¿Entiende por qué? No había sitio para blandir una espada. Rápido, en un ojo o en lo alto de la cabeza.
[Me lo demuestra con una rápida combinación de puñetazo y puñalada.]
Diseño propio, una versión moderna de la de mi bisabuelo en Verdún, ¿eh? Ya sabe, Verdún, «On
ne passé pas»
, ¡no pasarán!
[Vuelve a su comida.]
No había sitio, ni advertencia; de repente, los tenías encima, puede que delante de ti o saliendo de un pasadizo lateral que ni siquiera habías visto. Todos llevábamos algún tipo de blindaje, ya fuese de malla metálica o de cuero… Casi siempre resultaba demasiado pesado y asfixiante; chaquetas y pantalones de cuero mojado, y camisetas de metal.
Cuando intentabas luchar, ya estabas exhausto; los hombres se arrancaban las máscaras en busca de aire e inhalaban la peste. Muchos murieron antes de poder sacarlos a la superficie.
Yo usaba grebas, protección aquí [se señala los antebrazos] y guantes, cuero cubierto de malla, fácil de quitar cuando no estás combatiendo. Eran diseño propio; no teníamos los uniformes de combate estadounidenses, aunque sí la protección para pantanos, esas botas impermeables de caña alta con fibras a prueba de mordiscos entretejidas. Las necesitábamos.
Aquel verano, el nivel del agua estaba alto; había llovido con ganas, y el Sena era un torrente furioso. Siempre estábamos mojados: notabas la putrefacción entre los dedos, en los pies y en la entrepierna. El agua nos llegaba hasta los tobillos la mayor parte del tiempo, y, a veces, hasta las rodillas o la cintura. Estabas en un punto, caminando o arrastrándote (a veces teníamos que arrastrarnos por aquel fluido apestoso, metidos hasta los codos) y, de repente, el suelo se caía y te metías de cabeza por uno de esos agujeros que no estaban en los mapas, con unos pocos segundos para enderezarte antes de que se te inundase la máscara. Dabas patadas y te retorcías, tus compañeros te cogían y te subían a toda prisa. Ahogarse era el menor de los problemas, porque, mientras los hombres hacían lo que podían para mantenerse a flote con todo aquel equipo tan pesado, de repente veías que se les abrían mucho los ojos y oías sus gritos amortiguados. Puede que incluso sintieras el momento del ataque: un golpe o un desgarro, y, de repente, caías con el pobre cabrón encima. Si no llevabas las botas…, perdías un pie o la pierna entera; si ibas arrastrándote y caías con la cara por delante…, a veces te quedabas sin ella.
Había ocasiones en las que anunciábamos la retirada a una posición defensiva y esperábamos a los Cousteaus, los buceadores entrenados para trabajar y luchar en aquellos túneles inundados. Con tan sólo un reflector y un traje para cazar tiburones, si es que tenían la suerte de conseguir uno, y, como mucho, dos horas de aire. Se suponía que debían llevar un cabo salvavidas, sin embargo, la mayoría se negaba, porque los cabos solían enredarse y ralentizar el avance. Aquellos hombres y mujeres tenían una probabilidad de sobrevivir de uno contra veinte, el índice más bajo de todas las ramas del ejército, digan lo que digan.
[94]
No resulta sorprendente que les dieran una Legión de Honor automática.
¿Y para qué? Quince mil muertos o desaparecidos. No sólo los Cousteaus, sino todos nosotros, todo el grupo. Quince mil almas perdidas en sólo tres meses. Quince mil personas en un momento en el que la guerra empezaba a concluir en todo el mundo. «¡Adelante, adelante! ¡Luchad, luchad!» No tenía que haber sido así. ¿Cuánto tardaron los británicos en limpiar todo Londres? ¿Cinco años, tres años después del final oficial de la guerra? Fueron despacio y con seguridad, sección a sección, lentamente, poca intensidad, con un bajo índice de fallecidos. Lento y seguro, como casi todas las ciudades importantes. ¿Por qué nosotros no? Ese general inglés, eso que dijo de «ya tenemos suficientes héroes muertos para el resto de nuestros días»…
Eso éramos, héroes, eso querían nuestros líderes, eso creía necesitar la gente. Después de todo lo sucedido, no sólo en esta guerra, sino en tantas otras guerras anteriores: Argelia, Indochina, los nazis… ¿Entiende lo que le digo? ¿Entiende la tristeza? Comprendíamos qué quería decir el presidente de Estados Unidos cuando aseguró que teníamos que «recuperar la confianza», lo comprendíamos mejor que la mayoría. Necesitábamos héroes, nombres y lugares nuevos para restablecer nuestro orgullo.
El Osario, la cantera de Port-Mahon, el Hospital… Ése fue nuestro momento de gloria, el Hospital. Los nazis lo habían construido para meter a los enfermos mentales y dejarlos morir de hambre detrás de aquellos muros de hormigón, o eso dice la leyenda. Durante la guerra, se había convertido en un sanatorio para los infectados recientes. Más adelante, cuando cada vez había más reanimados y la humanidad de los supervivientes se iba apagando al ritmo de sus lámparas eléctricas, empezaron a tirar a los infectados y a quién sabe cuántos más a esa cripta de zombis. Un equipo avanzado entró sin darse cuenta de lo que había al otro lado; podrían haberse retirado, podrían haber volado el túnel y volverlo a sellar… Un escuadrón frente a trescientos zombis, un escuadrón liderado por mi hermano pequeño. Su voz fue lo último que oímos antes de que su radio quedase en silencio. Sus últimas palabras fueron: «¡
On ne passé pas!»
.
[Hace un tiempo perfecto para el
picnic
vecinal en Victory Park. No se ha registrado ni un solo avistamiento en toda la primavera, lo que supone otro motivo para la celebración. Todd Wainio está en la zona exterior del campo de béisbol, esperando una bola alta que, según dice, «no va a llegar nunca». Quizá tenga razón, porque a nadie parece molestarle que me ponga a su lado.]
La llamaban «el camino a Nueva York» y era una carretera muy, muy larga. Teníamos tres grupos principales del ejército: Norte, Centro y Sur. La estrategia global consistía en avanzar todos a una por las Grandes Llanuras y el Medio Oeste, y dividirnos en las Apalaches; los grupos Norte y Sur se dirigieron a Maine y Florida, para después barrer la costa y reunirse con el grupo Centro, que subía por las montañas. Tardamos tres años.
¿
Por qué tanto
?
Tío, tú verás: transporte a pie, terreno, condiciones meteorológicas, enemigos, doctrina de batalla… La doctrina era avanzar como dos líneas continuas, una detrás de la otra, que se extendían de Canadá a Aztlan… No, México; todavía no era Aztlan. ¿Ha visto cómo todos esos bomberos o lo que sean comprueban un campo en busca de fragmentos cuando se estrella un avión? Forman una línea, muy lenta, para asegurarse de repasar cada centímetro. Así íbamos nosotros. No nos saltamos ni un puñetero centímetro entre las Rocosas y el Atlántico. Siempre que veíamos un zeta, ya fuese en grupo o solo, una unidad FAR se detenía…
¿
FAR
?
Force Appropriate Response.
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No podías parar todo el grupo del ejército por un par de zombis. Muchos de los emes más antiguos, los infectados al principio de la guerra, empezaban a ponerse realmente asquerosos: desinflados, con trozos del cráneo a la vista y algunos huesos asomándoles por la piel. Algunos ni siquiera podían seguir en pie, y ésos eran los más peligrosos, porque se arrastraban bocabajo hacia ti o se limitaban a agitar los brazos, con la cara metida en el barro. Tenías que detener una sección, un pelotón o incluso una compañía entera, según lo que encontraras, lo suficiente para abatirlos y limpiar el campo de batalla. El agujero que dejase tu unidad FAR en la línea de combate lo rellenaba una fuerza equivalente de la segunda línea, que se encontraba a un kilómetro y medio de la primera. Así nunca se rompía el frente. Avanzamos de esa forma, a saltitos, por todo el país. Funcionaba, no cabe duda, pero, tío, llevaba su tiempo. Por la noche había que echar el freno, y, una vez se iba el sol, por muy a salvo que te sintieras o por muy segura que pareciese la zona, el espectáculo terminaba hasta el alba.
Luego estaba la niebla. No sabía que la niebla pudiese ser tan espesa en el interior. Siempre quise consultárselo a un experto en clima o lo que sea. Teníamos que detener todo el frente, a veces durante varios días; mientras estábamos allí sentados con visibilidad cero, a veces uno de los K empezaba a ladrar, o un hombre de otra parte de la línea gritaba: «¡Contacto!». Después oías el gemido, y, poco a poco, aparecían las figuras. Era muy duro quedarse quietos, esperándolos. Una vez vi una
peli
[96]
, un documental de la BBC en el que decía que, como el Reino Unido tenía tantos días de niebla, su ejército no se detenía. Había una escena en la que las cámaras captaron fuego real, sólo las chispas de las armas y las siluetas borrosas que caían. No hacía falta que le pusieran esa banda sonora
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tan espeluznante, porque las imágenes por sí solas ya me ponía los pelos de punta.
También nos frenaba tener que mantener el mismo ritmo de otros países: México y Canadá. Ningún de sus dos ejércitos tenía los hombres suficientes para liberar un país entero, así que el trato era que ellos mantenían sus fronteras limpias mientras nosotros limpiábamos nuestra casa. Una vez asegurados los Estados Unidos, les daríamos todo lo que necesitaran. Fue el inicio de la fuerza multinacional de la ONU, aunque a mí me licenciaron antes de esos días. A mí siempre me parecía que corríamos y después esperábamos, arrastrándonos por terreno abrupto o zonas urbanizadas. Oh, y, hablando de baches en el camino, lo peor eran los combates urbanos.
La estrategia siempre consistía en rodear la zona objetivo. Establecíamos defensas semipermanentes; reconocíamos el terreno con todo lo que teníamos, desde satélites a perros K; hacíamos lo que podíamos por atraer a los zetas; y sólo entrábamos cuando estábamos seguros de que no venían más. Astuto, seguro y relativamente fácil… ¡Sí, claro!
En cuanto a rodear la «zona», ¿me puede decir alguien dónde empieza realmente esa zona? Las ciudades ya no eran sólo ciudades, ya sabes, sino que crecían de forma descontrolada en barrios de las afueras. La señora Ruiz, una de nuestros médicos, lo llamaba «relleno». Antes de la guerra trabajaba en el sector inmobiliario, y nos explicó que las propiedades más apetecibles estaban en los terrenos entre dos ciudades. El maldito relleno, todos llegamos a odiarlo, porque significaba limpiar los barrios manzana a manzana antes de empezar a pensar en establecer un perímetro de cuarentena. Sitios de comida rápida, centros comerciales, kilómetros y kilómetros de casas baratas, todas iguales.
Incluso en invierno, no es que todo fuese seguro y cómodo. Estaba en el grupo Norte del ejército, y, al principio, creía que éramos lo mejor, ya sabes: seis meses del año en los que no tendría que ver a un eme activo; en realidad, ocho meses, teniendo en cuenta cómo era el clima durante la guerra. Pensé: «Oye, cuando baje la temperatura, seremos poco más que basureros: encontrarlos, lobotomizarlos, marcarlos para que los entierren cuando se derrita el suelo; pan comido». Tendrían que haberme lobotomizado a mí por pensar que sólo nos enfrentábamos a los zombis.
Teníamos
quislings
, que eran como los de verdad, pero resistentes al invierno. Las unidades de reclamación humana, como una versión mejorada del servicio de control de animales, hacían lo que podían por lanzar dardos tranquilizantes a los
quislings
que nos encontrábamos. Después los ataban y los enviaban a clínicas de rehabilitación, ya que entonces todavía creíamos que podían rehabilitarse.
Los salvajes eran mucho más peligrosos. Muchos habían dejado de ser niños, algunos eran adolescentes o adultos del todo, y eran veloces, listos y, si decidían luchar en vez de huir, podían fastidiarte bien el día. Por supuesto, las unidades de reclamación siempre intentaban sedarlos y, por supuesto, no siempre funcionaba. Cuando un toro salvaje de noventa kilos carga contra ti a toda leche, un par de cm
3
de tranquilizantes no van a derribarlo antes de que te dé de lleno. Muchos colegas de reclamación acabaron machacados, unos cuantos volvieron a casa con una etiqueta en el pie, metidos en una bolsa. Los jefazos tuvieron que intervenir y asignar un escuadrón de soldados a modo de escolta. Si un dardo no detenía al salvaje, nosotros sí. No hay nada que grite más que un salvaje con un PIE ardiéndole en las tripas. Los capullos de reclamación lo pasaban fatal con eso, porque eran voluntarios que se atenían a su código de que merecía la pena salvar cualquier vida humana. Supongo que ahora la historia les da la razón, ya sabes, con toda esa gente a la que han logrado rehabilitar, los que nosotros habríamos matado de un tiro sin pensarlo. De haber tenido los recursos necesarios, puede que hubieran podido hacer lo mismo con los animales.
Tío, las jaurías salvajes me daban más miedo que todo lo demás. No me refiero tan sólo a los perros, porque con esos sabías a qué atenerte: siempre telegrafiaban sus ataques. Me refiero a los «sónicos»
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: leones salvajes, unos gatos que eran mitad leones y mitad putos dientes de sable de la edad del hielo. Quizá fuesen pumas, algunos lo parecían, o quizá no fuesen más que los hijos de los gatos domésticos, que habían tenido que volverse unos cabrones para sobrevivir. He oído que se hicieron más grandes en el norte, algo así como la ley de la naturaleza o la evolución.
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No entiendo mucho el rollo ése de la ecología, aparte de los pocos documentales que vi antes de la guerra. He oído que era porque las ratas se habían convertido en las nuevas vacas, o algo así; rápidas y lo bastante listas para huir de los zetas, alimentarse de los cadáveres, y multiplicarse hasta ser varios millones de seres que vivían en árboles y ruinas. Ellas también se habían vuelto bastante cabronas, así que cualquier cosa que quisiera cazarlas tenía que hacer lo mismo. Eso es un león salvaje, una bola de pelo el doble de grande que los de toda la vida, con dientes, garras y una sed de sangre brutal.
Tenían que ser un peligro para los perros K
.
¿Estás de coña? A los perros les encantaban, incluso a los pequeños salchicha, porque hacían que se sintieran de nuevo como perros de verdad. Los que corríamos peligro éramos nosotros; podían saltarnos encima desde un árbol o un tejado. No cargaban como los perros salvajes, sino que esperaban y se tomaban su tiempo hasta que estabas demasiado cerca para levantar un arma.
A las afueras de Minneapolis, mi escuadrón estaba limpiando un centro comercial vacío. Entré por la ventana de un Starbucks y, de repente, tres de ellos me saltaron encima desde el otro lado del mostrador. Me derribaron, y empezaron a arañarme los brazos y la cara. ¿Cómo crees que me hice esto?