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Authors: Andrej Djakow

Hacia la luz (32 page)

BOOK: Hacia la luz
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El muchacho sacó fuerzas de flaqueza, se arrastró hasta el armario que estaba a punto de caer y se acurrucó entre sus estantes. Temblaba, sentía un zumbido en la cabeza y los labios le sangraban por los golpes que habían recibido. A su espalda se oyó un grito de cólera. Ishkari se había arrancado el machete del brazo y atacaba de nuevo. El muchacho agarró instintivamente el objeto que tenía más cerca en el estante. Era la lámpara.

Todo fue muy rápido. Gleb se acordó de pronto de las lecciones de Martillo. En un primer momento aguardó sin moverse. Tan sólo cuando el caníbal estaba a punto de alcanzarlo, se lanzó hacia abajo y dejó que la hoja de metal le pasara por encima. El machete se clavó hasta la empuñadura en la madera reseca de la puerta del armario. El sectario trató simultáneamente de arrancar el arma y capturar a su contrincante, pero éste le propinó un buen golpe en la cabeza. La vieja lámpara se hizo añicos y el petróleo se derramó sobre Ishkari. El sectario empujó al muchacho lejos de sí y empezó a tantear en derredor. El olor a combustible era penetrante.

Gleb se arrojó de nuevo sobre el duro suelo y comprendió que ya no podía levantarse. Escupió un grumo de sangre y se quedó sin fuerzas, tendido sobre el sucio hormigón. Faltaba poco para que terminaran sus penas.

Su mejilla se apoyó en algo frío. Al extender la mano, el muchacho palpó un objeto metálico que le resultaba dolorosamente familiar. Debía de habérsele caído durante la lucha cuerpo a cuerpo. Con el gesto acostumbrado, levantó la tapa con el pulgar e hizo girar la ruedecita. La llama alumbró de cuerpo entero al sectario. Con un último movimiento, Gleb arrojó su querido mechero contra el enemigo.

La ropa de Ishkari prendió como una vela. Se transformó al instante en una gigantesca antorcha viviente. El sectario gritó, corrió de un lado a otro por la sala, se arrojó a ciegas contra las paredes. Enloquecido por el dolor, salió a la plataforma, corrió a lo largo de la barandilla y se arrojó, ya agonizante, contra la pared. Rebotó hacia atrás, cayó al vacío y descendió envuelto en llamas hasta el suelo.

Pero el muchacho ya no miraba. Casi inconsciente, se había derrumbado. Más tarde, al recobrar parcialmente la consciencia, sntió todo el cuerpo como si se tratara de un gigantesco nervio dolorido.

Le pareció que pasaba mucho tiempo hasta que por fin logró ponerse en pie. Gleb subió por la escalera y, exhausto, logró salir a la plataforma. Abajo, sobre el asfalto agrietado, en el lugar donde había caído el cadáver de Ishkari, se divisaba el último y mortecino fulgor de la combustión. Gleb se estremeció. Había llevado a cabo su venganza. Había triunfado sobre un mortífero enemigo. Pero, por el motivo que fuera, no sentía ninguna alegría. Incluso la rabia había desaparecido. Sin embargo, todavía le quedaba algo por hacer…

Cojeando, tambaleándose, el muchacho logró llegar al reflector. Recorrió la plataforma con la mirada en busca de un objeto pesado. Quería destruir aquella cosa, mandarla al diablo y así poner fin a la historia de aquella luz… una luz que había atraído a los seres humanos como si se trataba de polillas, que, en vez de la Redención los había arrastrado a la muerte. Una falsa luz.

Pero estaba claro que no tenía a mano ningún objeto con qué hacerlo. Con sus últimas fuerzas, el muchacho derribó el pesado trípode. El reflector cayó de lado, pero no se rompió. Como para burlarse de él, la terca máquina aún funcionaba y proyectaba su rayo de luz a los cielos. Pero ahora en la dirección opuesta. Parecía que el haz luminoso se dirigiera hacia algún punto en el Báltico. El fatigado Gleb contempló el reflector. ¿Acaso tendría que…?

Abajo se oyó un disparo atronador. El muchacho miró por la barandilla con apatía, porque ya sabía exactamente lo que iba a ver… Tal como había supuesto, varios caníbales, apenas distinguibles en medio de la oscuridad, venían desde el muelle. Otro disparo… y uno de ellos cayó muerto al suelo. Gleb, sorprendido, volvió los ojos en la dirección opuesta, hacia el lugar donde se había oído el arma. La frágil barcaza se balanceaba todavía en el muelle, sobre las olas, y en la cubierta el muchacho vio la silueta de un hombre, y no quiso creer en sus propios ojos. El hombre le hacía señas con los brazos, desesperado, y se esforzaba por llamar la atención de Gleb. Luego se volvió de nuevo hacia el muelle, empuñó su voluminoso fusil de precisión y se preparó para disparar.

El corazón de Gleb se detuvo por un instante y luego se puso a brincarle en el pecho. Los labios del muchacho susurraron, como por sí solos, el único nombre posible, el nombre que tanto había llegado a amar:

—Martillo…

19
LA CACERÍA

¡¡Martillo!! El muchacho se asomó por la barandilla y estuvo a punto de caerse. No cabía ninguna duda: ¡era él! El Stalker le gritó algo, pero por mucho que se esforzara Gleb no comprendía nada. Aún sentía un zumbido en la cabeza después de la enconada pelea y sus pensamientos no estaban totalmente en orden. ¿Qué tenía que hacer? ¿Correr hacia su maestro? Los caníbales se habían distribuido en una irregular cadena y se le acercaban cada vez más. Tal vez fuera demasiado tarde.

«El único error que podrías cometer es el de no hacer nada. Lo único importante es que tengas siempre los ojos puestos en tu meta… olvídate de todo lo demás…»

Gleb abandonó todas sus dudas y volvió a entrar en la torre. A la media luz de la sala buscó la Pernatch y el mechero por el suelo. Poco antes de llegar a la escalera, el muchacho tropezó con algo y estuvo a punto de caerse. A sus pies se hallaban el abrigo del sectario y su libro de oraciones. Siguiendo un repentino impulso, Gleb recogió ambas cosas, las guardó junto con otras pertenencias y bajó por la escalera. Una circunvolución seguía a otra, las paredes pasaban por su lado a una velocidad vertiginosa. Con grave peligro de romperse el cuello, bajaba varios escalones con cada zancada y no se detenía por nada. Por fin vio la salida. Gleb abrió bruscamente la puerta, saltó afuera y trató de orientarse. Corrió por el muelle, resbalando una y otra vez sobre la piedra húmeda. El Stalker disparaba sin cesar, pero Gleb creyó sentir en la espalda, ya muy cerca, el aliento áspero de sus perseguidores y sus gritos de impaciencia. Su cuerpo se puso a temblar sin control. Con sus últimas fuerzas, el muchacho dejó atrás los guijarros de la orilla y se arrojó al agua con gran estrépito. La barcaza no estaba lejos.

Los últimos metros que le faltaban para llegar a la borda los tuvo que hacer a nado. Gleb no sintió miedo. Agitó con desesperación los brazos y las piernas en el agua y trató de llegar a la escalerilla de cuerda. En el momento preciso, cuando su entendimiento claudicaba y estaba a punto de caer en el pánico, una mano fuerte lo sacó del agua. Una vez arriba, el muchacho quiso arrojarse al cuello del Stalker, pero éste le había sujetado con el brazo y subía con él por otra escalera de cuerda hacia la cabina del piloto.

—¡Al timón! ¡Rápido!

Sólo entonces Gleb se fijó en que su maestro llevaba en el pecho un vendaje teñido de color rojo oscuro. El Stalker se inclinó torpemente y levantó el arma.

—¡No te quedes quieto, maldita sea! ¡Lleva la barcaza hasta mar abierto!

El muchacho entró en la cabina. El casco de la embarcación vibró ligeramente. El viejo motor arrancó. Gleb se agarró al timón y observó el cuadro de mandos como atontado. Palanca, botones, interruptor… Sin saber qué hacer, pasaba la mirada de un control a otro…

—¡La palanca negra! ¡Empújala hacia adelante!

El muchacho agarró la empuñadura y empujó la palanca. El motor rugió, el barco dio una sacudida y se puso en marcha. Gleb se aferró al timón y respiró con alivio. ¡Habían escapado! ¡Con vida! Ya no se oían disparos. El muchacho miró inquieto por la ventana de la cabina: su maestro corría de un lado a otro por la cubierta y luchaba con varios caníbales que habían logrado saltar a la barcaza antes de que zarpara. Los bastardos atacaban con machetes largos y cadenas al Stalker herido, quien, a su vez, se defendía con un machete de paracaidista.

El tembloroso Gleb sacó la Pernatch y le puso el último cargador, el que había reservado para sí mismo. Al cabo de un instante ya estaba fuera. Se oyó el rítmico sonido de los disparos. Cayeron tres. Martillo, con un rápido movimiento, le hundió el machete en el vientre a un cuarto. El último de los perseguidores corrió hasta la borda y se arrojó al agua con un grito de desesperación.

Gleb corrió hacia el Stalker, le ofreció el hombro para que se apoyara y lo ayudó a ir cojeando hasta un banco. Una y otra vez, el muchacho, fascinado, miraba de reojo a Martillo, como si aún no se hubiese creído del todo su inesperado regreso desde el mundo de los muertos.

En ese momento, el casco de la embarcación dejó de temblar y el motor se paró.

—No importa. Estamos a suficiente distancia de la orilla. No vendrán hasta aquí —dijo Martillo para tranquilizarlo—. Ahora vamos a descansar un poco, y luego veremos qué podemos hacer con esta chalupa.

Gleb no habría podido imaginarse nada más hermoso que reparar la vieja máquina en el herrumbroso interior de la barcaza. Volvía a estar con su maestro. Le explicó brevemente los últimos acontecimientos y le mostró con orgullo su más importante trofeo: el libro de oraciones. Sin embargo, Martillo no parecía muy entusiasmado, y miró con repugnancia el librito cubierto de manchas. El muchacho se encogió de hombros y decidió mirar él solo la biblia del sectario. Llevaba el orgulloso título
El camino de Éxodo
, pero, al quitarle la sobrecubierta, leyó con estupor
Manual del mar Bál
tico
. A continuación encontró varios mapas con símbolos incomprensibles y un texto en el que abundaban los conceptos náuticos, pero que no respondía de ningún modo a las doctrinas de Éxodo.

Así pues, aquello también había sido una mentira. La historia de Éxodo había sido una gigantesca invención. A Gleb le habría gustado hablarlo con Martillo, pero se dio cuenta de que el Stalker no estaba para esas cuestiones. Con el dolor en el rostro, se afanaba con las máquinas. El vendaje se había empapado tanto que se salió de su lugar y dejó a la vista una herida sangrante en su pecho.

—Ven, voy a ponerte otra venda. —El muchacho abrió un paquete de vendajes que el paso del tiempo había oscurecido.

Sin gran habilidad, pero con mucho celo, limpió la herida y le puso un nuevo vendaje.

—¿Quién te ha hecho esto? ¿Qué te ha sucedido?

—¿Qué quieres que te cuente? —murmuró Martillo, de mala gana, mientras proseguía con sus reparaciones—. El ataque había sido bastante fuerte. Recobré la consciencia mientras uno de esos cabrones me pinchaba con un cuchillo. Quería estar seguro de si seguía vivo o había muerto. Le di la respuesta adecuada. Entonces vinieron otros y tuve que retirarme hacia la ciudad. Durante el tiroteo me di cuenta de que sus compañeros lo habían desollado allí mismo y le arrancaban trozos de carne… No son seres humanos… pero han sabido instalarse bastante bien en Kronstadt. No dejo de preguntarme cómo es posible que no los hubiéramos visto cuando pasábamos con todo el grupo…

—¿Y has encontrado el transmisor de radio? —le preguntó Gleb con impaciencia.

Martillo hizo memoria un instante y luego negó con la cabeza.

—No vi ninguno. Aunque sí encontré un generador diésel. A su alrededor había unos viejos con ojos codiciosos y malvados… Si no me equivoco, cargaban desde allí los acumuladores para el faro, eso está claro. Esos hijos de la gran puta…

—¡Debían de ser los más viejos! —adivinó el muchacho.

—Eso da igual. Aquí termina la parte divertida. Maté a los viejos. Y también destruí el generador diésel. Por supuesto que a ellos no les gustó. Me persiguieron por media ciudad. Tuve delante a esos bastardos durante el tiempo suficiente para que me entraran náuseas. Todos ellos iban sucios y tenían rostros abominables. Mostraban hinchazones por todo el cuerpo… No es extraño, la vida en la superficie, expuestos a la radiactividad, no es ninguna bicoca. Con la radiación no se puede bromear.

»Entonces he visto la barcaza en el puerto. Mientras iba hacia ella y mataba a los guardias que la vigilaban, he visto el fuego en el faro. ¡El vuelo de ese mierda no ha estado nada mal! ¿Cómo iba a imaginarme que eras tú quien había provocado todo el barullo? Al verte, en un primer momento he pensado que soñaba. Pero ya ves cómo ha terminado todo… Lo has hecho bien, Gleb. ¡Puede que no mueras!

Martillo le sonrió y le revolvió el pelo con una mano.

El muchacho respondió a su sonrisa. Se regocijó por la torpe alabanza de su maestro. A partir de aquel momento todo iría bien. Gleb no dudaba de que ambos regresarían a su hogar. Si eran dos, podrían mover montañas… ¡Con un medio de transporte como ése llegarían fácilmente hasta el metro! Si lograban que la bestia herrumbrosa volviera a navegar…

Como si hubiera oído su silenciosa plegaria, la «bestia herrumbrosa» vibró, carraspeó y rugió con fatiga. Los viajeros se dieron cuenta de que la pequeña embarcación cabeceaba y, poco a poco, se ponía en marcha.

—¡Sí! —El muchacho levantó ambos brazos en un gesto triunfal—. ¡Volvemos a casa!

Entonces se oyó un trueno ensordecedor y empezaron a sentirse impactos metálicos en el costado de la barcaza. El casco de la embarcación retemblaba. En el mamparo de la sala de máquinas aparecieron agujeros de bala.

Martillo arrojó al suelo a su pupilo y lo cubrió con su propio cuerpo. Apenas hubieron terminado los disparos, agarró a Gleb y subió hacia arriba con él. Se oía un motor en el puerto del Carbón. Detrás del muelle apareció la silueta de un remolcador. La embarcación vomitaba humo de color azul grisáceo y parecía decidida a cortarles el camino. La silueta de una pieza de artillería de cañón largo se recortaba con mucha nitidez en la proa.

—Maldita sea, llevan una MTPU a bordo. ¡Tenemos que largarnos!

Martillo corrió por la cubierta, agarró el fusil de precisión y se tendió boca abajo en la cubierta de popa. El muchacho corrió hacia la cabina del piloto, aceleró a toda velocidad e hizo girar el timón. La barcaza se inclinó ligeramente, tomó impulso y trazó un arco. A muy poca distancia del casco, una ráfaga de proyectiles de gran calibre taladró las aguas. Una nueva ráfaga resiguió la estela que la barcaza dejaba tras de sí. Martillo disparaba su arma de precisión contra los caníbales que manejaban la ametralladora enemiga. Gleb luchó desesperadamente con el timón y trató de arrancarle a la barcaza todas las energías que aún pudieran quedar en la pequeña y frágil embarcación.

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