Po sostuvo el envoltorio contra la mejilla, y gimió.
—Esto me va a doler durante días.
—Po...
—Te lo dije antes, Katsa. No lucharé nunca contigo cuando estés enfadada. No pienso resolver a golpes nuestras discrepancias. —Retiró el hielo y se tocó con suavidad la cara. Gimió otra vez y volvió a ponerse encima el hielo—. Lo que hacemos en la sala de entrenamientos es para ayudarnos el uno al otro, no para usarlo en contra del otro. Somos amigos, Katsa.
Faltó poco para que a Katsa se le saltaran lágrimas de vergüenza. Era algo tan elemental, tan obvio... Esas cosas no se le hacían a un amigo, pero ella lo había hecho.
—Somos demasiado peligrosos el uno para el otro, Katsa. Y aun en el caso de que no lo fuéramos, no estaría bien.
—No volveré a hacerlo, lo juro.
Los ojos de Po buscaron los de la joven, y se miraron fijamente.
—Sé que lo cumplirás, Katsa. Gata montesa. No te culpes. Esperabas que me defendiera y ofreciera resistencia. En caso contrario, no me habrías golpeado.
Ella pensó que, pese a ello, tendría que haber supuesto lo que pasaría.
—Ni siquiera fuiste tú quien me enfureció. Fue él.
—¿Qué crees que ocurriría si te negaras a cumplir las órdenes de Randa?
En realidad no lo sabía. Pero imaginó a su tío mofándose de ella y dirigiéndole palabras rebosantes de desprecio.
—Si no hago lo que quiere, se enfadará. Y si él se encoleriza, a mí me ocurrirá lo mismo, y me entrarán ganas de matarlo.
—Mmmm... —Po ejercitó la mandíbula abriendo y cerrando la boca—. Te asusta lo que serías capaz de hacer si montas en cólera. —Katsa se quedó perpleja porque aquellas palabras le parecieron muy acertadas: tenía miedo de su propia cólera—. La cuestión es que Randa ni siquiera merece que te enfades; no es más que un matón que intimida con amenazas.
Katsa soltó un sonoro resoplido, y repuso:
—Un matón que manda cortar dedos a la gente o romperle los brazos.
—Si tú dejas de hacerlo, no lo será; gran parte de su poder radica en ti.
O sea que le daba miedo su propia cólera... Katsa lo repitió para sus adentros una y otra vez. Le daba miedo lo que podría hacerle al rey si perdía los estribos, y con razón; sólo había que mirar a Po, que ya tenía la mandíbula enrojecida y se le empezaba a inflamar. De hecho, había aprendido a controlar su habilidad, pero no sabía dominar su ira, lo cual significaba que aún no era capaz de controlar su gracia.
—¿Podemos volver a la mesa? —preguntó el príncipe, ya que ambos seguían sentados en el suelo.
—Deberías ir a ver a Raff —sugirió ella—, aunque sólo sea para estar seguros de que no tienes nada roto. —Bajó la vista—. Perdóname, Po.
El hombre se puso en pie, le tendió la mano y la ayudó a levantarse.
—Estás perdonada, señora.
—Qué raros sois los lenitas. —Katsa no daba crédito a la generosidad de aquel hombre—. Vuestras reacciones no se parecen en nada a las que tendría yo: tú, tan sereno, aunque te he hecho mucho daño; la hermana de tu padre, con esa forma extraña de demostrar su pesar...
—¿A qué te refieres? —preguntó él, extrañado.
—¿Cómo? ¿No es la reina de Monmar hermana de tu padre?
—Sí, sí, claro. Pero ¿qué ha hecho?
—Se dice que dejó de comer cuando se enteró de la desaparición de tu abuelo. ¿Acaso no lo sabías? Y después se encerró con su hija en sus aposentos y no ha dejado entrar a nadie, ni siquiera al rey.
—Que no ha dejado entrar al rey —repitió él con la perplejidad patente en la voz.
—Ni a nadie —remachó Katsa—, salvo a su camarera para que les lleve las comidas.
—¿Por qué no me lo has contado hasta ahora?
—Di por sentado que lo sabías y no suponía que la noticia te importara tanto. ¿La aprecias mucho? —Po observaba la mesa, el desorden del hielo medio deshecho y las viandas a medio comer, pero tenía la expresión ausente y preocupada—. Po, ¿qué ocurre?
—No es el comportamiento propio de Cinérea —contestó el príncipe al tiempo que negaba con la cabeza—. Pero no importa. He de encontrar a Raffin o a Bann.
—Me estás ocultando algo.
Katsa intentó mirarlo a los ojos.
—¿Cuánto tiempo estarás ausente para cumplir el encargo de Randa? —preguntó Po, que esquivó la mirada.
—Unos pocos días, imagino.
—Cuando vuelvas tengo que hablar contigo.
—¿Por qué no hablamos ahora?
—Porque debo pensar en ello. He de resolver una cuestión.
¿Por qué ese desasosiego? ¿Por qué miraba cualquier cosa —la mesa, el suelo—, pero no a ella? Era preocupación por la hermana de su padre... Preocupación por la gente que le importaba. Porque así era el lenita; un amigo de verdad. Por fin la miró y esbozó una sonrisa forzada que no se le reflejó en los ojos.
—No seas tan considerada conmigo, Katsa. Ninguno de los dos es el amigo perfecto.
Después se fue a buscar a Raffin, y la joven se quedó inmóvil, fija la vista en el lugar donde se hallaba él un momento antes. Trató de desechar la sensación espeluznante de que Po acababa de contestar a algo que ella había pensado, en vez de responder a una pregunta que hubiera formulado.
T
ampoco era la primera vez que se iba dejándola con esa sensación. Y es que había algo en Po muy especial. A veces sabía lo que ella pensaba antes incluso de manifestarlo; le bastaba con mirarla desde el otro lado de la mesa para percibir que estaba enfadada y cuál era la razón, o bien que había llegado a la conclusión de encontrarlo atractivo.
Raffin le había comentado que no era observadora. En cambio, Po lo era y también, hablador. Quizá por eso se llevaban bien. No hacía falta que Katsa le explicara nada, y Po le contaba las cosas sin que ella tuviera que preguntárselas. Nunca había conocido a alguien con quien pudiera comunicarse tan abiertamente; eso daba una idea de lo poco acostumbrada que estaba al fenómeno de la amistad.
Meditó sobre todas esas particularidades mientras los caballos los conducían hacia el oeste y hasta que las colinas se fueron allanando y dieron paso a grandes planicies herbosas; a partir de entonces, el placer de cabalgar a toda velocidad por terreno llano la distrajo.
Giddon estaba de buen humor porque se encontraban en su comarca. Por ese motivo, visitarían su feudo de camino a otro predio que había un poco más lejos; harían noche en el castillo del noble, primero en el viaje de ida, y después, por segunda vez, en el de regreso. Giddon cabalgaba deprisa, con vehemencia; para variar, aunque a Katsa no le seducía su compañía, no pudo protestar por el paso que llevaban.
—Es un tanto embarazoso que el rey le haya pedido que castigue a su vecino ¿verdad, mi señor? —comentó Oll cuando se detuvieron a mediodía para descansar.
—Lo es —reconoció Giddon—. Lord Ellis es un buen vecino. No concibo qué lo ha empujado a originar ese problema con Randa.
—Bueno, está protegiendo a sus hijas —comentó Oll—. Eso no se lo reprocharía ningún hombre. Enemistarse con el rey ha sido cuestión de mala suerte.
Randa había hecho un trato con un señor feudal norgando que no lograba encontrar esposa, porque su feudo se hallaba en la región central del sur de Nordicia, precisamente en la ruta que utilizaban los grupos oestenses y elestinos en sus correrías. Por lo tanto, se trataba de un lugar peligroso, sobre todo para una mujer, y además, deshabitado, en el que ni siquiera se encontraban suficientes criados, pues los asaltantes robaban y mataban a muchos de los que se dedicaban a tales menesteres en ese predio. El señor feudal estaba desesperado por desposarse, tanto que hasta hubiera renunciado a la dote de la mujer. Así las cosas, el rey Randa le propuso encargarse de buscarle novia con la condición de que dicha dote pasara a sus arcas.
Lord Ellis tenía dos hijas en edad casadera; dos hijas y dos dotes enormes. Así pues, Randa le ordenó a Ellis que eligiera a cuál de ellas prefería enviar a Nordicia para casarla allí.
«Que sea la que tenga más temple, porque éste no es un matrimonio para pusilánimes», escribió el monarca. Lord Ellis se negó en redondo a hacer tal elección, y respondió así al rey:
«Ambas son animosas y resueltas, pero no enviaré a ninguna de las dos a los páramos desolados de Nordicia. Su majestad es más poderoso que nadie, pero no creo que tenga potestad para forzar un matrimonio por conveniencia propia.»
Katsa se quedó boquiabierta cuando Raffin le contó lo que lord Ellis decía en la carta. Era un hombre valiente; tan valiente como cualquiera de los que se habían enfrentado a Randa. El rey quería que Giddon hablara con Ellis, y si no daba resultado, deseaba que Katsa le hiciera daño en presencia de sus hijas, a fin de que alguna de ellas se ofreciera en matrimonio para protegerlo. Randa esperaba que regresaran a la corte con cualquiera de las dos... Y con la dote.
—Se nos ha encomendado una misión cruel, mi señor —opinó Oll—. Incluso si Ellis no fuera su vecino, seguiría siendo una crueldad.
—Sí, es cierto —reconoció Giddon—. Pero no se me ocurre cómo eludir la encomienda del rey.
Se sentaron en un afloramiento rocoso y comieron pan y fruta. Katsa contemplaba la crecida hierba que se mecía en derredor. El viento la empujaba, la atraía, la aplastaba en un sitio, y después, en otro; se erguía, se aplanaba y volvía a erguirse. Ondeaba como el agua.
—¿Es el mar así? —preguntó Katsa. Los dos hombres la observaron sorprendidos—. ¿Se mueve como la hierba?
—Se asemeja, mi señora —contestó Oll—, pero es diferente. El mar produce ruidos impetuosos y es gris y frío. Pero el movimiento se parece un poco a éste, sí.
—Me gustaría ver el mar —murmuró la joven, y Giddon la miró con incredulidad—. ¿Qué pasa? ¿Acaso he dicho algo raro?
—Lo raro es que lo digas tú. —El noble recogió el pan y la fruta, y se puso de pie—. El luchador lenita te está llenando la cabeza de ideas románticas. Dicho esto, se dirigió a buscar a su caballo.
Katsa pasó por alto el comentario para no preguntarse qué ideas tendría él acerca del romanticismo, de su conveniencia, o de sus celos, y cabalgó sin descanso por las planicies, a toda velocidad, imaginando que surcaba las olas del mar.
* * *
Resultó más difícil hacer caso omiso de Giddon una vez que hubieron llegado a su castillo, de murallas altas, grises e imponentes. Numerosos sirvientes salieron al soleado patio para recibir a su señor, haciéndole reverencias, y el noble se dirigió a cada uno de ellos por su nombre y se interesó por el grano almacenado en los depósitos, por los asuntos del castillo o por el puente que se estaba reparando. Allí era un auténtico rey, y a Katsa no le pasó inadvertido lo a gusto que se encontraba en ese papel y cómo le gustaba que su servidumbre se alegrara de verlo de nuevo.
Los criados de Giddon siempre se mostraban atentos con Katsa cuando estaba en la corte del noble: le preguntaban si necesitaba algo, le encendían la chimenea y le llevaban agua para que pudiera asearse, y cuando se cruzaba con ellos por los pasillos, la saludaban.
En ningún otro sitio la trataban así, ni siquiera en su propio hogar. Se le ocurrió pensar que, naturalmente, Giddon
habría
dado órdenes específicas a sus criados de que la trataran como a una dama, sin tenerle miedo, y si se lo tenían, debían fingir que no era así. El noble había hecho todo eso por ella. Comprendió que la servidumbre debía de considerarla su futura señora porque, si todo el mundo en la corte de Randa estaba al corriente de los sentimientos de Giddon, sus criados también habrían interpretado las señales.
Sin embargo, al estar enterada de que todos esperaban algo de ella a lo que nunca accedería, no sabía cómo comportarse en el castillo. Y suponía que se sentirían aliviados cuando descubrieran que no se casaría con Giddon; respirarían hondo y sonreirían, preparándose la mar de contentos para acoger a cualquier dama inofensiva que resultara elegida como segunda opción. Pero quizá sólo deseaban para su señor lo que éste anhelaba tener.
Las expectativas de Giddon la dejaban pasmada. No le entraba en la cabeza que fuera tan insensato para haberse enamorado de ella, aunque todavía no estaba convencida de que tal cosa fuera verdad.
* * *
Oll se mostraba cada vez más taciturno por el asunto de lord Ellis.
—Es una atrocidad lo que el rey nos ha ordenado que hagamos —dijo el jefe de espías mientras cenaban en el comedor privado de Giddon, atendidos por un par de criados—. No recuerdo que nos haya encargado nunca una tarea tan tremenda.
—Lo ha hecho —lo contradijo Giddon—. Y las hemos llevado a cabo. Y tú nunca te expresaste en estos términos.
—Es que parece... —Oll se interrumpió, y contempló con aire ausente las paredes adornadas con ricos tapices rojos y dorados—. Parece una misión que el Consejo no toleraría, sino que, por el contrario, enviaría a alguien para proteger a esas muchachas, precisamente, de nosotros.
Giddon pinchó una patata con el tenedor y la masticó mientras le daba vueltas a lo que había dicho Oll.
—No podemos realizar ningún trabajo para el Consejo si no obedecemos también las órdenes de Randa, y no seremos útiles a nadie si estamos metidos en las mazmorras —concluyó el noble.
—Sí. Pero de cualquier modo, no me parece bien.
Cuando la cena tocaba a su fin, Giddon estaba tan taciturno como Oll. Katsa observaba el anguloso rostro del capitán y su expresión de inconformidad, y cómo los colores dorados y rojos de los tapices se reflejaban en el cuchillo de Giddon al cortar éste la carne. Los dos hombres hablaban en voz baja y mostraban su preocupación mientras intercambiaban opiniones y comían. No querían cumplir el encargo de Randa. Y mientras Katsa los observaba y escuchaba, maquinó alguna forma de frustrar las instrucciones del rey.
* * *
Po le había dicho a Katsa que estaba en sus manos oponerse a Randa y tal vez era cierto, pero no sucedía lo mismo en el caso de Oll ni de Giddon porque el rey tenía modos de castigarlos que no servirían con ella. Porque, ¿cómo la castigaría? Quizás utilizaría el ejército en pleno para forzarla a entrar en las mazmorras, o a lo mejor la mataba administrándole veneno en la cena alguna noche, en vez de luchando. Si la consideraba un peligro, o si no le era útil, a buen seguro que la encarcelaría o la mataría.
¿Y si al regresar a la corte sin la hija de Ellis, la ira del rey inflamaba su propia ira? ¿Qué pasaría si se plantaba ante su tío y la cólera se apoderaba de ella, controlaba manos y pies, y era incapaz de dominarla? ¿Qué sería capaz de hacer?