—¿Así que ingresarás en el primer ciclo de secundaria Q?
—Sí, a partir de septiembre. ¿No es fantástico? Iremos al mismo colegio.
—¿Cuándo has vuelto?
—Mmm, hace una semana, más o menos. Papá vuelve a casarse, ¿sabes?
Lo dijo con indiferencia, sin rastro de amargura, como si ahora que a ella las cosas le iban bien no hubiera ningún problema más en el mundo.
—¿Cómo está el abuelo?
Agarrando con fuerza el teléfono, me volví para mirarlo. Estaba absorto con sus bonsáis, ajeno por completo a la conversación que se desarrollaba justo a su lado. Últimamente parecía más calmado.
—Está bien.
—Mmm. —La respuesta de Yuriko, si es que se podía llamar así, reveló su completa impasibilidad—. Me alegro mucho de no haber ido a vivir contigo en el distrito P. Intentaré arreglármelas por mi cuenta aquí.
Sí, claro, como que iba a estar por su cuenta. Menuda farsa. Harta de aquella conversación, colgué, desalentada.
L
os sucesos que he referido hasta ahora son aquellos que viví personalmente. Yuriko y Kazue, así como el padre de ella, todavía siguen vivos en mi memoria. Es una versión parcial, pero ¿qué esperabais? La única que queda para relatar lo que sucedió soy yo, y aquí estoy, vivita y coleando, trabajando para la oficina del distrito. Mi abuelo, como ya he dicho, tiene Alzheimer, y está disfrutando del País de Nunca Jamás, donde ni el tiempo ni el espacio tienen la menor importancia. Ni siquiera recuerda que antes se dedicaba a los bonsáis. Vendió su querido roble y su pino negro; o eso, o los árboles se marchitaron hace mucho y acabaron en la basura.
Hablando de bonsáis, acabo de recordar que había algo más acerca de mi encuentro con el padre de Kazue que he olvidado contar: la obligación de pagar el coste de aquella llamada internacional, los diez mil ochocientos yenes.
Puesto que en aquel momento no llevaba el dinero encima, prometí pagarlo al día siguiente, pero también eso resultó ser un problema. En aquella época, mi asignación mensual era de apenas tres mil yenes. Después de comprar todo lo que necesitaba para el colegio —cuadernos, bolígrafos y otras cosas por el estilo—, no me quedaba mucho. Mi padre me enviaba cuarenta mil al mes, aparte de pagar las facturas del colegio, pero yo se lo daba todo al abuelo; al final y al cabo, vivía en su apartamento. Por supuesto, él lo malgastaba con sus bonsáis, ya fuera comprando otros nuevos o renovando la parafernalia necesaria para cuidar las plantas. En cualquier caso, nunca imaginé que una llamada internacional pudiera ser tan cara y, mientras volvía al apartamento desde la casa de Kazue aquella noche, me devané los sesos para encontrar una forma de devolverle dinero.
De vez en cuando recibíamos llamadas de Suiza pero, por descontado, mi padre siempre se encargaba de pagarlas y, además, nunca hablábamos mucho rato. Sencillamente no éramos el tipo de familia que mantiene largas conversaciones. Incluso si le hubiera pedido a mi padre que me enviara el dinero para costear la llamada, éste habría tardado en llegar a Japón, así que no me quedó otra opción que pedírselo prestado a mi abuelo.
Cuando llegué esa noche a casa, mi abuelo ya estaba roncando en la cama, intentando paliar el repentino aumento de la presión sanguínea. Sin embargo, estaba allí la vecina que vendía seguros, ocupándose de él.
—¿Cuánto tienes que pagar? ¿Por qué diablos no llamaste a cobro revertido? —dijo bruscamente cuando le conté lo de la llamada.
—Fue usted quien me urgió a que llamara desde allí, ¿recuerda? Debería haberme dicho que lo hiciera a cobro revertido. ¿Cómo se suponía que debía saber yo nada de las llamadas internacionales?
—Tienes razón. —La vecina dio una calada a su cigarrillo y expulsó el humo por la comisura de los labios para no echármelo en la cara—. Aun así, es terriblemente caro. ¿Quién habló con la operadora para confirmar el coste?
—El padre de Kazue.
—¿Y si mintió? Tal vez pensó que podía timarte puesto que sólo eres una niña. Incluso aunque no hubiese intentado engañarte, a la mayoría de la gente le habría sabido lo bastante mal por ti (por haber perdido a tu madre y todo eso) como para pagar la llamada, a modo de condolencia podríamos decir. Yo lo habría hecho. Ésa es la única cosa decente que se puede hacer en una situación así, pero supongo que depende de cada uno.
La mujer de los seguros era especialmente tacaña, de modo que me costó mucho creer que de verdad habría sido caritativa con alguien. Aun así, sus palabras sembraron en mi interior la semilla de la duda. ¿Me había mentido el padre de Kazue? Sin embargo, aunque lo hubiera hecho, no tenía ninguna prueba de ello. Miré el pedacito de papel que me había metido en el bolsillo: el recibo del coste de la llamada. La mujer de los seguros la cogió con sus dedos regordetes y, cuanto más miraba la cifra, más se enfadaba.
—Sencillamente no puedo creer que alguien haya anotado una cantidad como ésta y se la haya dado a una niña; un niña cuya pobre madre acaba de serle arrebatada repentinamente y cuyo anciano abuelo está enfermo en cama. Menudo monstruo. ¿En qué trabaja? Si puede enviar a su hija a ese colegio, debe de ser rico, y seguro que tiene una casa bonita.
—No sabría decirle. Me dijo que trabajaba para una compañía importante. Sí, la casa era bonita.
—Cifras…, ¡la avaricia de los ricos!
—A mí no me dio esa impresión.
El ambiente de mezquina austeridad que emanaba la casa de Kazue flotaba ante a mis ojos. Negué con la cabeza.
—Pues entonces se trata tan sólo de un asalariado con bajos ingresos que simula ser rico. De lo contrario, ¡es un miserable!
Después de llegar a esta conclusión, la mujer de los seguros se apresuró a recoger sus cosas y se fue, obviamente con la intención de esfumarse antes de que la engatusara para que me hiciera un préstamo. Yo sentí una furia incontrolable y arrojé el recibo de la llamada contra la pared.
A la mañana siguiente, cuando vi a Kazue en clase, me reclamó de inmediato el dinero.
—Mi padre me ha dicho que te diga que no te olvides del dinero que nos debes por la llamada telefónica.
—Lo siento. ¿Puedo pagarte mañana?
Todavía recuerdo cómo los ojos de Kazue escrutaron mi rostro. Era evidente que no confiaba en mí. Pero ¿habían sido honrados ellos conmigo? Fuera como fuese, un préstamo era un préstamo, y sabía que tenía que pagarlo, de modo que tan pronto como acabaron las clases me apresuré en llegar a casa y cogí una planta que había entre la colección de bonsáis de mi abuelo, una nandina lo bastante pequeña como para poder cargarla con las manos. Mi abuelo estaba especialmente orgulloso de ella; solía disfrutar describiendo el hermoso color de las bayas rojas que brotaban en los meses de invernó. El musgo verde y exuberante, grueso como una alfombra, cubría la tierra al pie del árbol. Estaba plantado en una maceta de cristal esmaltado de color azul oscuro.
Mi abuelo estaba absorto en un combate de sumo que daban por la tele. No podía esperar una oportunidad mejor que ésa, de modo que salí del apartamento en silencio con el bonsái, lo deposité en la cesta de mi bicicleta y pedaleé frenéticamente hasta el Jardín de la Longevidad.
Estaba anocheciendo y el jardín estaba a punto de cerrar. El agente de la condicional se hallaba de pie en la puerta despidiendo a los visitantes y se sorprendió al ver que yo me acercaba con el bonsái.
—Buenas noches —dije tan educadamente como pude—. Me preguntaba si me compraría usted este bonsái.
El hombre pareció molesto.
—¿Ha sido tu abuelo quien te ha metido en esto?
Negué con la cabeza.
Él sonrió y en ese instante me di cuenta de que quería vengarse de mi abuelo.
—Ya veo. En ese caso, te lo compraré por un buen precio. ¿Qué te parecen cinco mil yenes?
Decepcionada, levanté dos dedos.
—¿Puede darme dos billetes por él? ¿Veinte mil yenes? Mi abuelo dice que es una nandina de primera calidad.
—Jovencita, este bonsái no vale tanto.
—Vale, de acuerdo, entonces se lo ofreceré a otra persona.
El agente de la condicional dobló el precio de inmediato y me ofreció diez mil. Yo le rebatí que sólo la maceta ya valía eso. Después de considerarlo detenidamente, dijo con voz mimosa:
—Tiene que pesar —y puso sus manos sobre las mías rodeando la maceta.
La piel áspera de sus manos tenía el brillo del cuero curtido y era extrañamente cálida. Asqueada, aparté las manos de forma instintiva y solté la maceta, con lo que el bonsái se escabulló entre nuestras manos, cayó sobre una de las piedras del jardín y se hizo pedazos. Las raíces de la nandina, liberadas, se erigían en todas direcciones. Los jóvenes que estaban en el jardín limpiando dejaron de hacer lo que tenían entre manos y levantaron la vista alarmados. El agente de la condicional se agachó y empezó a recoger los pedazos, mirándome con aprensión mientras lo hacía.
Al final conseguí treinta mil yenes por el bonsái, con la maceta rota y todo. Después de pagar la llamada a Kazue, ingresé el dinero que sobró en mi cuenta de ahorros. No sabía cuándo podría necesitar dinero en metálico para una excursión con la clase o lo que fuera. En el Instituto Q para Chicas siempre nos conminaban a colaborar en todo tipo de eventos, desde el festival anual del colegio a la celebración de algún cumpleaños. El resto de las alumnas no debían preocuparse de eso pero, para mí, tener un dinero extra en mi cuenta de ahorros sería como una protección.
Mi abuelo no se percató de nada aquella noche pero, a la mañana siguiente, cuando salió a la galería, soltó un grito desgarrador.
—¡Señora Nandina! ¿Adónde has ido?
Yo seguí preparándome el desayuno como si no me hubiera dado cuenta de nada. El abuelo entró en la estrecha sala de estar y caminó de un lado a otro buscando la nandina. Abrió el armario y luego inspeccionó el estante alto que había en la habitación pequeña. Incluso salió al vestíbulo y hurgó en el armario zapatero.
—¡No está en ninguna parte! Era un bonsái tan bonito… ¿Dónde puede estar? ¡Aparece, vamos, estés donde estés! Por favor, señora Nandina… Lo siento si te he descuidado, ha sido sin querer, pero es que acaba de morir mi hija, entiéndelo, y ha sido un golpe muy duro para mí. Tengo el corazón destrozado. De verdad que lo siento. Por favor, no te enfades, vuelve…
El abuelo buscó por toda la casa como un loco, hasta que supongo que se cansó. Desalentado, tenía la mirada perdida y los hombros caídos.
—Se ha ido para guiarla a ella en el otro mundo.
Mi abuelo era un experto timador, pero aun así nunca se le ocurrió pensar que podía haber sido yo, o la vecina que vendía seguros o el guarda de seguridad, o cualquiera de las personas que lo rodeaban. No tenía ni la más mínima sospecha.
Parecía que ese suceso absurdo iba a terminar así, de modo que me fui al colegio con una sensación de alivio. Desde que había visitado la casa de Kazue, se había sucedido una desgracia tras otra.
No obstante, si lo pensáis detenidamente, el suicidio repentino de mi madre había tenido como consecuencia que toda la familia se desperdigara. Yo me quedé con el abuelo, Yuriko se mudó con los Johnson y mi padre no se movió de Suiza, donde empezó una nueva vida con la mujer turca. Para mi padre, Japón siempre guardaría relación con la muerte de mi madre. Más tarde me sorprendió mucho saber que la mujer turca sólo tenía un par de años más que yo, y que dio a luz a tres bebés, todos niños, según me contaron. El mayor tiene ahora veinticuatro años, y me han dicho que juega al fútbol en un equipo español. Pero, dado que nunca lo he conocido y no me interesa en absoluto el fútbol, es como si perteneciéramos a dos mundos por completo diferentes.
Sin embargo, en mi gráfico hipotético, Yuriko, nuestros hermanastros y yo nadamos en el azul brillante del mar salobre. Para hacer otra analogía con el diagrama de Burgess del período cámbrico que tanto me gusta, Yuriko, con su hermosa cara, sería la soberana del reino acuático. De modo que debería ser uno de esos animales que devoran a todos los demás. Eso haría de ella un
Anomalocaris
, supongo, un ancestro de los crustáceos, un animal con unas pinzas delanteras enormes, como las de las langostas. Luego, mis hermanos pequeños, que sin duda deben de tener unas cejas espesas y oscuras por tener sangre de Oriente Medio, serían como esos insectos que viven agrupados en colonias; o eso, o unas criaturas parecidas a las medusas que se desplazan por el mar. ¿Y yo? Sin duda yo sería una
Hallucigenia
, esa cosa que se arrastra por el suelo embarrado del océano cubierta de púas y que parece un peine. ¿Que la
Hallucigenia
se alimenta de carroña? ¡Eso no lo sabía! ¿Así que sobrevive comiendo cadáveres? Vaya, pues me va como anillo al dedo, puesto que yo vivo de ensuciar los recuerdos del pasado.
Oh, ¿que qué ocurrió con Mitsuru y conmigo? Bueno, ella aprobó los exámenes de ingreso en la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio, tal como esperaba. Pero, después de eso, su vida tomó un rumbo completamente diferente e impredecible. Al parecer está bien, aunque esté en prisión. Todos los años me envía una tarjeta para Año Nuevo —bastante retocada por los censores—, pero yo no le he respondido nunca. ¿Queréis saber por qué? Estoy segura de que quedará claro cuando haya terminado con esta parte de la historia.
Prosigamos, entonces. Justo al día siguiente ocurrió algo inesperado. Nunca le he contado esto a nadie, pero si he de continuar con mi relato no tengo más remedio que revelarlo todo. Faltaba aproximadamente una semana para que diera comienzo el juicio. Se había relacionado ambas muertes, por conveniencia supongo, el «Caso de los asesinatos de los apartamentos». Al principio, los medios de comunicación hicieron su agosto con la muerte de Kazue, a la que se referían como el «Caso del asesinato de la ejecutiva». Pero cuando relacionaron a Zhang con la muerte de Yuriko, cambiaron los titulares. Mi hermana había sido asesinada en primer lugar, y como el caso al principio atañía tan sólo a una simple prostituta de mediana edad, no había razón alguna para que hubiera titulares siquiera.
Ese día difundieron la noticia de que un tifón amenazaba con llegar a Tokio. Fue una jornada inquietante. Un viento demasiado cálido para la época del año soplaba por toda la ciudad, haciéndose cada vez más fuerte y atronador. Desde la ventana de la oficina del distrito, veía el vendaval agitar las hojas de los sicómoros, como si fuera a arrancarlas de las ramas. Las bicicletas del aparcamiento caían al suelo como si fueran fichas de dominó. Sinceramente, ese día tenía los nervios a flor de piel.