana era de incredulidad, y Katsa imaginó que había hecho una sugerencia absurda. Pero es que todo en conjunto era absurdo, como confiar en que la nave navegara en círculos por algún rincón helado del océano a la espera de noticias que tal vez no llegaran nunca. Y todo por proteger la vida de una niña. La capitana emitió un sonido que, en parte, expresaba escepticismo y, en parte, era hilaridad, y Katsa se preparó para afrontar una discusión.
Pero la mujer se miró las manos con fijeza mientras pensaba; cuando por fin habló, sorprendió a la joven.
—Me pide muchísimo —afirmó—, pero no fingiré que no entiendo por qué lo hace. Hay que detener a Leck y no sólo por el bien de la princesa Gramilla, sino porque la gracia de ese rey es ilimitada y sus tendencias representan un peligro para los siete reinos. Si mi tripulación evita cualquier contacto con los rumores y los bulos, significará que habrá cuarenta y tres hombres y una mujer con la mente clara para emprender la tarea inminente. Además, he prometido ayudarla en todo cuanto me sea posible.
Entonces fue Katsa quien la miró con incredulidad y le preguntó:
—¿De verdad haría eso?
—Alteza, no está en mis manos rehusar nada de lo que me pida. Pero esto es algo que haré de buen grado mientras no ponga en peligro a mi tripulación ni a mi barco. Y con la condición de que se me reembolsen las pérdidas que sufra por no poder comerciar.
—Eso ni que decirse tiene.
—En los negocios nada se da por hecho si no hay un acuerdo, alteza.
Y así llegaron a dicho acuerdo: la capitana permanecería embarcada en un lugar cercano a Lenidia, un sitio concreto situado al oeste de una isla desierta que le describiría a Katsa, de modo que fuera localizable por otro navío. Y se quedaría ahí hasta que dicho navío fuera a buscarla, o hasta que las circunstancias a bordo de su barco hicieran imposible prolongar el aislamiento.
—No sé qué voy a decirle a mi tripulación —comentó Faun.
—Cuando llegue el momento de dar explicaciones, cuénteles la verdad —aconsejó la joven.
* * *
Cierto día, sentadas en la cocina después de comer, la capitana les preguntó a Katsa y a Gramilla cómo habían llegado a Cantil del Solejar sin que las descubrieran.
—Cruzamos la cordillera que nos separaba de Meridia desde la vertiente monmarda, y viajamos por los bosques —explicó Katsa—. Cuando llegamos a las afueras de Cantil del Solejar, sólo nos desplazábamos de noche.
—¿Y cómo cruzaron el desfiladero, alteza? ¿No estaba vigilado?
—No cruzamos por ése, sino por el de Grella.
Faun la miró atónita por encima del borde de la taza que se había llevado a la boca. Después la bajó y dijo:
—No la creo.
—Es cierto.
—¿Que cruzaron el desfiladero de Grella sin perder los dedos de manos y pies, y no digamos ya la vida? Lo creería si se tratara sólo de usted, alteza, pero no de la niña.
—Katsa me llevó cargada —intervino Gramilla.
—Y tuvimos buen tiempo —agregó Katsa.
—A mí no se me puede engañar respecto al tiempo, alteza. —La risa de la capitana retumbó—. Ha nevado en ese desfiladero a diario desde el verano y hay pocos sitios en los siete reinos que haga más frío que allí.
—A pesar de todo, el día en que cruzamos el tiempo podría haber sido peor.
—Si alguna vez necesito que alguien me proteja, alteza, espero que se encuentre usted cerca —afirmó la capitana, que no paraba de reír.
Un par de días después, cuando Katsa subió a bordo tras uno de los baños helados en el océano que le gustaba darse (baños que para Gramilla eran una prueba más de que estaba chiflada), la joven se sentó en la litera de la pequeña y se quitó la ropa empapada. En el camarote casi no había espacio para las dos literas en las que dormían, y el farol que se mecía colgado del techo apenas daba luz. Gramilla le llevó a Katsa un paño para que se secara la piel mojada y el cabello congelado, y alargó la mano para tocarle el hombro. Ella bajó la vista y, a la luz temblona, vio las lineas de piel blanca que le habían llamado la atención a la niña; eran las cicatrices que, prolongándose hasta el seno, le produjeron las garras del puma al desgarrarle la carne.
—Se te han curado muy bien —comentó Gramilla—. No hay ninguna duda sobre quién ganó esa pelea.
—Pese a todo, no estábamos muy igualados, y el que tenía ventaja era el felino. En otras circunstancias me habría matado.
—Ojalá tuviera tu habilidad. Me gustaría ser capaz de defenderme contra todo.
No era la primera vez que Gramilla hacía un comentario de ese tipo, y era otra de las muchas veces que Katsa sentía una punzada de pánico al recordar que la pequeña se equivocaba, porque en el único enfrentamiento con Leck se quedó inerme. Aun así, Gramilla no estaba tan indefensa como todo eso. Porque en una ocasión, cuando Parche le tomó el pelo acerca del cuchillo que llevaba envainado en el cinturón (el mismo, largo como su antebrazo, que la niña llevaba encima desde el día en que Po y Katsa la encontraron en el bosque de Leck), Katsa decidió que había llegado el momento de conseguir que Gramilla fuera peligrosa, o al menos todo lo peligrosa que pudiera llegar a ser. Qué absurdo era que en los siete reinos las personas más vulnerables y más débiles —las mujeres y las chicas— fueran desarmadas y no las enseñaran a luchar, mientras que a los fuertes se los adiestraba hasta el límite de sus posibilidades.
Así pues, Katsa entrenó a la niña. En primer lugar, a sentirse cómoda con el cuchillo en la mano, y luego a sujetarlo como era debido para que no se le resbalara de los dedos, y a sostenerlo con desenvoltura, como si fuera una prolongación del brazo. Pese a ello, la primera lección le dio más problemas a la pequeña de lo que Katsa esperaba, puesto que el cuchillo pesaba bastante y, además, estaba muy afilado. Como a Gramilla le ponía nerviosa llevar un arma desenfundada en una nave que no dejaba de dar bandazos y balancearse, aferraba la empuñadura con demasiada fuerza; la apretaba tanto que le dolía el brazo y se le hicieron ampollas en la palma de la mano.
—Le tienes miedo a tu propia arma —le advirtió Katsa.
—Me da miedo caerme encima o hacer daño a alguien sin querer —admitió Gramilla.
—Eso es normal, pero hay tantas probabilidades de que pierdas el control del arma si la aprietas demasiado, como si la coges muy floja. Afloja los dedos, pequeña, no se te caerá si la sostienes como te he enseñado.
Y la niña relajaba la mano con la que cogía el cuchillo, hasta que el barco daba otro bandazo o se acercaba un marinero; entonces olvidaba lo que Katsa le había dicho y aferraba el arma con todas sus fuerzas.
En vista de la situación, Katsa cambió de táctica: puso fin a las lecciones en sí y, por el contrario, indicó a Gramilla que paseara toda la tarde por el barco con el arma en la mano durante varios días. Cuchillo en mano, la niña visitaba a los marineros, que eran sus amigos, subía la escalera que iba de una cubierta a otra, comía en la cocina y observaba cómo Katsa trepaba por los aparejos. Al principio suspiraba cada dos por tres y se cambiaba el cuchillo de mano con torpeza. Pero luego, al cabo de un par de días, ya no parecía incomodarla tanto, y algunos días después sostenía el cuchillo a un costado con soltura, no porque olvidara que lo llevaba (pues Katsa se daba cuenta del cuidado con que la pequeña asía el arma cuando el barco cabeceaba o había un amigo cerca), sino que lo hacía con comodidad, con confianza. Y ahora, por fin, había llegado el momento de que la niña aprendiera a utilizar el acero que empuñaba.
A partir de entonces el aprendizaje progresó poco a poco, porque Gramilla era constante y resuelta en sumo grado, pero carecía de una musculatura lo suficientemente entrenada para reaccionar ante lo que Katsa le exigía.
A veces la joven se veía en apuros para decidir qué enseñarle, porque entrenarla según la forma tradicional, de arremeter y parar ataques, tenía cierta utilidad, pero no mucha. Nunca aguantaría demasiado rato en una pelea si luchaba según las reglas habituales.
—Lo que tienes que hacer es infligir tanto dolor como sea posible y estar atenta por si tu adversario baja la defensa —la instruyó.
—Y no hacer caso del propio dolor como mejor pueda —añadió Jem.
El chico colaboraba en los entrenamientos, como también lo hacía Oso y cualquier otro marinero que dispusiera de un rato libre. Algunos días, después de las comidas, las clases servían de pasatiempo a los hombres que trabajaban en la cocina; cuando hacía buen tiempo, eran un entretenimiento del que se disfrutaba en un rincón de la cubierta. No todos los marineros entendían por qué una niña tenía que aprender a luchar, pero ninguno de ellos se burló de sus esfuerzos, ni siquiera porque los métodos que Katsa la animaba a utilizar fueran tan poco dignos como morder, arañar y tirar del pelo.
—No es necesario ser muy fuerte para hundir los pulgares en los ojos de un hombre —decía Katsa—. Sin embargo, es muy doloroso y causa estragos.
—Pero es denigrante —arguyó la niña.
—Alguien de tu talla no puede permitirse el lujo de luchar limpiamente, Gramilla.
—No digo que no vaya a hacerlo, pero insisto en que es denigrante.
La joven le enseñó cuáles eran los lugares del cuerpo en los que debía acuchillar a un hombre si quería matarlo —la garganta, el cuello, el estómago, los ojos—, los sitios fáciles que requerían menos fuerza; la aleccionó en cómo ocultar una daga pequeña en la bota y sacarla con rapidez; cómo clavar un cuchillo con las dos manos o sujetar un arma en cada mano; y cómo evitar que se le cayera el arma en medio del arrebato y el caos de un ataque cuando todo ocurría tan deprisa que la mente no era capaz de seguir la secuencia de los hechos.
—¡Así se hace! —gritó un día Rojo cuando Gramilla propinó con éxito un codazo a Oso en la ingle, que obligó al hombretón a encorvarse al tiempo que soltaba un gruñido.
—Y ahora que está distraído, ¿qué harías? —preguntó Katsa.
—Clavarle el cuchillo en el cuello —contestó la niña.
—Eso es.
—Es una chiquitina muy valiente —comentó Rojo en tono aprobador.
Lo era. Tan chiquitina, tan, tan pequeña, que Katsa era consciente —al igual que todos los marineros— de cuánta suerte necesitaría Gramilla si debía defenderse de un atacante. Sin embargo, lo que estaba aprendiendo le daría una oportunidad si tenía que luchar. Del mismo modo la seguridad en sí misma, que adquiría poco a poco, le serviría de mucho, y los gritos de ánimo de los marineros también la ayudarían; más de lo que imaginaban.
—Claro que nunca necesitará recurrir a estas habilidades —añadió Rojo—. Una princesa de Monmar dispondrá siempre de una guardia personal.
Katsa se calló las primeras palabras que le vinieron a la mente y comentó:
—A mí me parece que siempre será mejor que una cría tenga estos conocimientos, aunque nunca los necesite, que carezca de ellos y le hagan falta algún día.
—En eso tiene razón, alteza. Nadie puede saberlo mejor que usted o el príncipe Po. Imagino que entre ustedes dos serían capaces de preparar en un pispas a un tropel de críos y formar con ellos un ejército.
La imagen de Po, mareado e inestable, surgió como un fogonazo en la mente de Katsa, pero la rechazó. Fue a comprobar cómo estaba Oso y se concentró en la siguiente práctica de Gramilla.
K
atsa se encontraba encaramada a los aparejos, junto a Rojo, cuando divisó Lenidia. Era tal cual se la había descrito Po y parecía irreal, como salida de un tapiz o de una canción. Del mar emergían oscuros acantilados coronados por campos cubiertos de nieve, sobre los que se alzaba un inmenso pilar rocoso, en cuya cima había una ciudad. Ésta resplandecía con tanta intensidad que, al primer golpe de vista, Katsa habría jurado que era de oro.
A medida que el barco se aproximaba, la joven se percató de que no se había equivocado del todo, porque los edificios de la ciudad estaban construidos con piedra arenisca de color pardo, mármol amarillo y cuarzo blanco que destellaban con la luz del sol y al reflejarse en el agua. Pero las cúpulas y las torres de la edificación que sobresalía de las demás y se extendía a todo lo ancho del perfil de la urbe eran realmente de oro. Dicha edificación (el castillo de Ror y, por lo tanto, el hogar de Po durante su infancia y adolescencia) era una construcción enorme, tan grande y reluciente que Katsa se quedó colgada de las jarcias con la boca abierta de par en par. Rojo se rió de ella y le gritó a Parche que por fin había algo en el mundo que hacía olvidar a la princesa su afán de trepar y escalar.
—¡Tierra a la vista! —gritó a continuación el marinero, y los hombres que se hallaban en cubierta prorrumpieron en vítores.
Rojo se deslizó por las jarcias para reunirse con ellos, pero Katsa no se movió de los aparejos y contempló Burgo de Ror que cada vez aumentaba de tamaño ante sus ojos. Distinguía la calzada que subía en espiral desde el pie del pilar rocoso hasta la ciudad, así como las plataformas que se elevaban desde los campos hasta la población, sujetas por cuerdas que, debido a la distancia, resultaban demasiado delgadas para divisarlas. Cuando el barco costeó cerca del extremo suroriental de Lenidia y viró hacia el norte, la joven se dio la vuelta para seguir contemplando la ciudad hasta que desapareció de la vista. Burgo de Ror casi le dañaba la vista; no era de extrañar que Po procediera de un lugar tan resplandeciente, de una tierra de una belleza tan espectacular.
El barco continuó costeando alrededor del reino insular, primero hacia el norte y después hacia el oeste, sin que Katsa parpadeara apenas. Contempló playas blancas, a veces a causa del color de la arena y otras veces por la presencia de la nieve; montañas que desaparecían ocultas en medio de nubes de tormenta; poblaciones con construcciones de piedra, camufladas en las rocas o suspendidas encima del mar, y árboles sobre un acantilado, desnudos de hojas, cuyos negros troncos contrastaban con el cielo invernal.
—Son árboles po —le indicó Parche cuando la joven se los señaló—. ¿Le explicó nuestro príncipe que las hojas se vuelven plateadas y doradas en otoño? Hace dos meses estaban preciosos.
—Son preciosos.
—Supongo que sí. Pero Lenidia se vuelve gris en invierno; en cambio, en las otras estaciones todo es una explosión de colores. Ya lo verá, alteza.
Katsa lo miró sorprendida y después se preguntó por qué le sorprendía tal afirmación. Lo vería si se quedaba allí una temporada y, probablemente, así lo haría, pero sus planes tras llegar al castillo de Po eran imprecisos. Eso sí, exploraría el edificio, lo fortificaría y descubriría los escondrijos; montaría turnos de guardia con la gente de que dispusiera; discurriría un plan y esperaría a tener noticias de Po o de Leck. Y al igual que el castillo, fortificaría la mente contra el asalto de cualquier noticia que oyera o pudiera llevar el veneno de las mentiras de Leck.