Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
Entonces Snape sí lo miró, pero su rostro parecía una mascarilla. Estaba blanco como la cera, y tan quieto que cuando habló fue una sorpresa comprobar que había vida detrás de aquellos inexpresivos ojos.
—Mi señor… dejad que vaya a buscar al chico…
—Llevo aquí toda esta larga noche, a punto de obtener la victoria —dijo Voldemort con un hilo de voz—, preguntándome una y otra vez por qué la Varita de Saúco se resiste a dar lo mejor de sí, por qué no obra los prodigios que, según la leyenda, debería poder realizar su legítimo propietario con ella… Y creo que ya tengo la respuesta. —Snape permaneció callado—. ¿Y tú? ¿Lo sabes ya? Al fin y al cabo, eres inteligente, Severus. Has sido un sirviente leal, y lamento lo que voy a tener que hacer.
—Mi señor…
—La Varita de Saúco no puede servirme como es debido, Severus, porque yo no soy su verdadero amo. Ella pertenece al mago que mata a su anterior propietario, y tú mataste a Albus Dumbledore. Mientras tú vivas, Severus, la Varita de Saúco no será completamente mía.
—¡Mi señor! —protestó Snape alzando su propia varita.
—No puede ser de otro modo. Debo dominar esta varita, Severus. Si lo consigo, venceré por fin a Potter.
Y Voldemort hendió el aire con la Varita de Saúco, aunque no le hizo nada a Snape, que creyó que lo había indultado en el último instante; pero entonces se revelaron las intenciones del Señor Tenebroso: la esfera de
Nagini
empezó a dar vueltas alrededor de Snape y, antes de que él pudiera hacer otra cosa que gritar, se le encajó hasta los hombros.
—
Mata
—ordenó Voldemort en
pársel
.
Se oyó un grito espeluznante. Harry vio cómo Snape perdía el poco color que conservaba, al mismo tiempo que abría mucho los ojos, cuando los colmillos de la serpiente se clavaron en su cuello; pero no pudo quitarse la esfera encantada de encima; se le doblaron las rodillas y cayó al suelo.
—Lo lamento —dijo Voldemort con frialdad, y le dio la espalda.
No sentía tristeza ni remordimiento. Había llegado la hora de abandonar aquella cabaña y hacerse cargo de la situación, provisto de una varita que ahora sí obedecería sus órdenes. Apuntó con ella a la estrellada jaula de la serpiente, que soltó a Snape y se deslizó hacia arriba, y el profesor quedó tendido en el suelo, con las heridas del cuello sangrando. Voldemort salió de la habitación sin mirar atrás, y la gran serpiente flotó tras él, encerrada en la enorme esfera.
En el túnel, y de nuevo dueño de su mente, Harry abrió los ojos y se dio cuenta de que se había mordido tan fuerte los nudillos para no gritar que se había hecho sangre. Volvió a mirar por la estrecha rendija y logró ver un pie enfundado en una bota negra, que se estremecía en el suelo.
—¡Harry! —susurró Hermione detrás de él, pero el muchacho ya había apuntado con la varita a la lámina que le impedía ver toda la habitación. El trozo de madera se levantó un centímetro del suelo y se apartó hacia un lado. Harry entró sigilosamente.
No sabía por qué lo hacía, por qué se acercaba al moribundo. Tampoco tuvo claro qué sentía cuando vio el cadavérico semblante de Snape y cómo trataba de contener la sangrante herida del cuello con los dedos. Se quitó la capa invisible y, erguido a su lado, contempló al hombre que odiaba, cuyos ojos se desorbitaron y lo buscaron cuando intentó hablar. Harry se inclinó sobre él, y Snape lo agarró por la túnica y tiró de él.
De la garganta del moribundo salió un sonido áspero y estrangulado:
—Cógelo… Cógelo…
Algo que no era sangre brotaba de Snape. Una sustancia azul plateado, ni líquida ni gaseosa, le salía por la boca, por las orejas y los ojos. Harry sabía qué era, pero no sabía qué hacer…
Hermione hizo aparecer un frasco de la nada y se lo puso en las temblorosas manos a Harry. Este recogió la sustancia plateada con la varita y la metió en el frasco. Cuando lo hubo llenado hasta arriba, Snape lo miró como si no le quedara ni una sola gota de sangre en las venas y aflojó la mano con que le agarraba la túnica.
—Mírame… —susurró.
Los ojos verdes buscaron los negros, pero un segundo más tarde, algo se extinguió en las profundidades de los de Snape, dejándolos clavados, inexpresivos y vacíos. La mano que sujetaba a Harry cayó al suelo con un ruido sordo, y Snape se quedó inmóvil.
Harry permaneció arrodillado junto al profesor, observándolo fijamente, hasta que, de pronto, una voz aguda y fría sonó tan cerca de ellos que el muchacho se levantó de un salto, sujetando con firmeza el frasco, pues creyó que Voldemort había vuelto a la habitación.
La voz del Señor Tenebroso retumbaba en las paredes y el suelo, y Harry comprendió que estaba hablando a la gente que había en Hogwarts y a la que vivía en la zona circundante al colegio, de manera que los vecinos de Hogsmeade y todos los que todavía luchaban en el castillo debían de estar oyéndola como si él estuviera a su lado, echándoles el aliento en la nuca, a punto de asestarles un golpe mortal.
—Habéis luchado con valor —decía—. Lord Voldemort sabe apreciar la valentía.
»Sin embargo, habéis sufrido numerosas bajas. Si seguís ofreciéndome resistencia, moriréis todos, uno a uno. Pero yo no quiero que eso ocurra; cada gota de sangre mágica derramada es una pérdida y un derroche.
»Lord Voldemort es compasivo, y voy a ordenar a mis fuerzas que se retiren de inmediato.
»Os doy una hora. Enterrad a vuestros muertos como merecen y atended a vuestros heridos.
»Y ahora me dirijo directamente a ti, Harry Potter: has permitido que tus amigos mueran en tu lugar en vez de enfrentarte personalmente conmigo; pues bien, esperaré una hora en el Bosque Prohibido, y si pasado ese plazo no has venido a buscarme, si no te has entregado, entonces se reanudará la batalla. Esta vez yo entraré en la refriega, Harry Potter, y te encontraré, y castigaré a cualquier hombre, mujer o niño que haya intentado ocultarte de mí. Tienes una hora.
Ron y Hermione sacudieron la cabeza mirando a su amigo.
—No lo escuches —le aconsejó Ron.
—Todo saldrá bien —lo animó Hermione atropelladamente—. Vamos al castillo… Si Voldemort ha ido al Bosque Prohibido, tendremos que preparar otro plan…
Dicho esto, la chica le echó una ojeada al cadáver de Snape y volvió a meterse en el túnel. Ron la siguió. Harry recogió la capa invisible y luego miró otra vez a Snape. No sabía qué sentir, salvo conmoción por la forma en que Voldemort lo había matado y por el motivo que lo había impulsado a hacerlo.
Recorrieron el túnel a gatas, sin hablar, y Harry se preguntó si las palabras de Voldemort seguirían resonando en los oídos de Ron y Hermione como resonaban en los suyos.
«Has permitido que tus amigos mueran en tu lugar en vez de enfrentarte personalmente conmigo; pues bien, esperaré una hora en el Bosque Prohibido… una hora…»
No debía de faltar mucho para el amanecer, pero el cielo seguía negro; aun así, se veían pequeños fardos esparcidos por el césped frente a la fachada principal del castillo. Los tres amigos corrieron hacia los escalones de piedra, donde vieron un zueco del tamaño de una barquita. No obstante, no se detectaba ninguna otra señal de Grawp ni de su agresor.
En el castillo reinaba un silencio nada natural y ya no había destellos de luz, ni estallidos, gritos o alaridos. Las losas del desierto vestíbulo estaban manchadas de sangre; todavía había esmeraldas diseminadas por el suelo, junto con trozos de mármol y maderas astilladas, y parte de la barandilla se había destrozado.
—¿Dónde están todos? —susurró Hermione.
Ron los precedió hasta el Gran Comedor y Harry se detuvo en la puerta.
Las mesas de las casas habían desaparecido y la estancia se hallaba abarrotada de gente. Los supervivientes formaban grupos, abrazados unos a otros por los hombros; la señora Pomfrey y algunos ayudantes atendían a los heridos en la tarima. Firenze se contaba entre ellos: tenía temblores y sangraba por la ijada, y como no podía sostenerse en pie, se había visto obligado a tumbarse.
Habían puesto a los muertos formando una hilera en medio del comedor, pero Harry no vio el cadáver de Fred, porque su familia lo rodeaba: George estaba arrodillado junto a la cabeza; la señora Weasley, tendida sobre el pecho de su hijo, sollozaba, y el señor Weasley le acariciaba el cabello mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Sin decirle nada a Harry, Ron y Hermione se adelantaron. Ella se acercó a Ginny, que tenía la cara hinchada y cubierta de manchas rojas, y la abrazó. Ron se reunió con Bill, Fleur y Percy, quienes también lo abrazaron por los hombros. Ginny y Hermione se aproximaron más a los restantes miembros de la familia, y entonces Harry descubrió los cadáveres que yacían junto al de Fred: eran Remus y Tonks, pálidos e inmóviles pero con expresión serena; parecían dormidos bajo el oscuro techo encantado.
Harry se apartó de la puerta caminando hacia atrás, y fue como si el Gran Comedor se alejara y se empequeñeciera, como si encogiera. Apenas podía respirar; no se sentía capaz de mirar a los otros cadáveres, ni de enterarse de quién más había muerto por él. Tampoco se sentía capaz de reunirse con los Weasley, ni de mirarlos a los ojos, porque si él se hubiera entregado al principio, quizá Fred no habría muerto…
Llegó a la escalinata de mármol y la subió a todo correr. Lupin, Tonks… Le habría gustado no sentir nada, le habría gustado arrancarse el corazón, las entrañas, todo eso que gritaba en su interior…
El castillo estaba completamente vacío; al parecer, hasta los fantasmas se habían reunido con la multitud que lloraba a los muertos en el Gran Comedor. Harry corrió sin parar, asiendo con fuerza el frasco de cristal que contenía los últimos pensamientos de Snape, y no aminoró el paso hasta llegar a la gárgola de piedra que custodiaba el despacho del director.
—¿Contraseña?
—¡Dumbledore! —exclamó Harry sin pensar, porque era a quien ansiaba ver, y, sorprendido, vio cómo la gárgola se deslizaba hacia un lado, revelando la escalera de caracol que había detrás.
Pero cuando entró en el despacho circular, comprobó que había cambiado: los retratos de las paredes estaban vacíos; no quedaba ni un solo director ni directora en ellos. Por lo visto, todos habían huido, pasando de un cuadro a otro de los que adornaban las paredes del castillo, para ver mejor lo que sucedía.
Harry miró impotente el vacío lienzo de Dumbledore, colgado justo detrás de la silla del director, y le dio la espalda. El
pensadero
de piedra continuaba en el armario donde siempre había estado; Harry lo cogió, lo puso encima del escritorio y vertió los recuerdos de Snape en la ancha vasija con runas grabadas alrededor del borde. Escapar a la mente de otra persona le produciría alivio… Por muy vil que fuera Snape, ningún pensamiento que le hubiera dejado podía ser peor que los suyos propios. Los recuerdos —plateados, de una textura extraña— se arremolinaron, y sin vacilar, con una sensación de temerario abandono, como si eso fuera a mitigar el dolor que lo torturaba, Harry hundió la cabeza en ellos.
Cayó precipitadamente por un espacio soleado y aterrizó de pie sobre un suelo que quemaba. Cuando se enderezó, comprobó que se encontraba en un solitario parque infantil. A lo lejos, una enorme chimenea sobresalía entre los edificios perfilados contra el horizonte. Dos niñas se columpiaban y un niño muy flaco las observaba desde detrás de unos matorrales; el niño, de cabello negro y excesivamente largo, llevaba una ropa que parecía mal combinada a propósito: unos vaqueros demasiado cortos, un abrigo raído y muy largo, que le habría venido bien a un adulto, y un extraño blusón.
Harry se le acercó más: Snape —bajito, nervudo y de piel cetrina— no debía de tener más de nueve o diez años. Su delgado rostro delataba la avidez que sentía al observar a la menor de las dos niñas, que se columpiaba mucho más alto que su hermana.
—¡No hagas eso, Lily! —gritó la niña mayor.
Pero la pequeña se había soltado del columpio al llegar al punto más alto y voló literalmente por los aires: se impulsó hacia arriba, dando una gran risotada, y en lugar de caer en el asfalto del parque se elevó como una trapecista y permaneció largo rato suspendida. Cuando por fin se posó en el suelo, lo hizo con asombrosa suavidad.
—¡Mamá te ha prohibido hacer eso!
Petunia paró su columpio clavando los tacones de las sandalias en el suelo, haciendo que la gravilla crujiera y saltara. Se apeó y se quedó allí plantada con los brazos en jarras.
—¡Mamá te lo ha prohibido, Lily!
—¡Pero si no pasa nada! —replicó sin parar de reír—. Mira esto, Tuney. Mira lo que hago.
Petunia miró alrededor. No había nadie en el parque, tan sólo ellas, y Snape, aunque las niñas no lo sabían. Lily acababa de coger una flor caída del matorral tras el que se escondía el chico. Petunia se acercó a ella debatiéndose entre la curiosidad y la desaprobación; Lily esperó a que su hermana estuviera lo bastante cerca para ver bien, y entonces le enseñó la palma de la mano. En ella aguantaba la flor, que abría y cerraba los pétalos como una estrambótica ostra con numerosos labios.
—¡Basta! —gritó Petunia.
—No te hace nada —aseguró Lily, y cerró la mano con la flor dentro y volvió a tirarla al suelo.
—Eso no está bien —protestó Petunia, pero había desviado la mirada para ver cómo la flor descendía y se quedaba flotando a unos centímetros del suelo—. ¿Cómo lo haces? —preguntó sin poder disimular la curiosidad.