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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (30 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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Pero su ataque contra De Veer y la muerte de su compañero habían precipitado las cosas. Ya no podían correr el riesgo de seguir aguardando. Así que habían actuado a la primera ocasión propicia, y esta vez no había falsa Tierra planificada ni ideas de benevolencia: había que encerrar al loco, como se encierra a un esquizofrénico en una jaula acolchada.

Aquella era su jaula acolchada.

Se movió, girando sobre sí mismo, ingrávido en aquella nada uterina, Sí, todos tenemos nuestro talón de Aquiles, y él hubiera debido darse cuenta cuando la hermandad lo atrapó por primera vez y lo envió a un lugar lejano sumido en una guerra destructora. El cuerpo se relaja en el momento del éxtasis del amor, el orgasmo es el talón de Aquiles del poder. Por eso el pleno dominio trae consigo, necesariamente, el celibato. Él no lo sabía, por supuesto, y así había caído en su propia trampa. Individualmente había podido vencer a De Veer, pero jamás podría oponerse a la fuerza conjunta del poder experimentado de los otros seis. Había sido solo un instante de relajación, pero había bastado. Y aquí estaba ahora, cogido en su propia trampa, encerrado en su jaula de nada por toda la eternidad. No moriría, puesto que no necesitaba alimentarse, ni beber, ni respirar. En su nuevo estado ya no tenía cuerpo. Su cuerpo material había sido destruido en el fuego de la transición, pero no su mente. En eso había tenido más suerte que De Veer. Se miró a sí mismo. No podía verse porque no había nada que ver. Claro que podía fabricarse un cuerpo si lo deseaba, o el fantasma de uno, pero ¿de que le serviría? Era mejor así: puro espíritu.

Isabelle... Bien, ella no era culpable de nada, no merecía compartir su castigo. Había quedado allá abajo, abrazando primero una llama que no quemaba, luego el vacío. Sabría lo que le había ocurrido; ellos se encargarían de decírselo. Lloraría un poco, es cierto. Pero tenían una misión que darle. Había que reconstruir la hermandad. En el mundo seguían apareciendo poderes, pequeños y medianos. Ella se encargaría de aglutinarnos en una nueva hermandad. Sería su sagrada misión, y la ejecutaría en memoria suya. La ayudarían al principio, hasta encarrilar las cosas. Su poder no era tan pequeño como ella creía; solo necesitaba un poco de educación profunda y adecuada. Sería una buena colaboradora.

Pero él no. Él ya no. Había perdido su oportunidad, y sido desgajado definitivamente de su mundo original. No hacía falta que intentara volver a él. Nunca podría. En toda una eternidad.

Era un castigo duro, lo sabían. Pero era un castigo merecido.

David Cobos flotó en su vacío uterino, meditando en aquel torrente de palabras no expresadas que habían invadido su mente en la escasa fracción de segundo en que fue arrancado del mundo y llevado a aquella no-existencia. Ahora se daba cuenta de sus muchos y estúpidos errores. Tal vez las cosas hubieran podido ser muy diferentes si hubiera sabido enfocarlas de distinto modo. Pero estaba condicionado por demasiadas cosas. Todo su pasado, el mundo que le rodeaba, la forma en que había adquirido el poder. Sí, ellos tenían razón. Jamás hubiera podido llegar a formar parte de su grupo. Era el salvaje sentado a los controles de una nave espacial. El analfabeto intentando leer la Biblia. El ciego queriendo captar todos los tonos del azul.

Pero aún podía enmendarse. Tenía toda la eternidad ante sí. Y quizá, algún día, pudiera hacerse valer a los ojos de quienes lo habían desterrado tan implacablemente a aquel no-lugar.

Eso era soñar en lo imposible, se dijo a sí mismo. Había sido abandonado allí, como un náufrago en una isla desierta. Ellos no iban a volver su inquisitiva mirada ni una sola vez hacia él, estaba seguro. Era probable que incluso hubieran borrado de sus mentes la localización de aquel no-lugar. Tal vez se habían visto forzados a hacerlo, para evitar que él pudiera rastrear su camino de vuelta a través de ellos.

Estaba perdido en una nada sin nombre, y jamás podría salir de allí.

———

Flotó. Giró sobre sí mismo, y volvió a flotar. Giró sobre sí mismo, y volvió a flotar. Flotó.

Al principio pensó en Isabelle, y la pena y la nostalgia mordieron su alma, y casi lloró, pese a que no tenía ojos materiales para hacerlo. Aquello le hizo pensar que tal vez la oscuridad que le rodeaba fuera tan solo una consecuencia de su ausencia de ojos. Para asegurarse, usó su poder para encender un ascua ante él. Un punto de luz brilló por unos instantes ante sus ¿ojos? y se apagó.

Pasó el tiempo. Quizá fueron horas, o tal vez días. O semanas. O quizá meses. Era difícil calcular el tiempo en el silencio y la oscuridad. Revisó varias veces todo lo sucedido desde que la Pólux II estallara hasta aquel mismo momento, analizando todos sus actos y enjuiciando todos sus errores. Pronto empezó a aburrirse de ello. Ni siquiera el pensamiento de Isabelle agitaba ya algo en él. La recordaba en su último abrazo, antes de que el capullo de fuego lo envolviera, y lo único que podía sentir era pesar.

Empezó a usar el poder para distraerse. Creó figuras geométricas a su alrededor. Esferas, cubos, poliedros. Flotaban en torno a él como pequeños satélites. De tanto en tanto los cogía, los palpaba y los identificaba. Los dotó de luz interna para poder verlos. Resplandecían ante él arrojándole su luz, y aquello confirmó su ausencia de cuerpo, pese a que podía ver, y tocar, y aunque no necesitaba comer ni beber ni respirar la sensación de tener pulmones era vívida, y si quería le bastaba apelar al poder para reproducir el sabor de un buen asado, o una jugosa fruta, o una copa de licor.

Luego se hartó e hizo desaparecer todos los poliedros que orbitaban a su alrededor, y la oscuridad y el silencio se adueñaron de nuevo de su no-entorno.

Hizo brotar música. Las más exquisitas sinfonías que recordaba, interpretadas por los más precisos instrumentos en una invisible caja de insuperable sonoridad. Luego pasó a los ritmos más violentos, golpear de tam-tams y gritos desaforados, percusión en su estado más puro. Pronto se hartó también de ello. Lo borró de sus inexistentes oídos, y de nuevo se encontró viendo, palpando y escuchando la nada y la oscuridad.

Y aquello durante toda una eternidad, pensó. ¿Cuánto tiempo es una eternidad?

—¡Hey, vosotros! —gritó. Ningún sonido reverberó en sus ausentes oídos—. ¿Me escucháis? ¿Cuánto habéis planeado que dure mi castigo?

No hubo ninguna respuesta.

———

La idea fue germinando lentamente, como suelen germinar las ideas demasiado enormes para ser imaginadas de una sola vez.

No sabía el tiempo que llevaba ya en aquel no-lugar, pero sí había llegado al convencimiento de que aquello iba a ser definitivo, irreversible... y eterno. Había sido desgajado de su mundo, y jamás podría volver a él. Había sido despojado de su cuerpo, pero aún tenía el poder. Y había comprobado que operaba. Hizo brotar media docena de esferas ante él y jugueteó unos instantes con ellas, como un malabarista.

Puesto que había sido despojado de su mundo, se dijo, ¿por qué no crearse un mundo propio para él? Al fin y al cabo, eso era lo que al parecer habían pretendido ellos al principio, para él y para Isabelle: una Tierra propia, donde pudieran ser amos y señores. ¿Por qué no hacer lo mismo, solo para él?

La idea era tentadora. Por unos instantes se imaginó creando un sosías de la Tierra, y a Isabelle en ella. Podría acercársele y decirle: «Mira, estoy de vuelta»... claro que para ello tendría que volver a crearse primero un cuerpo, idéntico al anterior. Pero eso no iba a ser ningún problema.

Plop, plop, plop, plop… Las esferas estallaron en sus manos como pompas de jabón.

No, no era posible. Bernstentein lo había dicho muy claro: no puedes volver a crear lo que has perdido. Isabelle seguía su vida en algún lugar llamado Tierra, no sabía dónde, quizá llorándole, y colaborando con ellos a reconstruir lo que él había destruido. Lo máximo que podría conseguir sería crear un sosías de Isabelle: una mujer que tuviera su misma apariencia, algo de sus recuerdos, algo de su personalidad, pero nunca sería ella. Un cascarón hueco.

Jamás le habían gustado las muñecas hinflables.

Pero la idea en sí seguía siendo buena. No podía pasarse toda la eternidad flotando en aquel cascarón de nada construido especialmente para él, lamentando su desgracia y lamiéndose sus invisibles heridas. Tenía que hacer algo.

Y entonces recordó las palabras de ellos, en aquel flash de pensamiento que le habían lanzado a través del capullo de fuego, su mensaje de despedida antes de enviarle a través del infinito hacia un limbo de no retorno: «Ahí podrás crearte, si quieres, tu propio futuro, y ser feliz en él».

Sí, eso era. Los muy malditos lo habían planeado todo de una forma maquiavélicamente perfecta. El suyo era un experimento, ahora estaba seguro. Y ellos debían estar observándole, no le habían olvidado. «Cuando se es eterno, cualquier distracción es bien recibida».

Jodidos diletantes. Ahora lo veía todo claro. Un experimento científico, en la tradición perfecta de Marcel Dorléac, solo que a un nivel mucho más elevado. Muy propio de ellos.

—¡De acuerdo, me parece muy bien! —gritó a la nada, en un grito inaudible—. ¡Si eso es lo que queréis, voy a complaceros!

Pero no iba a hacerlo como esperaba. Ya no iba a ser el salvaje atolondrado que lo arrasa todo en su camino. Iba a actuar paso a paso, sin precipitarse. Iba a ser metódico, concienzudo, científico. Les demostraría como se hacen las cosas, a lo grande. Le admirarían.

Y al mismo tiempo iba a divertirse enormemente.

Miró la oscuridad a su alrededor. Se echó a reír.

—Ahora vais a ver, estúpidos diletantes, como se hacen bien las cosas —exclamó.

Iba a tomarle mucho tiempo, se dijo. Pero no importaba. No tenía prisa: la eternidad se extendía infinita ante él. Iba a hacer una obra bien hecha. Y grandiosa.

Ya era hora de empezar.

—La tierra era yerma y vacía y las tinieblas cubrían la superficie del océano —recitó, extendiendo unas invisibles manos—, mientras el espíritu de Elohim se cernía sobre las aguas.

Apeló al poder.

Hágase la luz, ordenó. Y la luz se hizo.

FIN

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