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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—Buenas tardes, señor Potter.
Harry dio un respingo y miró nuevamente a su alrededor. Al principio no la había visto porque llevaba una chillona túnica floreada cuyo estampado se parecía mucho al del mantel de la mesa que la profesora tenía detrás.
—Buenas tardes, profesora Umbridge —repuso con frialdad.
—Siéntese, por favor —dijo la profesora señalando una mesita cubierta con un mantel de encaje a la que había acercado una silla. Sobre la mesa había un trozo de pergamino en blanco que parecía esperar a Harry.
—Esto… —empezó él sin moverse—, profesora Umbridge… Esto…, antes de empezar quería pedirle… un favor.
Los saltones ojos de la bruja se entrecerraron.
—¿Ah, sí?
—Sí, mire… Es que estoy en el equipo de
quidditch
de Gryffindor. Y el viernes a las cinco en punto tenía que asistir a las pruebas de selección del nuevo guardián, y me gustaría saber si… si podría librarme del castigo esa tarde y hacerlo… cualquier otra tarde…
Antes de terminar la frase ya había comprendido que no iba a servir de nada.
—¡Ah, no! —replicó la profesora Umbridge esbozando una sonrisa tan amplia que parecía que acabara de tragarse una mosca especialmente sabrosa—. No, no, no. Lo he castigado por divulgar mentiras repugnantes y asquerosas con las que sólo pretende obtener notoriedad, señor Potter, y los castigos no pueden ajustarse a la comodidad del culpable. No, mañana vendrá aquí a las cinco en punto, y pasado mañana, y también el viernes, y cumplirá sus castigos como está planeado. De hecho, me alegro de que se pierda algo que desea mucho. Eso reforzará la lección que intento enseñarle.
Harry notó que la sangre le subía a la cabeza y oyó unos golpes sordos en los oídos. Así que lo que hacía era divulgar mentiras repugnantes y asquerosas con las que sólo pretendía obtener notoriedad, ¿eh?
La profesora Umbridge lo miraba con la cabeza un poco ladeada y seguía sonriendo abiertamente, como si supiera con exactitud lo que Harry estaba pensando y quisiera comprobar si se ponía a gritar otra vez. El chico hizo un gran esfuerzo, miró hacia otro lado, dejó su mochila junto a la silla y se sentó.
—Bueno —continuó la profesora Umbridge con dulzura—, veo que ya estamos aprendiendo a controlar nuestro genio, ¿verdad? Y ahora quiero que copie un poco, Potter. No, con su pluma no —añadió cuando Harry se agachó para abrir su mochila—. Copiará con una pluma especial que tengo yo. Tome. —Le entregó una larga, delgada y negra pluma con la plumilla extraordinariamente afilada—. Quiero que escriba «No debo decir mentiras» —le indicó con voz melosa.
—¿Cuántas veces? —preguntó Harry fingiendo educación lo mejor que pudo.
—Ah, no sé, las veces que haga falta para que se le grabe el mensaje —contestó la profesora Umbridge con ternura—. Ya puede empezar.
Ella fue hacia su mesa, se sentó y se encorvó sobre un montón de hojas de pergamino que parecían trabajos para corregir. Harry levantó la afilada pluma negra y entonces se dio cuenta de lo que le faltaba.
—No me ha dado tinta —observó.
—Ya, es que no la necesita —contestó la profesora, y algo parecido a la risa se insinuó en su voz.
Harry puso la plumilla en el pergamino, escribió: «No debo decir mentiras» y soltó un grito de dolor.
Las palabras habían aparecido en el pergamino escritas con una reluciente tinta roja, y al mismo tiempo habían aparecido en el dorso de la mano derecha de Harry. Quedaron grabadas en su piel como trazadas por un bisturí; sin embargo, mientras contemplaba aquel reluciente corte, la piel cicatrizó y quedó un poco más roja que antes, pero completamente lisa.
Harry se dio la vuelta y miró a la profesora Umbridge. Ella lo observaba con la boca de sapo estirada forzando una sonrisa.
—¿Sí?
—Nada —respondió él con un hilo de voz.
Harry volvió a mirar el pergamino, puso la plumilla encima una vez más y escribió «No debo decir mentiras»; inmediatamente notó otra vez aquel fuerte dolor en el dorso de la mano; una vez más las palabras se habían grabado en su piel; y una vez más, desaparecieron pasados unos segundos.
Harry siguió escribiendo. Una y otra vez, trazaba las palabras en el pergamino y pronto comprendió que no era tinta, sino su propia sangre. Y una y otra vez, las palabras aparecían grabadas en el dorso de su mano, cicatrizaban y aparecían de nuevo cuando volvía a escribir con la pluma en el pergamino.
A través de la ventana del despacho vio que había oscurecido, pero Harry no preguntó cuándo podía parar. Ni siquiera miró qué hora era. Sabía que ella lo observaba, atenta a cualquier señal de debilidad, y no pensaba mostrar ninguna, aunque tuviera que pasar toda la noche allí sentado, cortándose la mano con aquella pluma…
—Venga aquí —le ordenó la profesora Umbridge al cabo de lo que a Harry le parecieron horas.
El chico se levantó. Le dolía la mano, y cuando se la miró vio que el corte se había curado, pero tenía la piel muy tierna.
—La mano —pidió la profesora Umbridge.
Harry se la tendió y ella la cogió entre las suyas. Harry contuvo un estremecimiento cuando la profesora se la tocó con sus gruesos y regordetes dedos, en los que llevaba varios feos y viejos anillos.
—¡Ay, ay, ay! Veo que todavía no le he impresionado mucho —comentó sonriente—. Bueno, tendremos que intentarlo de nuevo mañana, ¿no? Ya puede marcharse.
Harry se marchó del despacho sin decir palabra. El colegio estaba casi desierto; debía de ser más de medianoche. Fue lentamente por el pasillo y entonces, cuando hubo doblado la esquina y estuvo seguro de que la profesora Umbridge ya no podría oírlo, echó a correr.
No había tenido tiempo de practicar los hechizos desvanecedores, ni había anotado un solo sueño en su diario de sueños, ni había terminado el dibujo del
bowtruckle
ni había escrito las redacciones. A la mañana siguiente se saltó el desayuno para escribir un par de sueños inventados para la clase de Adivinación, la primera que tenían aquel día, y le sorprendió que Ron, muy despeinado, se quedara con él en la sala común.
—¿Por qué no lo hiciste anoche? —le preguntó Harry mientras Ron miraba a su alrededor, desesperado, en busca de inspiración.
Su amigo, que estaba profundamente dormido la noche anterior, cuando Harry llegó al dormitorio, murmuró algo de que había estado «haciendo otras cosas», se inclinó sobre su hoja de pergamino y garabateó unas cuantas palabras.
—Bueno, ya está —afirmó, y cerró el diario de un golpetazo—. He puesto que soñé que me compraba unos zapatos nuevos. No creo que pueda ver nada raro en eso, ¿verdad? —Salieron juntos hacia la torre norte—. ¿Cómo te fue el castigo con la profesora Umbridge, por cierto? ¿Qué te hizo?
Harry vaciló un instante y luego contestó:
—Me puso a copiar.
—Ah, pues no está tan mal —comentó Ron.
—No —confirmó Harry.
—Oye, se me olvidaba, ¿te levantó el castigo del viernes?
—No.
Ron se solidarizó con su amigo soltando un gruñido.
Harry volvió a tener un mal día; fue uno de los peores en Transformaciones porque no había practicado los hechizos desvanecedores. Tuvo que saltarse la hora de la comida para terminar el dibujo del
bowtruckle
y, entre tanto, las profesoras McGonagall, Grubbly-Plank y Sinistra les pusieron aún más deberes, que él no iba a poder terminar aquella tarde por culpa de su segundo castigo con la profesora Umbridge. Para colmo, Angelina Johnson volvió a abordarlo a la hora de la cena y, al enterarse de que no podría ir el viernes a las pruebas para seleccionar al nuevo guardián, le dijo que su actitud la había decepcionado mucho y que esperaba que los jugadores que quisieran seguir en el equipo antepusieran los entrenamientos a sus otras obligaciones.
—¡Estoy castigado! —le gritó Harry mientras ella se alejaba muy indignada—. ¿Acaso crees que prefiero estar encerrado en una habitación con ese sapo viejo a jugar al
quidditch
?
—Al menos sólo tienes que copiar —comentó Hermione para consolarlo cuando Harry volvió a sentarse en el banco y se quedó contemplando su pastel de carne y riñones, que ya no le gustaba tanto—. La verdad es que no es un castigo espantoso…
Harry despegó los labios, volvió a cerrarlos y asintió. En realidad no sabía muy bien por qué no había contado ni a Ron ni a Hermione en qué consistía exactamente el castigo que le había impuesto la profesora Umbridge: lo único que sabía era que no quería ver sus caras de horror, porque eso haría que todo pareciera aún peor y resultaría mucho más difícil afrontarlo. Además, tenía la impresión de que ese asunto era algo entre él y la profesora Umbridge, una prueba de fuerza entre ellos dos, y no pensaba darle la satisfacción de descubrir que se había quejado.
—No puedo creer la cantidad de deberes que tenemos —comentó Ron con abatimiento.
—¿Y por qué no los hiciste anoche? —le preguntó Hermione—. ¿Dónde estabas, por cierto?
—Estaba… Me apetecía dar un paseo —contestó Ron con evasivas.
Harry tuvo entonces la clara sensación de que él no era el único que ocultaba cosas.
El segundo castigo fue igual de duro que el del día anterior. Esa vez la piel del dorso de la mano de Harry se irritó más deprisa, y enseguida se le puso roja e inflamada. Harry no creía que siguiera curándose tan bien como al principio. El corte no tardaría mucho en quedar marcado en su mano, y quizá entonces la profesora Umbridge se considerara satisfecha. Sin embargo, el chico no dejó escapar ni el más leve gemido de dolor, y desde que entró en el despacho hasta que la profesora Umbridge le mandó que se marchara, pasadas las doce, no dijo más que «Buenas noches».
Pero el asunto de los deberes estaba llegando a un punto alarmante, de modo que cuando volvió a la sala común de Gryffindor, pese a estar agotado, no fue a acostarse, sino que abrió sus libros y empezó la redacción sobre el ópalo que tenía que entregar a Snape. Sabía que había escrito una redacción muy floja, pero no le quedaba más remedio que entregarla, porque, por mala que fuera, si no la hacía Snape sería el próximo en castigarlo. A continuación, escribió a toda velocidad las respuestas a las preguntas que les había puesto la profesora McGonagall, redactó a la carrera algo sobre el manejo adecuado de los
bowtruckles
para la profesora Grubbly-Plank, y subió a acostarse. Se tumbó sobre la colcha sin desnudarse y se quedó dormido inmediatamente.
El jueves, Harry se sintió cansado todo el día. Ron también parecía adormilado, aunque su amigo no entendía por qué. El tercer castigo de Harry fue igual que los dos anteriores, sólo que, tras dos horas copiando, las palabras «No debo decir mentiras» dejaron de desaparecer del dorso de su mano y permanecieron grabadas allí, rezumando gotitas de sangre. La pausa en el rasgueo de la afilada pluma hizo que la profesora Umbridge levantara la cabeza.
—¡Ah! —dijo en voz baja, y pasó junto a su mesa y fue a examinarle la mano—. Muy bien. Esto debería servirle de recordatorio, ¿no cree? Ya puede marcharse.
—¿Tengo que volver mañana? —preguntó Harry mientras cogía su mochila con la mano izquierda para no usar la derecha, que tenía dolorida.
—Sí, claro —contestó la profesora Umbridge con una amplia sonrisa—. Sí, creo que podemos grabar el mensaje un poco más con otro día de trabajo.
Harry jamás se había planteado la posibilidad de que existiera algún otro profesor en el mundo al que odiara más que a Snape, pero mientras volvía caminando hacia la torre de Gryffindor, tuvo que reconocer que había encontrado a un poderoso contrincante. «Es cruel —pensó mientras subía por la escalera hacia el séptimo piso—. Es una vieja loca, cruel y retorcida.»
—¿Ron?
Harry había llegado al final de la escalera, había girado a la derecha y casi había tropezado con su amigo, que estaba escondido detrás de una estatua de Lachlan el Desgarbado, aferrado a su escoba. Al ver a Harry, Ron se sobresaltó e intentó esconder su nueva Barredora 11 detrás de la espalda.
—¿Qué haces aquí?
—Pues… nada. ¿Y tú?
Harry lo miró frunciendo el entrecejo.
—¡Vamos, Ron, puedes contármelo! ¿De qué te escondes?
—Ya que insistes… Me escondo de Fred y George. Acabo de verlos pasar con un grupo de alumnos de primero; creo que están utilizándolos otra vez como conejillos de Indias. Como ahora ya no pueden hacerlo en la sala común, porque allí está Hermione…
Hablaba muy deprisa, atolondradamente.
—Pero ¿qué haces con la escoba? No habrás estado volando, ¿verdad?
—No…, bueno…, esto… ¡Está bien, te lo contaré! Pero no te rías, ¿vale? —dijo, poniéndose a la defensiva; cada vez estaba más colorado—. Es que… quiero presentarme a las pruebas de guardián de Gryffindor ahora que tengo una escoba decente. Ya está. ¡Anda, ríete!
—No me río —replicó Harry mientras Ron parpadeaba por la sorpresa—. ¡Me parece una idea excelente! ¡Sería genial que entraras en el equipo! Nunca te he visto jugar de guardián. ¿Lo haces bien?
—Digamos que no lo hago del todo mal —contestó Ron, que parecía inmensamente aliviado por la reacción de Harry—. Charlie, Fred y George siempre me colocaban de guardián cuando se entrenaban durante las vacaciones.
—¿Y has estado practicando esta noche?
—Todas las noches desde el martes… Pero yo solo. He intentado encantar unas
quaffle
s para que volaran hacia mí, pero no ha resultado fácil, y no sé si servirá de algo. —Ron parecía nervioso y angustiado—. Fred y George van a morirse de risa cuando vean que me presento a las pruebas. No han parado de tomarme el pelo desde que me nombraron prefecto.
—Ojalá pudiera asistir a las pruebas —comentó Harry con amargura mientras reanudaban juntos el camino hacia la sala común.
—Sí, yo también… ¡Harry! ¿Qué es eso que tienes en la mano?
Harry, que acababa de rascarse la nariz con la mano derecha, intentó esconderla, pero tuvo el mismo éxito que Ron con su Barredora.
—Sólo es un corte… No es nada…, es…
Pero Ron había agarrado a su amigo por el antebrazo y se había acercado el dorso de su mano a los ojos. Hubo una pausa durante la cual Ron miró fijamente las palabras grabadas en la piel; luego, muerto de rabia, soltó a Harry:
—¿No decías que sólo te había mandado copiar?
Harry vaciló, pero al fin y al cabo Ron acababa de ser sincero con él, así que le contó a su amigo la verdad sobre las horas que había pasado en el despacho de la profesora Umbridge.