Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
Sentados en altos taburetes ante un largo mostrador, unos duendes atendían a los primeros clientes del día. Hermione, Ron y Travers se dirigieron hacia uno de ellos, muy anciano, que examinaba una gruesa moneda de oro con un monóculo. Hermione dejó pasar primero a Travers con el pretexto de mostrarle a Ron los detalles arquitectónicos del vestíbulo.
El hombrecillo dejó la moneda, dijo «Leprechaun» sin dirigirse a nadie en particular y saludó a Travers. Éste le entregó una diminuta llave de oro que el duende escudriñó y se la devolvió.
Entonces Hermione se acercó al mostrador.
—¡Señora Lestrange! —exclamó el duende sin disimular su asombro—. ¡Cielos! ¿En qué… en qué puedo ayudarla?
—Quiero entrar en mi cámara —dijo Hermione.
El anciano se inquietó un poco. Harry echó un vistazo alrededor: Travers seguía por allí y los observaba; además, otros duendes habían interrumpido su trabajo y miraban con extrañeza a Hermione.
—¿Tiene usted… algún documento que acredite su identidad?
—¿Algún documento que…? ¡Pero si jamás me han pedido ninguno!
—¡Lo saben! —susurró Griphook al oído de Harry—. ¡Deben de haberlos prevenido de que podría venir una impostora!
—Su varita servirá, señora —aseguró el duende, y tendió una mano ligeramente temblorosa. Harry comprendió que en Gringotts estaban al corriente de que a Bellatrix se la habían robado.
—¡Haz algo! ¡Haz algo ya! —le susurró Griphook con apremio—. ¡Lánzales la maldición
imperius
!
Harry alzó la varita de espino bajo la capa, apuntó al duende anciano y susurró por primera vez en su vida:
—
¡Imperio!
Una extraña sensación le recorrió el brazo: una especie de tibio cosquilleo que al parecer le salía del cerebro y viajaba por los tendones y las venas del brazo, conectándolo con la varita mágica y con la maldición que acababa de lanzar. El duende cogió la varita de Bellatrix, la examinó minuciosamente y exclamó:
—¡Ah, veo que le han hecho una nueva, señora Lestrange!
—¡Qué dice! —se extrañó Hermione—. No, no, ésa es mi…
—¿Una varita nueva? —terció Travers acercándose otra vez al mostrador; los duendes de alrededor seguían observando—. Pero ¿cómo lo ha hecho? ¿A qué fabricante se la ha encargado?
Harry actuó sin pensar: apuntó a Travers y murmuró
«¡Imperio!»
una vez más.
—¡Ah, sí, sí, claro! —exclamó Travers contemplando la varita—. Es muy bonita. ¿Y funciona bien? Siempre he opinado que a las varitas hay que domarlas un poco, ¿usted no?
Hermione estaba completamente desconcertada, pero Harry, aliviado, vio que encajaba aquella extraña situación sin hacer comentarios.
Tras el mostrador, el duende anciano dio unas palmadas. Acudió otro individuo de su raza más joven.
—Necesitaré los cachivaches —le dijo el anciano. El joven se marchó y regresó al cabo de un momento con una bolsa de piel, a juzgar por el ruido que hacía, llena de objetos metálicos. Se la entregó a su superior—. ¡Estupendo! —dijo éste—. Y ahora, si tiene la amabilidad de seguirme, señora Lestrange —indicó, bajando del taburete y perdiéndose de vista—, la acompañaré a su cámara.
El duende apareció por un extremo del mostrador y se les aproximó trotando con la bolsa de piel, que seguía produciendo ruidos metálicos. Travers se había quedado inmóvil y con la boca abierta. Ron lo observó con cara de desconcierto, y su expresión hizo que los demás se fijaran en esa extraña circunstancia.
—¡Bogrod! ¡Un momento! —Otro duende acababa de llegar corriendo—. Tenemos instrucciones —dijo tras saludar a Hermione con una inclinación de la cabeza—. Disculpe, señora Lestrange, pero hemos recibido órdenes específicas con relación a la cámara de los Lestrange.
Le susurró algo al oído a Bogrod, con urgencia, pero el duende que estaba bajo la maldición
imperius
se lo quitó de encima diciendo:
—Estoy al corriente de las instrucciones. La señora Lestrange quiere visitar su cámara. La suya es una familia muy antigua y son buenos clientes… Por aquí, por favor.
Y, haciendo sonar la bolsa, se encaminó deprisa hacia una de las muchas puertas por las que se salía del vestíbulo. Harry miró a Travers, que continuaba allí plantado como si lo hubieran clavado en el suelo, con una expresión inusualmente ausente, y tomó una decisión: con una sacudida de la varita, hizo que el
mortífago
los acompañara. Este los siguió con mansedumbre hasta la puerta, y todos recorrieron un pasillo de bastas paredes de piedra e iluminado con antorchas.
—Estamos en un aprieto; sospechan de nosotros —dijo Harry cuando la puerta se cerró tras ellos y se quitó la capa invisible. Griphook se bajó de sus hombros, pero ni Travers ni Bogrod se sorprendieron lo más mínimo al ver aparecer, de pronto, a Harry Potter—. Les he hecho la maldición
imperius
—explicó el muchacho a Hermione y Ron, extrañados de ver a los dos individuos quietos e inexpresivos—. Pero no sé si lo he hecho bien, no sé si…
Entonces rescató otro recuerdo de su memoria: la primera vez que había intentado utilizar una maldición imperdonable mientras la verdadera Bellatrix Lestrange le chillaba: «¡Tienes que sentirlas, Potter!»
—¿Qué hacemos? —preguntó Ron—. ¿Nos largamos de aquí ahora que todavía podemos?
—¿Tú crees que podemos? —replicó Hermione mirando hacia la puerta que daba al vestíbulo principal, detrás de la cual podía estar sucediendo cualquier cosa.
—Ya que hemos llegado hasta aquí, propongo que continuemos —dijo Harry.
—¡Estupendo! —saltó Griphook—. No obstante, necesitamos a Bogrod para que controle el carro que nos conducirá a la cámara, yo ya no tengo autoridad para hacerlo. Pero no cabremos todos en el vehículo.
En vista de ello, Harry apuntó con la varita a Travers y exclamó de nuevo:
—
¡Imperio!
El
mortífago
se dio la vuelta y echó a andar despacio por el oscuro pasillo.
—¿Adónde va?
—Le he ordenado que se esconda —respondió Harry.
Y a continuación apuntó con la varita a Bogrod, que emitió un silbido e hizo aparecer de la oscuridad un carro que avanzó lentamente por las vías. Mientras montaban en él (Bogrod delante y los otros cuatro apretujados en la parte de atrás), el muchacho habría jurado que se oían gritos en el vestíbulo principal.
El vehículo dio una sacudida, se puso en movimiento y fue ganando velocidad. Pasaron a toda pastilla cerca de Travers, que se estaba metiendo en una grieta de la pared, y el carro empezó a describir giros y voltearse por el laberinto de pasillos, todos descendentes, dando bruscos virajes para esquivar estalactitas y adentrándose cada vez más en aquel laberinto subterráneo. La corriente de aire le alborotaba el pelo a Harry que, aunque sólo oía el traqueteo en los rieles, no cesaba de mirar hacia atrás, muy inquieto. Lo que habían hecho era peor que dejar enormes huellas en el suelo; cuanto más lo pensaba, más descabellado le parecía haber disfrazado a Hermione de Bellatrix y haberse llevado la varita mágica de la bruja, porque los
mortífagos
sabían quién se la había robado.
Harry nunca había llegado a unos niveles tan profundos de Gringotts; tanto era así que, al tomar abruptamente una curva muy cerrada, vio ante ellos una cascada que caía sobre las vías, imposible de esquivar. Oyó cómo Griphook gritaba, pero no había forma de frenar y la atravesaron a una velocidad de vértigo. A Harry le entró agua en los ojos y la boca; no veía nada ni podía respirar. Acto seguido, el carro dio un violento corcovo, volcó y todos salieron despedidos. El chico oyó cómo el vehículo se hacía añicos contra la pared y el chillido de Hermione, mientras él planeaba como si fuera ingrávido hasta posarse suavemente en el suelo rocoso del pasillo.
—En-encantamiento del almohadón —farfulló Hermione mientras Ron la ayudaba a levantarse.
Horrorizado, Harry observó que su amiga ya no era Bellatrix: estaba allí plantada con una túnica que le iba enorme, empapada y con su aspecto habitual. Además, Ron volvía a ser pelirrojo y ya no llevaba barba. Se miraron unos a otros y, al tocarse la cara, lo entendieron.
—¡La Perdición del Ladrón! —exclamó Griphook, poniéndose en pie y contemplando la cascada que caía sobre las vías, y en ese momento Harry comprendió que era algo más que agua—. ¡Elimina todo sortilegio, todo ocultamiento mágico! ¡Saben que hay impostores en Gringotts y han puesto defensas contra nosotros!
Hermione comprobó que todavía conservaba el bolsito de cuentas y Harry metió la mano en su chaqueta para asegurarse de que no había perdido la capa invisible. También observó que Bogrod sacudía la cabeza, desconcertado, puesto que la Perdición del Ladrón había anulado, asimismo, la maldición
imperius
.
—Necesitamos a Bogrod —dijo Griphook—. No podemos entrar en la cámara sin un duende de Gringotts. ¡Y además precisamos los cachivaches!
—
¡Imperio!
—volvió a exclamar Harry; su voz resonó por el pasillo de piedra, y percibió otra vez la sensación de embriagador control que le fluía desde el cerebro hasta la varita mágica.
Bogrod se sometió de nuevo a su voluntad, y el aturdimiento que sentía se tornó en educada indiferencia; Ron se apresuró a recoger la bolsa llena de herramientas metálicas.
—¡Me parece que viene alguien, Harry! —avisó Hermione y, apuntando con la varita de Bellatrix a la cascada, gritó—:
¡Protego!
Al alzarse en medio del pasillo, el encantamiento escudo partió en dos la cascada de agua mágica.
—Buena idea —dijo Harry—. ¡Ve tú delante, Griphook!
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Ron mientras corrían tras el duende en la oscuridad; Bogrod los seguía jadeando como un perro viejo.
—Ya nos ocuparemos de eso a su debido momento —replicó Harry, y aguzó el oído porque le pareció oír ruidos cercanos—. ¿Cuánto falta, Griphook?
—No mucho, Harry Potter, no mucho…
Doblaron una esquina y, de sopetón, se hallaron ante algo que Harry ya se esperaba, pero aun así los obligó a detenerse en seco.
En medio del pasillo había un gigantesco dragón que impedía el acceso a las cuatro o cinco cámaras de los niveles más profundos de la banca mágica. Tenía las escamas pálidas y resecas debido a su prolongado encarcelamiento bajo tierra, y sus ojos eran de un rosa lechoso. En las patas traseras llevaba unas gruesas argollas cogidas a unas cadenas sujetas, a su vez, a unos enormes ganchos clavados en el suelo rocoso. Las grandes alas con púas, dobladas y pegadas al cuerpo, habrían ocupado todo el espacio si las hubiera desplegado. Cuando giró la fea cabeza hacia ellos, rugió de tal forma que hizo temblar la roca, y luego abrió la boca y escupió una llamarada que los obligó a retroceder a toda prisa por el pasillo.
—Está medio ciego —dijo Griphook jadeando—, y por eso es más violento aún. Sin embargo, tenemos los medios para controlarlo. Sabe lo que le espera cuando oye los cachivaches. Dámelos.
Ron le pasó la bolsa y Griphook sacó unos pequeños objetos metálicos que, al agitarlos, producían un fuerte y resonante ruido, similar al golpeteo de diminutos martillos contra yunques. Griphook los repartió y Bogrod aceptó el suyo dócilmente.
—Ya sabéis qué tenéis que hacer —les dijo Griphook a los tres amigos—. Cuando el dragón oiga el ruido de los cachivaches, creerá que vamos a hacerle daño y se apartará; entonces Bogrod tiene que apoyar la palma de la mano en la puerta de la cámara.
Volvieron a doblar la esquina, pero esta vez agitando aquellos objetos, que resonaban amplificados en las paredes de roca. Harry tuvo la impresión de que el sonido vibraba dentro de su propio cráneo. El dragón soltó otro ronco rugido, pero se retiró. Harry se dio cuenta de que la bestia temblaba, y cuando se acercaron un poco más comprobó que tenía unas tremendas cicatrices de cuchilladas en la cara, y dedujo que el dragón había aprendido a temer las espadas al rojo cuando oía resonar los cachivaches.
—¡Que ponga la mano sobre la puerta! —instó Griphook a Harry, y el muchacho volvió a apuntar con su varita a Bogrod.
El anciano duende obedeció: puso la palma sobre la madera y la puerta de la cámara desapareció, revelando de inmediato una abertura cavernosa, llena hasta el techo de monedas y copas de oro, armaduras de plata, pieles de extrañas criaturas (algunas provistas de largas púas; otras, de alas mustias), pociones en frascos con joyas incrustadas, y una calavera que todavía llevaba puesta una corona.
—¡Rápido, buscad! —urgió Harry y todos entraron en la cámara.
Les había descrito la copa de Hufflepuff a sus dos amigos, pero cabía la posibilidad de que el
Horrocrux
guardado en esa cámara fuese el otro, el desconocido, y ése no sabía cómo era. Apenas había tenido tiempo de echar un vistazo alrededor cuando oyeron un sordo golpetazo a sus espaldas: había vuelto a aparecer la puerta y los había encerrado completamente a oscuras.
—¡No importa, Bogrod nos sacará de aquí! —dijo Griphook cuando Ron dio un grito de congoja—. Podéis encender vuestras varitas, ¿no? ¡Pero daos prisa, nos queda muy poco tiempo!
—
¡Lumos!
Harry movió su varita hacia uno y otro lado para iluminar la cámara; vio montones de centelleantes joyas, así como la espada falsa de Gryffindor en un estante alto, entre un revoltijo de cadenas. Ron y Hermione también encendieron sus varitas y examinaban los montones de objetos que los rodeaban.
—Harry, ¿esto podría ser…? ¡Aaaaah! —Hermione gritó de dolor.
Harry la iluminó con su varita y vio que soltaba un cáliz con joyas incrustadas. Pero, al caer, el objeto se desintegró y se convirtió en una lluvia de cálices, de modo que un segundo más tarde, con gran estruendo, el suelo quedó cubierto de copas idénticas que rodaron en todas direcciones y entre las que era imposible distinguir la original.
—¡Me ha quemado! —gimoteó Hermione chupándose los chamuscados dedos.
—¡Han hecho la maldición
gemino
y la maldición
flagrante
! —explicó Griphook—. ¡Todo lo que tocas quema y se multiplica, pero las copias no tienen ningún valor! ¡Y si sigues tocando los tesoros, al final mueres aplastado bajo el peso de tantos objetos de oro reproducidos!
—¡Está bien, no toquéis nada! —ordenó Harry a la desesperada.
Pero en ese momento Ron empujó con el pie, sin querer, uno de los cálices que habían rodado por el suelo, y aparecieron cerca de veinte más; Ron dio un salto, porque medio zapato se le quemó en contacto con el ardiente metal.