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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (54 page)

BOOK: Hades Nebula
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Para los demás, aquello fue un pistoletazo de salida. En medio de una explosión de exclamaciones de júbilo, se lanzaron al suelo a la caza de sus tesoros. Parecían niños en una fiesta de cumpleaños a la hora de la piñata: un revoltijo de brazos y cuerpos agazapados, disputándose las chucherías. Pero casi al instante, la escena se volvió mucho más dramática. José vio galleta pisoteada, deshecha en un millar de pequeños trozos que alguien recogía con ambas manos, como si fueran las primeras pepitas de oro extraídas de un río en el que hubiese estado trabajando durante años; vio a alguien asestarle un brutal codazo a otro para arrebatarle su bote de píldoras, y vio a gente lanzándose sobre la cabeza de otros para intentar pillar cacho.

José miró a Susana con ojos perplejos, y ésta no pudo sostener su mirada mucho tiempo. Ahora se arrepentía de lo que había hecho. Había querido decirles que todo aquello lo habían traído pensando en ellos, que podían haberlo guardado pero que semejante cosa no se les había pasado siquiera por la cabeza. Y lo habían hecho arriesgando su vida. Ahora, viendo las píldoras escapar por el suelo como las canicas de un juego de niños, se avergonzaba de haber provocado aquel despilfarro inútil: no había comprendido todavía la situación de extrema carestía que aquella gente sufría desde hacía meses, aunque ella misma llevaba varios días tomando agua caliente para comer.

—¡Basta! —gritaba, pero su voz se diluía en el estrépito sin que fuera escuchada.

Entonces no lo soportó más, y como pudo, pasó por entre el tropel de gente que empezaba a enzarzarse en disputas bastante serias para escapar a la sala contigua.

El jaleo de la entrada oeste se había extendido por todo el Parador y el rumor de que había comida corría de boca en boca. La gente se desplazaba hacia allí con visible ansiedad, y una vez más, José no pudo evitar compararlos con los
caminantes
. Se sentía, además, como si acabara de robar las más codiciadas mercancías, llevando a sus espaldas una segunda mochila llena de píldoras y barritas energéticas. Pensaba que, en cualquier momento, alguien le señalaría con el dedo y se abalanzarían sobre él. Sobre todo le preocupa el
otro
contenido. Allí dentro, empacadas en el fondo, estaban las medicinas que Jukkar precisaba. Si después de todo el esfuerzo éstas se malograban, probablemente perdería la cabeza.

Por fin llegaron donde estaba Jukkar. Sombra seguía a su lado, tomándole la temperatura de vez en cuando; apoyaba la mano en su frente y hacía un gesto de disgusto. Pero ahora estaban otra vez prácticamente solos: casi todo el mundo se había desplazado al interior, atraídos por el bullicio. Los que quedaban vigilaban las puertas con una sombra lúgubre cruzando sus miradas atemorizadas, y la hoja de madera reverberaba cuando era golpeada por los muertos que acechaban fuera.

—Jesús... —susurró José.

—¡Hostia! —exclamó Sombra al reparar en ellos—. ¿Dónde estabais? Creía que os habíais... bueno...

José asintió.

—Casi. Pero somos bastante tercos con esto de sobrevivir —metió la mano en la mochila y extrajo los medicamentos, con cuidado de no revelar todas las otras cosas que llevaba.

No tenía, por cierto, ninguna intención de quedarse con nada de todo aquello, pero desde luego no iba a permitir que se repitiera una situación como la que había vivido. Llegado el momento, lo distribuirían tan equitativamente como fuera posible.

Sombra miró los envases que José le ofrecía con cierta perplejidad. Los cogió con sus manos y empezó a revisarlos.

—¿Dobutamina Baxter... Amoxil, Ampicilina?, ¿qué cojones es esto?

—Todas las medicinas que nos dijisteis —dijo José.

—Pero de dónde...

El señor Román, que había estado mirando toda la escena desde su posición cercana a la puerta, se acercó.

—¿Qué es todo eso? —preguntó.

José le pasó uno de los envases.

—Espero que sea suficiente... —apuntó José.

Después de unos instantes, el señor Román levantó la vista de la etiqueta y miró a José con una expresión que él no pudo interpretar.

—Por los clavos de Cristo —exclamó, con voz un poco engolada—. Vaya si sirven.

—¿Le ayudará a administrarle estas cosas?

—Desde luego. Se pondrá bien, casi seguro.

José asintió, aliviado.

El señor Román empezó a preguntar algo, pero Susana estaba ya en otra cosa. Miraba la puerta con el ceño fruncido, escuchando los golpes asíncronos y retumbantes. La hoja se sacudía con cada envite, la plancha metálica de las bisagras se estremecía, amenazando con ceder.

—José... —llamó.

Pero José estaba distraído escuchando las sugerencias de Román y no la escuchó.

—¡JOSÉ!

—Dime... —dijo éste, alertado.

—La puerta...

Su compañero miró, y comprendió rápidamente a qué se refería. La madera crujía:
BUM, BUM, BUM
, el pomo vibraba y los tornillos se sacudían en sus orificios, girando lentamente hacia uno u otro lado.

Están cediendo
, pensó José,
toda la maldita cosa se está viniendo abajo
.

—No aguantará —concluyó.

—Tenemos que traer algunos muebles —dijo Susana.

—Algo pesado.

—Tablones. Podemos clavarlos. Hasta que se olviden de nosotros...

José miró alrededor. El señor Román estaba abriendo los medicamentos y cargando las jeringuillas desechables con sueros que necesitaba aplicar. Cerca, dos hombres les miraban con expresiones neutras, como si sus mentes estuvieran desconectadas, y al recorrer la habitación con la mirada encontró más de lo mismo.

—Creo que iré a buscar a Moses. Él nos ayudará.

Susana asintió.

José se dirigió hacia el rincón donde se habían instalado, pero ya desde lejos, pudo ver que estaba vacío.

De pronto, una intensa sensación de desmayo creció en su interior, similar a una arritmia penetrante.

No están. No hay nadie en sus camas
.

Buscó con la mirada en la sala, ahora medio vacía, pero no los vio por ninguna parte.

No estaban en la sala por donde entramos. No.
Pero entonces negó con la cabeza, desechando la idea que se empeñaba en abrirse paso y reflotar como una deposición pestilente en el poso oscuro de su mente. No quería saber que estaba ahí. No quería haberla concebido, pero persistía.

Se acercó a una de las mujeres que ocupaban los camastros más cercanos.

—Señora... los niños que estaban aquí...

—¡Los niños! —contestó, con un hilo de voz—. Sí, los niños...

—¿Los ha visto?

—Sí, los he visto...

—¿Dónde están? —preguntó, algo más aliviado.

—Sí, ¿dónde están los niños? —dijo, temerosa. Ahora miraba alrededor, visiblemente consternada.

José iba a añadir algo, pero se dio cuenta de que sería inútil. Preguntó a algunas personas más, pero nadie parecía saber dónde estaban sus amigos. Alguien recordaba haberlos visto fuera. Preguntó cuándo estuvieron fuera, y le explicaron que los soldados los habían hecho salir a todos, que buscaban algo. Luego se quedaron fuera, sin saber qué hacer, hasta que comenzaron las explosiones y los disparos. Entonces alguien había chillado y todo el mundo había empezado a correr hacia el interior del edificio porque los
zombis
venían caminando por la calle Real. Luego... luego cerraron las puertas (alguien, nadie sabía quién) y ya no sabían nada más.

—Pero ¿quedaba gente fuera cuando las cerraron?

Las miradas silenciosas le dieron la respuesta.

Cada vez más asustado y furioso a un mismo tiempo, José empezó a trotar por el recinto. Allá por donde iba, gritaba el nombre de Moses y el de Isabel. Ya a la carrera, recorrió las distintas habitaciones, cruzó el hermoso patio interior, las cocinas, los cuartos de baño (un execrable compendio de inmundicias que hacía tiempo que nadie usaba y mucho más que nadie limpiaba) y todos los otros lugares, y cuando se encontró sin saber qué dirección tomar a continuación porque todas le parecían conocidas, se derrumbó.

Llegó donde estaba Susana con ojos llorosos, la mandíbula inferior temblando visiblemente y los puños apretados. Los tendones del cuello agarrotados parecían los mástiles de un navío de guerra.

—Moses... Isabel... —dijo—. Los han dejado fuera.

Y Susana, que tardó todavía un par de segundos en entender lo que quería decir, se quedó súbitamente muda por la conmoción de lo que eso representaba. En su mente se cruzaron imágenes de muertos ensangrentados y letales nubes venenosas, y algo en su interior se desactivó con un sonoro
clic
. Mientras en su mente se abría un abismo cuya profundidad parecía crecer cada segundo, un grito empezó a germinar en su garganta, vibrante y poderoso. Y cuando lo liberó, no quedó nadie en el antiguo convento que no se sintiera sobrecogido.

Llegaban ya a la altura del edificio que albergaba el Patio de los Leones cuando vieron el humo evolucionar en el aire. Oscurecido por la noche y tintado de un color azulado por efecto de la luna, parecía una especie de demonio iracundo, conjurado por artes arcanas.

Alba dejó escapar un pequeño chillido.

—¿Qué... qué es eso? —preguntó Isabel.

Moses no contestó inmediatamente. Pensaba en Aranda, que debía estar en alguna parte de aquel lugar. No sabía qué había pasado, pero sí pensaba que la base Orestes se estaba yendo al infierno rápidamente.

—Gas... —contestó, sombrío—, o humo. Humo envenenado...

—¡Por Dios, Mo!

—Lo siento. Será mejor que entremos... ¡Ya!

Se decidieron por un pequeño edificio en forma de «ele» ubicado al norte. Un pequeño corredor elevado rodeado de arbustos conducía a una puerta sencilla. Moses no tenía la corpulencia de Dozer, pero su complexión era todavía fuerte para la media de los hombres. Le costó tres intentos, pero logró hacer saltar la sencilla cerradura.

Dentro estaba oscuro, y al probar a cerrar la puerta, descubrieron que la oscuridad era entonces absoluta. Moses apiló una silla sobre un viejo escritorio para encaramarse en ella y acceder a los dos únicos ventanucos que tenía la estancia, ubicados casi a la altura del techo. Afortunadamente tenían cristales, así que sólo tuvo que retirar los batientes para que la luz se desparramara por la habitación.

—Mejor... —dijo Isabel.

Miró alrededor, sintiéndose inquieta. Olía a cerrado y a polvo, tanto que casi parecía que podría masticarse. Pero estaba seco, la temperatura era mucho más agradable que al raso, y los sonidos de los disparos y los
zombis
parecían quedar un poco más lejos. También ella pensaba que se trataba sólo de resistir un tiempo, hasta que los militares recuperaran el control de la base. No sabía lo que había ocurrido, pero confiaba en que aún pudiera arreglarse.

Mientras tanto, Moses había empujado el escritorio para bloquear la puerta. Era bastante pesado; no sabía si aguantaría un envite serio de esas cosas, pero la clave estaba en no hacer ruido. Si no se enteraban de que estaban allí, estarían a salvo.

Acomodaron a los niños sobre unos cartones para que no estuvieran en contacto con el frío del suelo, y dieron gracias por la ocurrencia de sacarlos con unas mantas. Ahora al menos podrían mantenerlos calientes mientras esperaban.

—¿Estáis bien? —preguntó Isabel.

—S-sí —contestó Alba.

Gabriel se limitó a levantar la mano, con el pulgar apuntando al techo.

Isabel pasó una mano por la cabeza de la pequeña, retirándole el cabello de la frente.

—¿Tienes miedo?

—No... —dijo, sencillamente.

Isabel sonrió.

—Eres maravillosa —le dijo, y le imprimió un beso en la frente.

En cuanto a ella... Ella sí que tenía miedo. Mucho miedo. Ojalá las cosas no hubieran cambiado. No sabía si los soldados podrían extraer los secretos de las venas de Aranda, pero le empezaba a importar un bledo. Quería regresar a Carranque, a su habitación. Quería despertarse con Moses y trabajar en su huerto. Recordaba que habían hecho planes para cultivar todo el terreno de la pista de atletismo; era una gran explanada de césped donde podrían cultivar montones de verduras y hortalizas, suficientes para alimentar a todo el campamento con comida sana y fresca. Y entonces pensó con amargura que muy mal debían estar las cosas para que aquel pequeño rincón del mundo le pareciera ahora un lugar paradisíaco. Nunca le gustó saludar a los muertos que esperaban tras las rejas del muro, pero allí al menos los muertos sólo acechaban.

Sólo acechaban.

—Mo... —dijo entonces mientras se ponía en pie.

—¿Sí?

—¿Qué habrá pasado con los otros, los otros supervivientes? Los que se quedaron fuera...

Moses no lo sabía, pero de repente, una extraña sensación empezó a embargarle. Miró el fusil que llevaba en las manos, y supo que ese sentimiento que ahora germinaba en él era de culpa. Ahora tenían armas... podrían haber supuesto una diferencia.

Quizá sí, pero quizá no. Y en ese caso, ¿qué hubieran hecho los niños?, ¿qué habría sido de Isabel?

Como adivinando sus pensamientos, Isabel le puso una mano encima de la suya y le dedicó un tímido atisbo de sonrisa.

—Creo que hemos hecho lo correcto —susurró.

Pero Moses no lo sabía. Y empezaba a sospechar que, si llegaban a sobrevivir a todo aquello, sería algo que se preguntaría todas las noches, en esos momentos íntimos entre la vigilia y el sueño; en esos momentos en los que una voz interior te habla y te señala con un dedo acusador.

¿
Lo hiciste, Mo, hiciste todo lo posible
?

Bajó la cabeza, pero no dijo nada.

Cuando el padre Isidro llegó a Granada, pensó que le costaría más trabajo encontrar a los supervivientes. En Málaga tuvo que recurrir a varias argucias para localizar el paradero de los que aún se empeñaban en resistir, ocultándose de los muertos. Incluso entonces, siempre había sabido que el factor suerte había sido esencial para la consecución de sus objetivos. Suerte, o por supuesto, providencia divina.

Y es que el Señor, que vela siempre por su rebaño, había vuelto a indicarle muy claramente dónde debía dirigirse. Rodeado por una plétora de espectros, el padre Isidro levantó los brazos hacia el cielo, sintiéndose eufórico por lo que veían sus ojos muertos; si bien la ciudad se presentaba oscura, apagada y vacía, una columna de humo se elevaba hasta el cielo emergiendo desde la vetusta fortaleza árabe, diseñada por impuros paganos para elevar la gloria de aquella burda pseudorreligión llamada el islam.

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