Puede culpar a los políticos, a las empresas, a los generales, a la «maquinaria», pero, en realidad, si quiere culpar a alguien, cúlpeme a mí. Yo soy el sistema estadounidense, yo soy la maquinaria. Es el precio por vivir en democracia, todos tenemos que pagar el pato. Entiendo por qué China tardó tanto en aceptarlo, y por qué Rusia decidió mandarlo a la mierda y volver al sistema que tienen ahora, lo llamen como lo llamen. Es bonito poder decir: «Oye, no me mires a mí, que yo no tengo la culpa». Bueno, pues sí, es culpa mía, y culpa de todos los de mi generación.
[Mira a los niños.]
Me pregunto qué dirán las generaciones futuras sobre nosotros. Mis abuelos sufrieron la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, y volvieron a casa para construir la clase media más importante de la historia humana. Bien sabe Dios que no eran perfectos, pero se acercaron mucho al sueño americano. Después llegó la generación de mis padres para joderlo todo: los hijos del
boom
de la natalidad, la generación del egocentrismo. Y después estamos nosotros. Aunque detuvimos la amenaza zombi, fuimos nosotros los que dejamos que llegara a convertirse en una amenaza. Al menos estamos limpiando nuestra mierda, y quizá sea ése el mejor epitafio que podamos esperar: «La Generación Z: limpiaron su mierda».
[Kwang Jingshu hace su última visita a domicilio del día, un niño con una enfermedad respiratoria. La madre teme que sea otro caso de tuberculosis y recupera el color cuando el médico le asegura que no es más que un catarro con tos seca. Sus lágrimas y su gratitud nos siguen hasta la calle polvorienta.]
Resulta reconfortante volver a ver niños, me refiero a los nacidos después de la guerra, los que sólo conocen un mundo que incluye a los muertos vivientes. Saben que no tienen que jugar cerca del agua y que no deben salir solos o después de anochecer ni en primavera, ni en verano. No saben tener miedo, y ése es el mayor regalo, el único regalo que podemos dejarles.
A veces pienso en aquella anciana de Nueva Dachang, en lo que vivió, en la convulsión en apariencia interminable que definió a su generación. Ahora soy como ella, un anciano que ha visto su país hecho jirones muchas veces. Sin embargo, siempre hemos logrado superarlo, reconstruir y renovar nuestra nación, y lo haremos de nuevo, tanto China como el mundo. En realidad no creo en la otra vida (seguiré siendo un viejo revolucionario hasta el final), pero, si la hay, me imagino a mi viejo compañero Gu riéndose de mí por decir, con toda sinceridad, que todo va a salir bien.
[Joe Muhammad acaba de terminar su última obra maestra, una figurilla de treinta y tantos centímetros que representa a un hombre arrastrando los pies, cargado con una mochila portabebés y mirando hacia delante con ojos muertos.]
No voy a decir que la guerra fuese buena, no estoy tan loco, pero tiene que reconocer que consiguió unir a la gente. Mis padres no paraban de hablar de lo mucho que echaban de menos el sentimiento de comunidad de Paquistán. Nunca hablaban con sus vecinos estadounidenses, nunca los invitaban a casa, apenas conocían sus nombres, a no ser que fuese para quejarse del volumen de la música o los ladridos de un perro. Ya no vivimos en un mundo así, y no es sólo el barrio, ni siquiera el país: en cualquier parte del mundo, con cualquier persona que hables, todos tenemos una poderosa experiencia compartida. Hace un par de años me fui de crucero en la Pan Pacific Line, que cruza las islas. Teníamos gente de todas partes, y, aunque los detalles fuesen distintos, las historias en sí eran bastante similares. Sé que quizá peque de exceso de optimismo, porque estoy seguro de que, en cuanto todo vuelva a la «normalidad», cuando nuestros hijos y nietos crezcan en un mundo pacífico y cómodo, seguramente volverán a ser tan egoístas y estrechos de miras como éramos nosotros, y volverán a tratarse de puta pena. Pero, por otro lado, ¿seguro que todo lo que hemos pasado puede desaparecer sin más? Una vez oí un proverbio africano: «No se puede cruzar un río sin mojarse». Eso me gusta creer.
No me malinterprete, claro que echo de menos algunas cosas del antiguo mundo, sobre todo lo material, lo que tenía o lo que creía que podría tener en el futuro. La semana pasada hicimos una despedida de soltero para uno de los chicos de la manzana. Cogimos prestado el único reproductor de DVD que funciona y unas cuantas
pelis
de antes de la guerra. Había una escena en la que a Lusty Canyon se la estaban tirando tres tíos sobre el capó de un BMW Z4 convertible de color gris perla, y yo sólo podía pensar: «Vaya, ya no hacen coches como ésos».
[Los filetes están casi hechos. Arthur Sinclair le da la vuelta a las crujientes tajadas de carne y disfruta del olor.]
De todos los trabajos que he tenido, el mejor fue el de
poli
financiero. Cuando la nueva presidenta me pidió que volviese a mi puesto como jefe de la Comisión de Valores y Bolsas, estuve a punto de besarla. Como en mis días del DeStRes, estoy seguro de que sólo conseguí el cargo porque nadie más lo quería. Todavía quedan muchos retos por delante, mucho país dedicado al cambalache. Conseguir que la gente deje el sistema de trueque y vuelva a confiar en el dólar estadounidense… no es fácil. El peso cubano sigue siendo el rey y muchos de nuestros ciudadanos más adinerados tienen sus cuentas bancadas en La Habana.
El solo hecho de resolver el dilema de los excedentes monetarios ya es lo bastante complicado para cualquier administración. Se robó mucho dinero después de la guerra, el encontrado en cámaras abandonadas, casas, cadáveres… ¿Cómo se distingue a esos saqueadores de las personas que de verdad tenían escondidos los ahorros de su trabajo, sobre todo cuando los registros de las propiedades son tan escasos como el petróleo? Por eso el trabajo de policía financiero es el más importante que he tenido. Hay que pillar a los cabrones que impiden que la economía estadounidense recupere su confianza, no sólo a los pequeños ladrones, sino a los peces gordos, los hijos de puta que intentan comprar casas antes de que los supervivientes puedan reclamarlas, o presionar para liberar el comercio de alimentos y otros bienes esenciales para la supervivencia… Y ese cabrón de Breckinridge Scott, sí, el rey de Phalanx, que se esconde como una rata en su Fortaleza Ártica de Basurilandia. Todavía no lo sabe, pero hemos estado hablando con los
ruskis
para que no le renueven la licencia. Mucha gente está deseando que vuelva a casa, sobre todo los de Hacienda.
[Sonríe y se frota las manos.]
Confianza, la confianza es el combustible de la máquina capitalista. Nuestra economía sólo puede funcionar si la gente cree en ella; como dijo Roosevelt: «Sólo debemos temer al miedo». Mi padre se lo escribió, o eso decía.
Ya empieza, va lento, pero va. Todos los días hay más cuentas corrientes en los bancos estadounidenses, unos cuantos negocios privados más, unos cuantos puntos de subida en el Dow. Es como lo del clima: todos los años el verano dura un poco más y los cielos están un poco más azules. Está mejorando, ya lo verá.
[Mete la mano en una nevera llena de hielo y saca dos botellas marrones.]
¿Una cerveza de hierbas?
[Es un día histórico para la Sociedad del Escudo. Por fin la han aceptado como una rama independiente de las Fuerzas de Autodefensa Japonesas. Su labor principal consistirá en enseñar a los civiles japoneses a protegerse de los muertos vivientes. Su misión a largo plazo también conllevará aprender las técnicas con y sin armas de otras organizaciones no japonesas, y ayudar a fomentar dichas técnicas en todo el mundo. El mensaje de la Sociedad, contra las armas de fuego y a favor de la colaboración internacional, ya se ha considerado un éxito inmediato, lo que ha atraído a periodistas y dignatarios de casi todas las naciones de la ONU.
Tomonaga Ijiro está a la cabeza del comité de recepción, sonriendo e inclinándose para saludar al desfile de invitados. Kondo Tatsumi también sonríe mientras observa a su maestro desde el otro lado de la habitación.]
Ya sabe que, en realidad, no me trago esas creencias espirituales, ¿verdad? Por lo que a mí respecta, Tomonaga no es más que un viejo
hikabusha
loco, pero ha iniciado algo maravilloso, algo que será vital para el futuro de Japón. Su generación quería gobernar el mundo y la mía se conformaba con dejar que el mundo nos gobernase a nosotros, y, cuando digo «el mundo», me refiero a ustedes, a los Estados Unidos. Ambos caminos llevaban a la destrucción casi total de nuestra patria. Tiene que haber una forma mejor, un término medio en el que poder responsabilizarnos de nuestra protección, aunque no tanto para despertar la ansiedad y el odio de los países amigos. No sé decirle si éste es el camino correcto; el futuro es demasiado accidentado para ver mucho más allá. Sin embargo, seguiré al
sensei
Tomonaga por su camino, tanto yo como otros muchos que se unen a nosotros todos los días. Sólo los «dioses» saben qué nos espera al final.
[Philip Adler termina su bebida y se levanta.]
Cuando abandonamos a aquella gente a merced de los muertos, perdimos algo más que sus vidas; no pienso decir más.
[Terminamos la comida, y Jurgen me arranca el billete de la mano.]
Por favor, yo escogí la comida, así que yo invito. Antes odiaba estas cosas, creía que parecían un bufé de vómitos. Mi personal tuvo que arrastrarme hasta aquí una tarde, unos
sabras
jóvenes con gustos exóticos: «Pruébalo, viejo
yekke»
. Así me llamaban,
yekke
; quiere decir estirado, aunque la definición oficial es judío alemán. Tenían razón en ambas cosas.
Yo estaba en el Kindertransport, la última oportunidad de sacar niños judíos de Alemania. Fue la última vez que vi vivos a los miembros de mi familia. En Polonia hay un pequeño estanque, en un pueblecito, al que solían tirar las cenizas. Medio siglo después, el estanque sigue gris.
He oído decir que no hubo supervivientes del Holocausto, que, incluso los que lograron seguir técnicamente vivos, habían sufrido unos daños tan irreparables que su espíritu y su alma, las personas que eran, desaparecieron para siempre. Me gusta pensar que no es cierto, pero, si lo es, en toda la Tierra no ha quedado ni un superviviente de esta guerra.
[Michael Choi se apoya en a barandilla de la cubierta de vuelo, mirando al horizonte.]
¿Quiere saber quién perdió la Guerra Mundial Z? Las ballenas. Supongo que no tenían muchas posibilidades, teniendo en cuenta los millones de refugiados hambrientos de los barcos y que la mitad de las armadas del mundo se habían convertido en flotas pesqueras. No hace falta mucho, sólo tirar un torpedo desde un helicóptero, no lo bastante cerca para provocar daños físicos, pero sí para dejarlas sordas y aturdidas. No se daban cuenta de que llegaban los buques factoría hasta que ya era demasiado tarde. Oías las detonaciones y los chillidos a kilómetros de distancia, porque nada conduce mejor el sonido que el agua.
Una pena, y no hace falta ser un pirado que apesta a pachuli para darse cuenta. Mi padre trabajaba en Scripps, no en la escuela para chicas de Claremont, sino en el instituto oceanográfico de las afueras de San Diego. Por eso me uní a la armada en un principio y por eso aprendí a amar el océano. Las ballenas grises de California se veían por todas partes, unos animales majestuosos que por fin resurgían después de haber estado al borde de la extinción. Dejaron de sentir miedo de nosotros y, a veces, podías acercarte lo suficiente para tocarlas. Podrían habernos matado en un abrir y cerrar de ojos, con un sólo golpe de sus dos metros y medio de aleta de cola, con una arremetida de su cuerpo de treinta y tantas toneladas. Todos los balleneros las llamaban peces del infierno por la feroz resistencia que ofrecían cuando se veían arrinconadas. Sin embargo, ellas sabían que no queríamos hacerles daño, incluso permitían que las acariciásemos, o, si querían proteger a una cría, se limitaban a apartarnos con delicadeza. Un gran poder y un enorme potencial para la destrucción. Las grises de California eran unas criaturas asombrosas, y ahora han desaparecido, junto con las azules, las de aleta, las jorobadas y las francas. He oído que se han visto algunas blancas y narvales que sobrevivieron bajo el hielo ártico, aunque seguramente no bastarán para un banco de genes sostenible. Sé que todavía quedan algunos grupos de orcas intactos, pero, con los niveles de contaminación que tenemos, y con menos peces que en una piscina de Arizona, no creo que tengan posibilidades. Aunque mamá naturaleza les dé alguna ventaja, los adapte como hizo con algunos de los dinosaurios, los amables gigantes se han ido para siempre. Es como en esa
peli, ¡Oh, Dios!
, cuando el Todopoderoso reta al Hombre a intentar crear una caballa desde cero. «No es posible», le dice; y, a no ser que algún archivista genético llegase allí antes que los torpedos, tampoco puedes crear de la nada una ballena gris de California.
[El sol se pone en el horizonte. Michael suspira.]
Así que, la próxima vez que alguien le diga que las verdaderas víctimas de la guerra fueron «nuestra inocencia» o «parte de nuestra humanidad»…
[Escupe al agua.]
Lo que tú quieras, hermano. Díselo a las ballenas.
[Todd Wainio me acompaña al tren mientras saborea los cigarrillos cubanos con un cien por cien de tabaco que le he comprado como regalo de despedida.]
Sí, a veces me derrumbo durante unos minutos, quizá una hora. El doctor Chandra me dijo que no pasaba nada; ahora está de consejero aquí, en el Centro de Veteranos. Una vez me dijo que es muy saludable, como los pequeños terremotos que liberan la presión de una falla. Dice que los preocupantes son los que no tienen esos «temblores insignificantes».
No hace falta gran cosa para dispararme, a veces huelo algo, o la voz de alguien me resulta muy familiar. El mes pasado, mientras cenábamos, estaban poniendo una canción en la radio, no creo que fuera sobre la guerra, ni siquiera creo que fuese americana, porque el acento y algunas de las palabras no encajaban, pero el estribillo… «Que Dios me ayude, sólo tenía diecinueve años.»
[La sirena anuncia la salida de mi tren. La gente empieza a subir.]
Lo curioso es que mi recuerdo más nítido se acabó convirtiendo en el icono nacional de la victoria.