Exhaló con ímpetu y, junto con el aire, expulsó la rabia. Era un amigo y, además, leal al Consejo. No le diría en voz alta lo que había pensado, sino lo que Raffin le aconsejó que dijera.
—Giddon, sin duda sabes que no tengo ninguna intención de casarme.
—Pero ¿despreciarías una buena proposición? Y tienes que admitir que parece una solución a tu problema con el rey.
—Giddon... —Lo tenía delante: el gesto sosegado, la mirada cariñosa, muy seguro de sí mismo. No se le pasaba siquiera por la cabeza que lo rechazara. Y quizás era perdonable su actitud, porque a buen seguro ninguna otra mujer lo haría—. Giddon, tú necesitas una mujer que te dé hijos, pero yo nunca he querido tenerlos. Has de casarte con una mujer que desee ser madre.
—No eres una mujer anormal, Katsa. Eres capaz de luchar como no pueden hacerlo otras mujeres, pero no eres distinta de las demás. Querrás tener hijos, estoy convencido.
Katsa no había imaginado que se le presentaría tan pronto la ocasión de poner en práctica su propósito de refrenar el genio. Porque Giddon se merecía un buen puñetazo que le bajara los humos y lo pusiera en su sitio.
—No puedo casarme contigo, Giddon. No es nada personal; son cosas mías. No me casaré con nadie y no engendraré ningún hijo.
Él se la quedó mirando y le cambió la expresión. Katsa conocía ese gesto: la curvatura sarcástica de los labios y el destello chispeante en los ojos. Por fin empezaba a prestarle atención.
—Me parece que no has reflexionado bien lo que dices, Katsa. ¿Acaso esperas que te hagan una proposición mejor?
—No tiene nada que ver contigo, Giddon. Son cosas mías.
—¿Crees que hay otros hombres que puedan interesarse por una dama asesina?
—Giddon...
—Confías en que el lenita pida tu mano. —La señaló con el dedo, burlón—. Claro, lo prefieres a él porque es un príncipe, mientras que yo sólo soy un noble.
—Giddon, qué disparates... —le espetó la joven al tiempo que alzaba los brazos al cielo.
—No te lo pedirá —continuó diciendo él—. Y si lo hiciera, serías tonta si aceptaras, porque no es respetable.
—Giddon, te aseguro que...
—Es tan poco de fiar como Murgon. Un hombre que lucha contigo como lo hace él sólo puede ser un oportunista en el mejor de los casos, cuando no un malhechor.
Katsa se quedó inmóvil, y aunque no le quitaba el ojo de encima, no percibía siquiera los movimientos de las manos ni la cara congestionada de Giddon. Por el contrario, veía a Po, sentado en el suelo de la sala de entrenamiento, pronunciando las mismas palabras que Giddon acababa de decir, antes de que éste las articulara.
—Giddon, ¿le has dicho esto mismo a Po, con esas mismas palabras?
—Jamás he mantenido una conversación con él sin estar tú presente, Katsa.
—¿Y a otra persona? ¿Las has pronunciado estando presente alguien más?
—Por supuesto que no. Si crees que pierdo el tiempo con...
—¿Estás seguro?
—Sí, lo estoy. ¿A qué viene esto? Aunque si me lo preguntara, no tendría reparo en decirle lo que pienso.
Katsa lo observó de hito en hito, con incredulidad, indefensa ante la comprensión que le penetraba poco a poco en la mente y encajaba las piezas del rompecabezas. Se llevó la mano a la garganta, como si le faltara el aire, y formuló la pregunta que debía hacer y se sobrecogió al saber la respuesta que iba a recibir:
—¿Has pensado eso mismo en otras ocasiones? ¿Y lo has pensado estando él presente?
—¿Que no me fío de él, y que es un oportunista y un malhechor? Lo pienso cada vez que lo veo.
Giddon barbotaba las palabras, pero Katsa no se fijó. Flexionó las rodillas, depositó el arco en el suelo muy despacio, e incorporándose, le dio la espalda al noble. Echó a andar, paso a paso, inhalando y exhalando aire, la vista fija al frente.
—Tienes miedo de que le haga daño a tu precioso príncipe lenita —le gritó Giddon—. Ah, y quizá le diga lo que pienso de él. Tal vez se marche mucho antes si lo animo a que lo haga.
La joven no lo escuchaba, ni le prestaba atención porque un auténtico tumulto le bullía en la cabeza. Po sabía lo que pensaba Giddon, así como lo que pensaba ella, estaba segura. Estaba al tanto de sus pensamientos, por ejemplo, cuando ella se encolerizó o cuando se forjó mentalmente una buena impresión de él. Y también en otras ocasiones. Tenía que haber otras ocasiones, aunque oía una voz que le gritaba palabras demasiado fuerte en la mente y no lograba recordarlas. Lo había tomado por un dotado por la gracia para luchar, simplemente. Y, como una estúpida, suponía que era muy observador, e incluso lo admiraba por su perspicacia. ¡Admiraba a un mentalista! Había confiado en él. Había confiado en él y no tendría que haberlo hecho. Po había dado una imagen ficticia de sí mismo y falseado su gracia. Y eso equivalía a mentir.
I
rrumpió en el laboratorio de Raffin y su primo alzó la vista del trabajo, sobresaltado.
—¿Dónde está? —demandó Katsa, que se detuvo en seco porque el lenita estaba allí, allí mismo, sentado en el borde de la mesa de Raffin, con la mandíbula amoratada y las mangas de la camisa remangadas.
—Tengo que contarte algo, Katsa —dijo Po.
—Eres mentalista —lo interrumpió—. Eres mentalista y me mentiste.
Raffin masculló un juramento, y, poniéndose en pie de un salto, fue corriendo a cerrar la puerta que Katsa había dejado abierta.
—No soy mentalista.
Po se había ruborizado, pero le sostuvo la mirada.
—Y yo no soy estúpida, así que deja de mentirme —gritó—. Dime, ¿qué has descubierto? ¿Qué pensamientos me has robado?
—No soy mentalista —repitió él—. Pero percibo a las personas.
—¿Y qué se supone que significa eso? Lo que percibes son los pensamientos de la gente.
—No, Katsa. Escúchame. Te he dicho que percibo a la gente. Recuerda mi visión nocturna o los ojos en la nuca que, según tú, debía de tener. Percibo a las personas cuando están cerca de mí pensando, sintiendo o moviéndose; noto los cuerpos, la energía física. Pero... —Tragó saliva—. Pero percibo los pensamientos cuando una persona piensa en mí.
—¿Y eso no es mentalismo? —gritó tan fuerte que Po se amedrentó, aunque no desvió la vista.
—De acuerdo, tiene algo de eso, pero no soy capaz de hacer lo que tú dices.
—Me mentiste. Confiaba en ti.
—Déjale explicarse, Katsa.
La suave voz de Raffin se abrió paso hasta la angustiada joven.
Ella se le encaró sin dar crédito a lo que oía, pasmada de que su primo supiera la verdad y, a pesar de todo, se pusiera de parte de Po. Luego se enfrentó al príncipe lenita, que todavía osaba sostenerle la mirada como si no hubiese hecho nada malo, nada tan total y absolutamente malo.
—Por favor, Katsa —suplicó Po—. Atiéndeme, por favor. No soy capaz de conocer los pensamientos de la gente en general ni los de alguien en concreto. Yo no sé qué piensas de Raffin ni lo que él piensa de Bann, o si Oll está disfrutando de una cena. A lo mejor, por poner un ejemplo, tú te hallas tras la puerta de mi habitación dando vueltas como un león enjaulado mientras piensas lo mucho que odias a Randa, y lo único que percibiré es que estás dando vueltas... hasta que tus pensamientos se centren en mí. Será entonces cuando sepa lo que sientes.
Ese hecho era el que provocaba que se sintiera traicionada por un amigo. No, nada de eso; era la víctima de un traidor que fingía ser un amigo. Le había parecido tan maravilloso, tan benévolo, tan comprensivo... ¿Cómo no iba a serlo, si siempre sabía lo que ella pensaba, lo que sentía? La simulación perfecta de la amistad.
—No, no —insistió Po—. Habré mentido, Katsa, pero mi amistad no ha sido fingida. He sido tu amigo de verdad.
De modo que seguía leyéndole el pensamiento.
—Basta —barbotó ella—. Basta ya. ¡Cómo te atreves, traidor, impostor, grandísimo...!
No se le ocurrían vocablos lo bastante fuertes para calificarlo. Y entonces Po sí bajó la vista con tristeza, y Katsa comprendió que había captado a la perfección lo que ella sentía. Estaba cruelmente agradecida a su gracia por el hecho de que le transmitiera su estado de ánimo que ella no sabía expresar con palabras. Desfigurado el semblante por la congoja, el lenita se desplomó sobre la mesa.
—Tan sólo dos personas saben que mi gracia es ésta —susurró—: mi madre y mi abuelo. Y ahora también lo sabéis Raffin y tú. Pero ni mi padre ni mis hermanos están al corriente. Mi madre y Tealiff me prohibieron decírselo a nadie cuando, siendo niño, se lo revelé.
Bien. Ella se ocuparía de arreglar eso. Porque Giddon tenía razón, aunque no hubiera detectado el porqué: Po no era de fiar, y la gente tenía que saberlo; se lo diría a todo el mundo.
—Si lo haces, me arrebatarás la libertad que tengo. Me arruinarás la vida —musitó Po.
Katsa lo miró, pero la imagen del hombre se le emborronó a causa de las lágrimas que le anegaban los ojos. Tenía que irse; tenía que salir de esa habitación porque quería golpearlo como había prometido que no haría nunca. Quería hacerle daño por ocupar un lugar en su corazón, que no le habría entregado si hubiera sabido la verdad.
—Me mentiste.
Dio media vuelta y salió corriendo del laboratorio.
* * *
Helda se tomó con calma los ojos humedecidos y el silencio de Katsa.
—Espero que nadie esté enfermo, mi señora —dijo, y se sentó en el borde de la tina para enjabonar los enredos del cabello de la joven.
—No, no hay nadie enfermo.
—Entonces, ha pasado algo que la ha disgustado; será a causa de alguno de sus jóvenes acompañantes. Sí, uno de sus acompañantes, uno de sus amigos.
La lista de sus amigos, sin embargo, estaba menguando de pocos a menos.
—He desobedecido al rey —dijo—. Se pondrá furioso conmigo.
—¿Ah, sí? Pero eso no explica el dolor que reflejan sus ojos. Tiene que ser a causa de alguno de esos jóvenes.
Katsa guardó silencio. Al final iba a resultar que todo el mundo en el castillo sabía leer el pensamiento. Todo el mundo sabía lo que le pasaba, mientras que ella no se enteraba de nada.
—Si el rey está enfadado con usted y si ha surgido algún problema con uno de sus jóvenes acompañantes, tiene que estar especialmente guapa esta noche. Se pondrá el vestido rojo.
La lógica de Helda casi hizo reír a la joven, pero la risa se le convirtió en un nudo en la garganta. Esa noche sería la última que pasaría en la corte. Se marcharía para siempre porque no quería seguir allí más tiempo soportando la cólera de su tío, el sarcasmo y el orgullo herido de Giddon y, sobre todo, la traición de Po.
* * *
Un poco más tarde, cuando Katsa ya estaba vestida y Helda se debatía con el cabello todavía húmedo de la joven delante de la chimenea, llamaron a la puerta. A Katsa le dio un vuelco el corazón porque podía ser un mayordomo que traía un recado de que se presentara ante el rey; o, peor aún, si se trataba de Po, que venía a leerle la mente y a herirla otra vez con sus explicaciones y sus excusas. Pero cuando Helda abrió la puerta, regresó acompañada de Raffin.
—No es quien yo esperaba —dijo el ama, que enlazó las manos sobre el vientre y soltó una risita.
—He de hablar con él a solas, Helda.
La joven se presionó las sienes con los dedos. El ama se marchó y Raffin se sentó en la cama con las piernas encogidas, como hacía de pequeño, como tantas veces habían hecho los dos para hablar y reír. Pero Raffin no reía ahora; ni hablaba. Hecho un lío de brazos y piernas, siguió observándola, mientras ella permanecía sentada en la silla, junto a la chimenea. El rostro cariñoso y entrañable del muchacho rebosaba preocupación.
—Ese vestido te favorece, Katsa —dijo—. Te hace resplandecer los ojos.
—Helda cree que un vestido resolverá todos mis problemas.
—Tus problemas se han multiplicado desde que te fuiste de la corte. He hablado con Giddon.
—Ah, Giddon...
Hasta el nombre la hastiaba.
—Sí, él. Y me contó lo que ha ocurrido con lord Ellis. En serio, Katsa, la cosa es grave, muy grave. ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. Aún no lo he decidido.
—En serio, Katsa.
—¿Por qué no dejas de repetir lo mismo? Supongo que piensas que debería haber torturado a ese tipo por no hacer nada malo, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Hiciste lo correcto; claro que hiciste lo correcto.
—Y el rey no me controlará más. No volveré a ser su alimaña domada.
—Kat, Kat —Raffin rebulló y suspiró—, veo que has tomado una decisión y sabes que haré cuanto esté en mi mano para que no descargue su ira contra ti. Estoy siempre de tu parte en todo lo concerniente a Randa. Lo que pasa es que... Es que...
No hacía falta que se lo dijera. Sucedía que Randa no prestaba atención a su hijo, ese apotecario que preparaba medicinas. Raffin pintaba muy poco mientras su padre viviera.
—Lo que pasa es que estoy muy preocupado por ti, Katsa; todos lo estamos. Giddon está desesperado.
—Otra vez Giddon... Me propuso matrimonio, ¿sabes?
—¡Diantre! ¿Antes o después de que vieseis a Ellis?
—Después. —Gesticuló con impaciencia—. Cree que el matrimonio es la solución a todos mis problemas.
—Mmmm... Bueno, ¿y qué ocurrió?
¿Y le preguntaba que qué ocurrió? A la joven le entraron ganas de reír, aunque maldita la gracia que tenía el asunto.
—Empezó mal, fue a peor y acabó al darme cuenta de que Po es un mentalista. Y un embustero —explicó. Raffin abrió la boca para decir algo, pero la cerró; los ojos rebosaban ternura.
—Querida Katsa —dijo por fin—, has tenido unos días muy duros a costa de Randa, Giddon y Po.
Y el que hacía referencia a Po, el peor, aunque todo el peligro radicaba en Randa. Si tuviera elección, sería la herida infligida por el lenita la que borraría; Randa jamás podría hacerle tanto daño como Po.
Se quedaron callados, en medio del silencio que sólo rompía el crepitar de la leña en el hogar. La idea de encender la chimenea, un derroche porque el frío apenas se notaba, había sido cosa de Helda, con la intención de que el cabello se le secara a Katsa más deprisa, así que habían echado unos buenos leños al fuego. El cabello le caía ahora, en ondas por los hombros; se lo recogió por detrás de las orejas y se lo sujetó haciéndose un nudo con él.
—La gracia de Po ha sido un secreto desde que era pequeño, Kat.
De modo que, al fin, le iban a dar explicaciones. Apartó la vista de su primo y se preparó para aguantar lo que le explicara.