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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (15 page)

BOOK: Graceling
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Daba igual. Cuando Katsa despertó a la mañana siguiente en el cómodo lecho del castillo de Giddon, tuvo el convencimiento de que no importaba lo que Randa le hiciera ni lo que ella le hiciera a Randa. Porque si se veía obligada a causarle daño a lord Ellis ese día, como deseaba su tío, se encolerizaría; es más, por el mero hecho de pensarlo ya se estaba enfureciendo. La ira que originaría en ella atormentar a lord Ellis no sería menos catastrófica que la que sentiría si no obedecía al rey, y éste tomaba represalias. Pero no lo haría, no torturaría a un hombre que lo único que intentaba era proteger a sus hijas.

Desconocía qué consecuencias tendría su decisión, pero estaba segura de que ese día no haría daño a nadie. Apartó a un lado las mantas y se centró en el momento presente.

* * *

Giddon y Oll preparaban las alforjas y los caballos con desgana, dando largas al asunto.

—A lo mejor conseguimos convencerlo para que acepte un acuerdo —insinuó Giddon con voz poco convincente.

—¡Bah! —espetó Oll por toda respuesta.

El castillo de lord Ellis se encontraba a unas pocas horas de distancia a caballo. Cuando llegaron, un mayordomo los condujo a una enorme biblioteca, donde su amo se hallaba sentado ante un escritorio. Los libros cubrían las paredes, pero algunos de ellos estaban colocados en anaqueles tan altos, que sólo se llegaba a ellos mediante escaleras de mano —de madera noble de color oscuro—, apoyadas en las estanterías. Decidido y con la cabeza bien alta, lord Ellis se puso de pie al verlos entrar. Era un hombre menudo, de encrespada mata de cabello oscuro y manos pequeñas que apoyó muy abiertas sobre el escritorio.

—Sé por qué has venido, Giddon —dijo.

Sintiéndose cada vez más incómodo, el aludido carraspeó.

—Queremos hablar contigo, Ellis, y con tus hijas.

—No permitiré que entren mis hijas estando vosotros presentes —repuso Ellis, y desvió la vista hacia Katsa.

No se inmutó ante la mirada de la joven, y por ello, se apuntó otro tanto a su favor. Había llegado el momento de que la muchacha interviniera; comprobó que, en la estancia, había tres sirvientes pegados contra la pared, de pie e inmóviles, y dijo:

—Lord Ellis, si le importa en algo la seguridad de sus criados, mándelos salir de esta habitación.

Giddon la miró de reojo, obviamente sorprendido porque ése no era su modo de actuar habitual.

—Katsa...

—No me haga perder tiempo, lord Ellis —apremió la joven—. Los sacaré yo si no los hace salir usted.

Lord Ellis indicó la puerta a sus criados y les ordenó:

—Idos. Idos y no permitáis que entre nadie; ocupaos de vuestros quehaceres.

Lo más probable es que esos quehaceres tuvieran que ver con sacar de inmediato a las hijas del noble del recinto del castillo, si es que las muchachas estaban en él; a Katsa le parecía que aquel caballero era del tipo de hombre que se habría preparado para lo que iba a ocurrir. Cuando la puerta se cerró, la joven hizo callar con un gesto a Giddon, y éste le dirigió una mirada entre irritada y desconcertada, pero ella la ignoró.

—Lord Ellis, el rey quiere que lo convenzamos para que mande a una de sus hijas a Nordicia. Pero supongo que no es probable que tengamos éxito.

—Correcto.

La expresión de Ellis se había endurecido y seguía sosteniéndole la mirada a Katsa.

—Está bien. —La joven asintió con la cabeza—. De fallar ese intento, Randa quiere que lo torture hasta que una de sus hijas se ofrezca para contraer matrimonio.

—Ya me lo imaginaba.

El semblante de Ellis no se demudó ni cambió.

—Katsa, ¿qué estás haciendo? —preguntó Giddon en voz baja.

—El rey... —continuó diciendo la joven, y entonces sintió que le subía a la cabeza un golpe de sangre tal, que tuvo que rozar con los dedos el escritorio buscando estabilidad—. El rey es rey en ciertas cosas, pero en ésta, no lo es. Desea intimidarlo a usted, aunque no se encarga en persona de hacerlo, sino que recurre a mí. Y yo... —Se sintió fuerte de repente, se apartó del escritorio y aguantó el tipo, erguida—. No pienso obedecer a Randa. No voy a obligarles ni a usted ni a sus hijas a hacer lo que ordena. Mi señor, puede hacer lo que guste.

El silencio se adueñó de la biblioteca. Desorbitados los ojos de estupefacción, Ellis se apoyaba en el escritorio descargando en éste todo el peso del cuerpo, como si el peligro lo hubiera fortalecido antes y su ausencia lo hubiera debilitado. Al lado de Katsa, Giddon parecía haberse quedado sin respiración, y cuando la joven lo miró vio que estaba boquiabierto. Oll, un poco más apartado de ellos, tenía una expresión afable y preocupada a la vez.

—Bien —dijo lord Ellis—. Esto ha sido en verdad sorprendente, mi señora. Muchas gracias, mi señora. De hecho, por mucho que se lo agradezca nunca será suficiente.

Katsa pensaba que nadie tendría que darle las gracias por no hacerle daño. Dar una alegría era de agradecer, pero causar dolor sólo merecía el desprecio. De modo que no causar ni lo uno ni lo otro, no era ni lo primero ni lo segundo, y al quedar en nada no había nada que agradecer.

—No tiene que agradecérmelo —replicó—, porque me temo que mi decisión no pondrá término a sus problemas con Randa.

—Mi señora, ¿está segura de que es esto lo que desea hacer? —preguntó Oll.

—¿Qué te hará Randa? —instó Giddon.

—Sea lo que fuera, la respaldaremos —aseguró Oll.

—No, no me respaldaréis —se opuso la joven—. Debo actuar sola en este asunto. Randa ha de creer que tú y Giddon intentasteis obligarme a cumplir sus órdenes, pero no lo conseguisteis.

Se preguntó si debería golpearlos o herirlos para que todo resultara más convincente.

—Pero es que nosotros tampoco queríamos cumplir esta encomienda —afirmó el noble—. Fue la conversación que sostuvimos el capitán y yo, anoche, lo que te indujo a tomar esta decisión. No podemos quedarnos de brazos cruzados y permitir que tú...

—Si se entera de que le habéis desobedecido os meterá en prisión, u os matará —Katsa hablaba despacio—. Pero a mí no puede hacerme daño del mismo modo que a vosotros. Dudo que ni siquiera toda su guardia fuera capaz de prenderme. Y si lo hiciera, al menos yo no tengo un predio que depende de mí, como te ocurre a ti, Giddon, ni tengo esposa como tú, Oll.

Al noble se le había ensombrecido el semblante; abrió la boca para replicarle, pero Katsa se le anticipó.

—Ninguno de los dos será de utilidad si os prenden. Raffin os necesita, y yo, esté donde esté, también os necesitaré.

—No voy a... —trató de oponerse Giddon.

Se lo haría entender, se abriría paso a través de su cerrilidad y lograría que lo comprendiera. Así que dio un palmetazo en el escritorio con tanta fuerza que los papeles saltaron y cayeron en cascada al suelo, y los amenazó:

—Mataré al rey. Lo mataré a menos que los dos accedáis a no respaldarme. Esta rebelión es mía y sólo mía, y si no estáis de acuerdo, os juro por mi gracia que acabaré con el rey.

Ignoraba si sería capaz de cumplir esa amenaza, pero debía aparentar estar tan fuera de sí que creyeran que lo haría. Entonces le conminó a Oll:

—Di que aceptas.

—Estoy a sus órdenes, mi señora —contestó el capitán, después de un carraspeo.

Entonces Katsa se encaró al joven noble.

—Responde, Giddon.

—No me gusta esto —replicó él.

—Giddon...

—Lo que tú digas —aceptó al fin, clavada la vista en el suelo, sonrojado y sombrío.

Katsa se dirigió entonces al señor del feudo:

—Lord Ellis, si Randa descubre que el capitán Oll o lord Giddon accedieron a mi petición de buen grado, sabré que usted ha hablado. Y mataré a sus hijas, ¿entendido?

—Perfectamente, mi señora. Y, de nuevo, gracias.

Se le hizo un nudo en la garganta al oír que le daba las gracias otra vez, después de haber realizado una amenaza tan brutal. Pensó que, cuando se es un monstruo, la gente te hace cumplidos y te da las gracias por no comportarte como tal. Le gustaría que refrenar la crueldad no le reportara la admiración de los demás.

—Y ahora, estando sólo nosotros presentes en esta habitación —determinó la joven— idearemos los detalles de la versión que se explicará de lo que ha ocurrido hoy aquí.

* * *

Igual que la noche anterior, cenaron en el comedor del castillo de Giddon. Éste le había dado permiso a Katsa para que le hiciera un corte en el cuello con el cuchillo, y Oll la había autorizado a que le diera un puñetazo en el pómulo, que le quedó magullado. Habría hecho tanto una cosa como la otra, aunque no se lo hubieran permitido, porque estaba segura de que Randa querría encontrar pruebas de la reyerta. Los dos hombres se dieron cuenta de la conveniencia de esa medida, o tal vez supusieron que la joven la pondría en práctica de cualquier modo, tanto si estaban o no de acuerdo con ella. Así pues, aguantaron firmes y muy valientes. A Katsa no le gustó nada llevar a cabo esos detalles del plan pero, controlando sus facultades, procuró causarles el menor daño posible.

Apenas hablaron durante la cena. Katsa partió un trozo de pan, lo masticó y se lo tragó. Luego miró con fijeza el tenedor y el cuchillo que tenía en las manos, e hizo otro tanto con la copa de plata que tenía delante.

—El noble destino... —dijo. Los hombres alzaron de sopetón la vista de los respectivos platos—. ¿Os acordáis del noble que taló más árboles de la cuenta del bosque de Randa? —Ambos asintieron—. Bien, pues no le hice daño. Es decir, lo dejé inconsciente de un golpe, pero no lo mutilé. —Soltó el cuchillo y el tenedor y miró alternativamente a sus dos compañeros—. No fui capaz; no pude hacerle daño. Pagó su infracción más que de sobra con oro.

Se la quedaron mirando unos instantes, y después Giddon bajo la vista al plato mientras Oll se aclaraba la garganta y decía:

—Tal vez el trabajo que hacemos para el Consejo nos ha conectado con lo mejor de nuestra naturaleza.

Katsa utilizó de nuevo los cubiertos, cortó un trozo de carne de carnero y recapacitó sobre lo que había dicho Oll. Ella conocía bien su propia naturaleza. La reconocería si se encontraran cara a cara: un monstruo con un ojo azul y otro verde; una bestia feroz, lobuna, que gruñiría amenazadoramente y acometería incluso contra amigos empujada por una furia incontrolable, una asesina que actuaría como canal conductor de la ira del rey. Por otro lado, era un monstruo extraño porque, bajo la capa de crueldad que lo cubría, se asustaba y se horrorizaba ante su propia violencia. Asimismo, se castigaba por su salvajismo y, a veces, no tenía valor para aplicar dicha violencia y se rebelaba de plano contra ella.

Un monstruo, en definitiva, que de vez en cuando se negaba a comportarse como tal. Y cuando una bestia dejaba de actuar como lo que era, ¿dejaba de serlo? ¿Acaso se convertía en otra criatura?

Quizá no sabría reconocer su propia naturaleza, después de todo.

Esa noche, en el comedor del castillo de Giddon, había demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Le habría gustado estar viajando con Raffin o con Po, en lugar de ir con sus dos compañeros actuales; ellos habrían tenido respuestas de un tipo o de otro.

Tenía que guardarse de usar su gracia estando encolerizada, porque era en ese caso cuando su naturaleza se rebelaba.

* * *

Acabada la cena, Katsa fue al campo de tiro con arco esperando que el seco impacto de las flechas al clavarse en la diana le calmara su agitación interior. Y allí la encontró Giddon.

La joven buscaba la soledad, pero cuando el noble salió de entre las sombras, pisando fuerte y tranquilo, deseó encontrarse en un gran salón en el que hubiera cientos de personas, aunque se tratara de una fiesta, y llevara un vestido horrible y unos zapatos más espantosos todavía. Un baile, eso es. O en cualquier otro sitio, menos estar a solas con él en aquel lugar, donde nadie se encontraría casualmente con ellos ni nadie los interrumpiría.

—Estás disparando flechas a una diana en la oscuridad —comento él.

La joven bajó el arco. Suponía que ésa era otra de sus críticas, y como no se le ocurría qué contestar, todo cuanto dijo fue:

—Sí.

—¿Tienes tan buena puntería disparando en la oscuridad como cuando hay luz?

—Sí —repitió, escueta; él sonrió y eso le puso nerviosa.

Si Giddon se hacía el simpático, temía el derrotero que tomaría la conversación; por ello, teniendo que estar juntos y sin ninguna compañía, hubiera preferido que fuera arrogante, criticón y desagradable.

—No hay nada que no seas capaz de hacer, Katsa.

—No seas ridículo.

Al parecer, estaba resuelto a no discutir. Sonrió otra vez y se apoyó en la valla de madera que separaba el pasillo ocupado por Katsa de los demás.

—¿Qué crees que pasará mañana cuando lleguemos a la corte de Randa? —preguntó el noble.

—A decir verdad, no lo sé. Pero él se encolerizará mucho.

—No me gusta que me protejas de su cólera, Katsa; no me gusta en absoluto.

—Lo siento, Giddon. Y siento también el corte en el cuello. ¿Volvemos al castillo?

Se sacó por encima de la cabeza la correa de la aljaba, y soltó ésta en el suelo. Él la observaba en silencio, y a Katsa la asaltó un atisbo de pánico.

—Tendrías que permitirme que fuera yo quien te protegiera —dijo Giddon.

—No puedes protegerme del rey. Sería funesto para ti, además de una pérdida inútil de energía. Regresemos al castillo.

—Cásate conmigo, y nuestro matrimonio te amparará.

Bueno, pues ya se lo había dicho, como lo predijo Po, y le produjo el mismo efecto que el impacto de un puñetazo del lenita en el estómago. No sabía dónde mirar ni podía estarse quieta; se llevó la mano a la cabeza, pero al punto la bajó para posarla en la valla de madera. En aquel momento deseó con todas sus fuerzas ser capaz de pensar.

—Nuestro matrimonio no me protegería, porque Randa no me perdonaría por el mero hecho de haberme casado —arguyó al fin.

—Pero se mostraría más indulgente —argumentó Giddon—. Nuestro compromiso le ofrecería una alternativa, pues sería peligroso para él castigarte, y lo sabe. Si anunciamos que vamos a casarnos, puede enviarnos lejos de la corte, aquí, por ejemplo, y así estarías fuera de su alcance y él lo estaría fuera del tuyo. Pero en cambio, habría una aparente buena relación entre vosotros.

Claro, y estaría casada con Giddon, precisamente. Sería su esposa, la señora de su casa; la encargada de atender a sus malditos invitados; la que tendría que contratar y despedir a sus sirvientes basándose en unas buenas aptitudes para la repostería o cualquier otra estupidez. Él esperaría que le diera hijos y se quedara en casa para cuidarlos con amor. Y ella iría al lecho de Giddon por las noches y yacería con un hombre que se tomaba como una afrenta personal que alguien le hiciera un arañazo en la cara; un hombre que se consideraba su protector... ¡Ah, sí, su protector! ¡Pero si lo vencería en duelo, aunque usara un palillo contra su espada!

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