¡Hágase la oscuridad! (16 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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Como un soldado en retirada iba de un refugio a otro para comprobar que cada una de aquellas defensas se diluía en cuanto las alcanzaba.

Su madre y su padre eran bestias sin corazón que le habían traicionado. Habría sido divertido verles morir.

El Primo Deth. Odiaba desesperadamente al Primo Deth, pero ¿por qué? El Primo Deth era un hombre sensato, siempre atento a la realidad, siempre dócil a sus propios deseos. Cierto que el Primo Deth no le apreciaba, pero nadie le apreciaba en realidad. No existía el aprecio desinteresado; tan sólo un egoísmo feroz.

La Nueva Brujería. Si, sería bueno estar de su lado… si ganaban. Pero estaban deformados por el idealismo. No podían ganar.

Sharlson Naurya. Estaba enamorado de ella y ese amor no podía ser destruido. Era algo a lo que podía agarrarse. Casi podía verla. La amaba. La deseaba. Y si lograban convencerla o forzarla para que entrara en la cofradía de las Hermanas Caídas, podría tenerla.

La Jerarquía. Eso sí que era algo realmente seguro. Sin embargo, por alguna razón, él la había considerado una seguridad equivocada. Pero ¿cuál era esa razón? No podía recordarlo.

La Jerarquía, como un dorado sol naciente, ascendía en su mente, deslumbrante.

Después la luz dorada se convirtió en una llama cegadora que abrasaba y se oyó ruido seco, como la descarga de un trueno, como si él se hubiera convertido en el centro de una explosión que agitara todo el cosmos. Una explosión que resonó en todos los canales sensoriales de su cuerpo, desgarrándole los nervios, destruyéndole con su tremenda intensidad.

Después todos sus sentidos cayeron en la más profunda oscuridad.

Se encontraba todavía en la misma habitación, todavía en el mismo sillón acolchado. El hermano Dhomas seguía mirándole.

Nada había cambiado.

¿Qué era lo que se había propuesto el hermano Dhomas? ¿Cambiar su personalidad? ¡No lo había logrado! Él seguía siendo el hermano Jarles. ¡Aquel viejo imbécil había fracasado!

Por supuesto que era el hermano Jarles, sacerdote del Primer Círculo. ¡Pero no seguiría así por mucho tiempo! Veamos, tenía que alcanzar el Cuarto Círculo, eso era lo que le permitiría promocionarse. El Tercero y el Quinto era prácticamente un callejón sin salida.

Por supuesto que era el hermano Jarles. Fiel servidor de la Jerarquía, porque cualquier imbécil sabía que ésa era la mejor manera de abrirse camino. El Primo Deth era su amigo, o mejor dicho el Primo Deth deseaba ayudarle y con la ayuda del Primo Deth, cualquiera llegaría lejos.

Luego recuperó la memoria, de golpe. Incrédulo y angustiado volvió a recordar.

Por lo tanto, el hermano Dhomas no había fracasado. Había logrado cambiar su personalidad.

Involuntariamente, con gran vergüenza y embarazo, recordó al otro, al anterior Armon Jarles.

¡Qué imbécil, que fantoche despreciable, absurdo y sensiblero había sido el otro Armon Jarles!

11

El hermano Chulian tenía miedo del hombre que estaba tendido en la cama. Le contemplaba con una tensión casi dolorosa.

Cierto que probablemente estaba inconsciente y lo había estado desde que le habían capturado. Se encontraba tan malherido que había sido necesario implantarle un corazón artificial. Chulian podía ver cómo su sangre circulaba a través de los tubos transparentes.

La ciencia médica de la Jerarquía era capaz de acelerar el proceso de curación de manera asombrosa, pero era impensable que aquel hombre pudiera moverse de la cama antes de varias horas.

Pese a todo, Chulian seguía temiéndole porque el hombre era un brujo…, ¿O era mejor decir un hechicero? En cualquier caso, era un miembro importante de la Brujería Interior, y Chulian había tenido demasiados enfrentamientos recientemente con el poder de la Brujería. ¡Aquel diván abominable! Desde entonces no lograba dormir tranquilo.

Por supuesto que los sacerdotes de los niveles superiores lo negaban. La mayoría de los sacerdotes de alto nivel mantenían que esos poderes no eran más que trucos científicos ideados por un enemigo de la Jerarquía. Durante los últimos días, ese punto de vista era repetido constantemente a los sacerdotes de niveles inferiores. Se dedicaban reuniones especiales para ello. Los sacerdotes de alto rango habían asegurado que la Jerarquía pronto destruiría al enemigo. Que sólo lo habían pospuesto para poder estudiarle mejor y perfeccionar sus preparativos. Mientras tanto, los sacerdotes de niveles inferiores debían contemplar con escepticismo todas aquellas apariciones fantasmales y enviar informes completos sobre ellas.

¡Qué tranquilidad!, pensaba el hermano Chulian, si la Jerarquía pudiera anunciar que el Gran Dios, en su omnipotencia sobrenatural, había decidido aniquilar a las huestes de Satanás. Pero no existía tal Gran Dios. Sin embargo, ¡qué tranquilizador hubiera sido que existiera! De pronto, entró un sacerdote del Tercer Círculo, examinó al hombre tendido en la cama, consultó los indicadores conectados a la extensión artificial del sistema circulatorio y se marchó sin decir nada.

¡Qué mala idea la del Primo Deth al haberle encomendado aquel trabajo de vigilancia!

Pero ¿qué podía hacer Chulian para impedirlo? De forma gradual, casi contra su voluntad, se había convertido en un miembro del grupo del Primo Deth y tras el Primo Deth se vislumbraba el poder terrorífico del arcipreste Goniface. Chulian, que siempre había intentado evitarlo, había quedado finalmente involucrado en la política de la Jerarquía.

Por temperamento, Chulian era partidario de los Moderados. Una vez había oído hablar al hermano Frejeris y nunca había podido olvidar aquella experiencia. Era un hombre alto y apuesto, con la serenidad de una estatua que había despertado en Chulian un profundo sentimiento de seguridad y sosiego.

Sin embargo, Chulian debía reconocer que no estaba muy de acuerdo con la política actual de los Moderados, porque minimizaba el peligro que representaba la Brujería. Si hubieran pasado por sus experiencias no la minimizarían de aquella manera. ¡En aquel punto, los Realistas tenían razón!

Se oyó un ruido casi imperceptible, como si alguien se aclarara la garganta. El hombre que estaba tumbado en la cama había abierto los ojos y miraba a Chulian.

Cuando la consciencia volvió de nuevo al Hombre Negro, su primer pensamiento fue el que se arremolinaba en la marca de la consciencia desde las profundidades del inconsciente: ansiedad por Dickon. Sin sangre fresca, su hermano pequeño sólo podía sobrevivir un máximo de tres días.

Lleno de ansiedad pensó un mensaje: «¿Estás ahí, Dickon?». Después dejó su mente en blanco y esperó.

«Dickon está en los tubos de aire. Dickon está muy débil. Pobre Dickon. Pero Dickon puede verte».

Tubos de aire. ¡Ventiladores! Debía existir una forma de salir de aquella habitación.

El Hombre Negro pensó: «¿Por qué no puedes venir hasta mí?»

Penosamente —casi podía sentir cómo el cerebro de su hermano pequeño estaba aturdido por las toxinas— llegó la respuesta:

«Dickon quisiera venir. Está en la boca de un gran tubo que da a tu habitación, pero siempre hay un sacerdote contigo. Sería peligroso para Dickon ser visto por un sacerdote. Tú ya lo sabes, hermano.»

El Hombre Negro pensó: «¿Dónde está el sacerdote?»

«Si te das la vuelta hacia la izquierda, le verás. Ahora no mira al hermano de Dickon.»

Con mucho, con muchísimo cuidado y sin hacer ruido, el Hombre Negro giró la cabeza hasta que pudo ver al hermano Chulian. El sacerdote parecía perdido en una triste e inquieta meditación.

El Hombre Negro pensó: «¿Te quedan bastantes fuerzas para hacer un movimiento rápidamente?»

«Dickon tiene todavía algunas gotas de sangre fresca en la bolsa. Dickon las ha ahorrado permaneciendo sentado sin moverse».

«¡Muy bien! Este sacerdote es fácil de asustar. Sin que te vea, asústale para que salga de la habitación; yo retendré su atención mientras llegas».

«¿Y después Dickon podrá reunirse con su hermano?»

«Sí».

El Hombre Negro pensó: Después, se aclaró la garganta. Todavía no sabía si podía hablar. Uno de sus pulmones parecía totalmente fuera de servicio.

El hermano Chulian se sobresaltó de pronto y le miró.

—Soy un siervo de Satanás —dijo el Hombre Negro.

Su voz no era más que un susurro débil y sibilante.

—Eres un enemigo del Gran Dios —acertó a replicar finalmente Chulian, con una especie de torpe diplomática.

El Hombre Negro frunció los labios doloridos en una sonrisa que pretendía ser satánica.

—Y ¿quién tiene miedo del Gran Dios? —susurró—. El Gran Dios no tiene ninguna autoridad. Fue inventado por Satanás para que los hombres pudieran albergar esperanzas y hacer aún más ridícula su lucha contra el mal, el terror y la muerte.

—Pero, pese a ello, sigues siendo un prisionero de la Jerarquía —declaró por fin Chulian, mientras inconscientemente daba un golpecito a su túnica, como si algo le hubiera rozado ligeramente el muslo.

—Sí —murmuró el Hombre Negro amenazante—. Y me sorprende que hayas osado hacerme esta afrenta. Ahora, déjame o sufrirás las consecuencias.

De nuevo Chulian dio un ligero golpe a la túnica. Toda su atención estaba concentrada en el Hombre Negro.

—No puedes moverte de esa cama —insistió incómodo—, salir de la habitación. Y aquí no puedes hacerme daño.

—¿Estás seguro? —susurró sonriendo el Hombre Negro, ya que su primera sonrisa parecía haber molestado a Chulian—. En este mismo momento extiendo hacia ti unas manos invisibles. En este mismo momento están encima de ti.

Chulian gritó y saltó del taburete. Luego se frotó el muslo y miró con suspicacia, primero al Hombre Negro y después al taburete. Bruscamente, como si supiera que la duda le haría perder la cabeza, lo levantó y le dio la vuelta.

Algo más tranquilo, Chulian colocó de nuevo el taburete en el suelo y se sentó.

Inmediatamente, el pellizco se repitió.

Con un grito que ya era de terror, Chulian se levantó y agitó los brazos como si tratase de ahuyentar las manos invisibles y tras una última mirada de horror al Hombre Negro, huyo de la habitación.

El Hombre negro oyó los pasos ligeros de Dickon dirigiéndose hacia la cama. Después, en el borde de esta apareció una pata cubierta de vello rojo, con los dedos crispados y la palma en forma de ventosa. (Esa misma ventosa era la que había permitido a Dickon mantenerse siempre en el lado opuesto del taburete cuando Chulian lo había levantado.)

Lenta y laboriosamente, porque el familiar había llegado ya al límite de sus fuerzas —el Hombre Negro pudo notar lo aturdido y exhausto que estaba por la calidad de sus débiles impulsos telepáticos—, la criatura se aupó sobre la cama.

Era como un mono—araña, pero con un torso mucho más pequeño y exageradamente delgado. Peludo, con un vello rojizo que cubría lo que parecía tan sólo un perfil o el boceto de un animal, era una red de huesos filiformes y músculos delgados como cintas. La encarnación misma de una frágil agilidad, forzada en aquel momento a la lentitud a causa del agotamiento. Tenía la cabeza como la de un lemur, con grandes ojos inquisidores que ahora aparecían velados y vacilantes.

Era una especie de duende espectral.

Pero al Hombre Negro, aquella visión le produjo un sentimiento de profundo afecto y familiaridad. Sabía por qué aquel vello rojizo era del mismo tono que sus propios cabellos y por qué la frente era amplia, por qué aquella cara sin nariz era una caricatura de la suya propia.

Lo sabía y le amaba como a un hermano. Más que a su hermano. Como carne de su carne.

El Hombre Negro le acogió, cuando con debilidad trepó hasta su lado y le acercó su extraña boca a la piel. Luego experimentó un sentimiento de satisfacción, cuando notó la succión y el pequeño picoteo que le indicaba que estaba tomando sangre fresca, al tiempo que descargaba la sangre viciada en sus venas capilares.

«Bebe lo que quieras, hermano pequeño», pensó. «Es por cuenta de la jerarquía, hermano. Han tenido que hacerme una gran transfusión de sangre para mantener ese corazón artificial. Bebe hasta saciarte.»

De repente se sintió débil y soñoliento. La descarga de sangre desoxigenada transmitida por Dickon le había agotado todavía más.

Como en un sueño percibió el pensamiento de Dickon:

«Dickon recupera sus fuerzas ahora, hermano. Dickon se siente bastante fuerte para llevar un mensaje hasta el fin del mundo, si el hermano de Dickon lo desea.»

«Bravo Dickon.»

Se oyeron pasos precipitados tras la puerta y antes de que el Hombre Negro hubiera podido pensar en advertir a Dickon, éste saltó con agilidad y desapareció.

«Dickon vuelve a los tubos de aire, hermano. Piensa en el mensaje que quieres que Dickon lleve. Dickon espera.»

El Hombre Negro, a través de una bruma de fatiga, oyó la voz burlona del Primo Deth que preguntaba:

—Y, ¿dónde están esas manos que os han pellizcado de forma tan irreverente, monseñor? ¿queréis mostrármelas? ¡Ah!, me olvidaba. Habéis dicho que son invisibles. ¿Os siguen pellizcando, monseñor?

Después, se oyó la respuesta estridente del hermano Chulian:

—¡Os he dicho que me tocó! Me miro, me habló y entonces me tocó con unas manos invisibles.

—¡Qué desconsiderado! —observó la voz sarcástica—. Me temo que tendré que encargar este trabajo de vigilancia a una persona menos sensible. ¡Oh, sí! Creo que os ha tocado con manos invisibles. Ha tocado vuestra mente…, os ha sugestionado, os ha hipnotizado. Los brujos son muy hábiles para esta clase de cosas.

La voz se acercó, hasta que el Hombre Negro, aturdido en su semiinconsciencia, notó que el Primo Deth se inclinaba sobre él.

—Pero me pregunto de qué le va a servir esta habilidad cuando esté en disposición de visitar al hermano Dhomas.

12

Era día de mercado en Megatheopolis y, como era costumbre en esos días, la Gran Plaza no quedaría vacía hasta el toque de queda. Sin embargo, los fieles estaban preparando sus cosas y se apresuraban a marchar a casa antes de la puesta del sol. Nadie estaba interesado en los negocios. La llegada de la noche había puesto fin a la habitual animación del mercado.

Un comerciante invisible había estado entre ellos y había distribuido gratuitamente su mercancía. Era el Terror.

¿Quién hubiera osado volver a casa al crepúsculo, exponiéndose a encontrar una de aquellas enormes bestias grises de ojos rojizos que, la noche anterior, habían rondado y husmeado por todas las callejuelas? ¿O arriesgarse a quedar aislado en casa con aquella oscuridad invasora que había forzado a una patrulla de diáconos a refugiarse en la vivienda de un fiel? Umder Chohn el herrero, en cuya casa se habían refugiado, había dicho que los diáconos estaban más asustados que él mismo.

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