Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
Crabbe giró en redondo y gritó
«¡Avada Kedavra!»
una vez más. Ron saltó para esquivar el chorro de luz verde y se perdió de vista. Malfoy, que se había quedado sin varita, se agachó detrás de un ropero de tres patas mientras Hermione cargaba contra ellos y acertaba a lanzarle un hechizo aturdidor a Goyle.
—¡Está por aquí! —le gritó Harry señalando la montaña de trastos donde había caído la vieja diadema—. ¡Búscala mientras yo voy a ayudar a Ron!
—¡¡Harry mira!! —gritó la chica.
Un rugido estruendoso lo previno del nuevo peligro que lo amenazaba. Se dio la vuelta y vio cómo Ron y Crabbe se acercaban a toda velocidad por el callejón.
—¿Tenías frío, canalla? —le gritó Crabbe mientras corría.
Pero al parecer éste no podía controlar lo que había hecho. Unas llamas de tamaño descomunal los perseguían, acariciando las paredes de trastos, que en contacto con el fuego se convertían en cenizas.
—
¡Aguamenti!
—bramó Harry, pero el chorro de agua que salió de la punta de su varita se evaporó enseguida.
—¡¡Corred!!
Malfoy agarró a Goyle, que estaba aturdido, y lo arrastró por el suelo; Crabbe, con cara de pánico, les tomó la delantera a todos; Harry, Ron y Hermione salieron como flechas tras ellos, perseguidos por el fuego. Pero no era un fuego normal; Crabbe debía de haber utilizado alguna maldición que Harry no conocía. Al doblar una esquina, las llamas los siguieron como si tuvieran vida propia, o pudieran sentir y estuvieran decididas a matarlos. Entonces el fuego empezó a mutar y formó una gigantesca manada de bestias abrasadoras: llameantes serpientes, quimeras y dragones se alzaban y descendían y volvían a alzarse, alimentándose de objetos inservibles acumulados durante siglos, metiéndoselos en fauces provistas de colmillos o lanzándolos lejos con las garras de las patas; cientos de trastos saltaban por los aires antes de ser consumidos por aquel infierno.
Malfoy, Crabbe y Goyle habían desaparecido, y Harry, Ron y Hermione se detuvieron en seco. Los monstruos de fuego, sin parar de agitar las garras, los cuernos y las colas, los estaban rodeando. El calor iba cercándolos poco a poco, compacto como un muro.
—¿Qué hacemos? —gritó Hermione por encima del ensordecedor bramido del fuego—. ¿Qué hacemos?
—¡Aquí, deprisa, aquí!
Harry agarró un par de gruesas escobas de un montón de trastos y le lanzó una a Ron, que montó en ella con Hermione detrás. Harry montó en la otra y, dando fuertes pisotones en el suelo, los tres se elevaron y esquivaron por poco el pico con cuernos de un saurio de fuego que intentó atraparlos con las mandíbulas. El humo y el calor resultaban insoportables; debajo de ellos, el fuego maldito consumía los objetos de contrabando de varias generaciones de alumnos, los abominables resultados de un millar de experimentos prohibidos, los secretos de infinidad de personas que habían buscado refugio en aquella habitación. Harry no veía ni rastro de Malfoy ni de sus secuaces. Descendió cuanto pudo y sobrevoló a los monstruos ígneos, que seguían saqueándolo todo a su paso; los buscó, pero sólo veía fuego. ¡Qué forma tan espantosa de morir! Harry nunca había imaginado nada parecido.
—¡Salgamos de aquí, Harry! ¡Salgamos de aquí! —gritó Ron, aunque el denso y negro humo impedía ver dónde estaba la puerta.
Y entonces, en medio de aquella terrible conmoción, en medio del estruendo de las devoradoras llamas, Harry oyó un débil y lastimero grito.
—¡Es demasiado arriesgado! —gritó Ron, pero Harry viró en el aire. Como las gafas le protegían los ojos del humo, pasó por encima de la tormenta de fuego, buscando alguna señal de vida, una extremidad o una cara que todavía no estuviera calcinada.
Y entonces los vio: estaban encaramados en una frágil torre de pupitres calcinados, y Malfoy abrazaba a Goyle, que estaba inconsciente. Harry descendió en picado hacia ellos. Draco lo vio llegar y levantó un brazo; Harry se lo agarró, pero al punto supo que no lo conseguiría: Goyle pesaba demasiado y la sudorosa mano de Malfoy resbaló al instante de su presa…
—¡¡Si morimos por su culpa, te mato, Harry!! —rugió Ron, y en el preciso instante en que una enorme y llameante quimera se abatía sobre ellos, entre Hermione y él subieron a Goyle a su escoba y volvieron a elevarse, cabeceando y balanceándose, mientras Malfoy se montaba en la de Harry.
—¡La puerta! ¡Vamos hacia la puerta! —gritó Malfoy al oído de Harry, y éste aceleró, yendo tras Ron, Hermione y Goyle a través de una densa nube de humo negro, casi sin poder respirar.
Las criaturas de fuego maldito lanzaban al aire con alborozo los pocos objetos que las llamas todavía no habían devorado, y por todas partes volaban copas, escudos, un destellante collar, una vieja y descolorida diadema…
—Pero ¿qué haces? ¿Qué haces? ¡La puerta está por allí! —gritó Malfoy, pero Harry dio un brusco viraje y descendió en picado. La diadema caía como a cámara lenta, girando hacia las fauces de una serpiente, y de pronto se ensartó en la muñeca de Harry…
El chico volvió a virar al ver que la serpiente se lanzaba hacia él; voló hacia arriba y fue derecho hacia el sitio donde, si no calculaba mal, estaba la puerta, abierta. Ron, Hermione y Goyle habían desaparecido, y Malfoy chillaba y se sujetaba a Harry tan fuerte que le hacía daño. Entonces, a través del humo, Harry atisbo un rectángulo en la pared y dirigió la escoba hacia allí. Unos instantes más tarde, el aire limpio le llenó los pulmones y se estrellaron contra la pared del pasillo que había detrás de la puerta.
Malfoy quedó tumbado boca abajo, jadeando, tosiendo y dando arcadas; Harry rodó sobre sí, se incorporó y comprobó que la puerta de la Sala de los Menesteres se había esfumado y Ron y Hermione estaban sentados en el suelo, jadeando, al lado de Goyle, todavía inconsciente.
—Crabbe —murmuró Malfoy nada más recobrar la voz—. Crabbe…
—Está muerto —dijo Harry con aspereza.
Se quedaron callados; sólo se oían sus toses y jadeos. En ese momento, una serie de fuertes golpes sacudió el castillo y acto seguido un nutrido grupo de jinetes traslúcidos pasó al galope; todos llevaban la cabeza bajo el brazo y chillaban, sedientos de sangre. Cuando hubo pasado el Club de Cazadores sin Cabeza, Harry se puso en pie trabajosamente, echó una ojeada alrededor y comprobó que todavía se estaba librando una encarnizada batalla. Oyó gritos que no eran de los jinetes decapitados y lo invadió el pánico.
—¿Dónde está Ginny? —preguntó de repente—. ¡Estaba aquí! ¡Tenía que volver a la Sala de los Menesteres!
—Caramba, ¿crees que seguirá funcionando después de ese incendio? —repuso Ron, pero él también se levantó del suelo, frotándose el pecho y mirando a derecha e izquierda—. ¿Por qué no nos separamos y…?
—No —dijo Hermione poniéndose en pie. Malfoy y Goyle seguían desplomados en el suelo del pasillo, derrotados; ninguno de los dos tenía varita—. Mantengámonos juntos. Yo propongo que vayamos… ¡Harry! ¿Qué es eso que tienes en el brazo?
—¿Qué? ¡Ah, sí!
Se quitó la diadema de la muñeca y la sostuvo en alto. Todavía estaba caliente y manchada de hollín, pero al examinarla de cerca vio las minúsculas palabras que tenía grabadas: «Una inteligencia sin límites es el mayor tesoro de los hombres.»
Una sustancia densa y oscura, de textura parecida a la sangre, goteaba de aquel objeto. Entonces la diadema empezó a vibrar intensamente y un instante después se le partió en las manos. Al mismo tiempo le pareció oír un débil y lejano grito de dolor que no provenía de los jardines del castillo, sino de la propia diadema que acababa de romperse entre sus dedos.
—¡Debe de haber sido el Fuego Maligno! —gimoteó Hermione sin apartar la vista de los trozos de diadema.
—¿Qué?
—El Fuego Maligno, o fuego maldito, es una de las sustancias que destruyen los
Horrocruxes
, pero jamás me habría atrevido a utilizarlo, es muy peligroso. ¿Cómo habrá sabido Crabbe…?
—Deben de habérselo enseñado los Carrow —dijo Harry con desprecio.
—Pues es una lástima que no prestara atención cuando explicaron qué se tenía que hacer para detenerlo —dijo Ron, que tenía el pelo chamuscado, igual que Hermione, y la cara tiznada—. Si no hubiera intentado matarnos a todos, lamentaría que haya muerto.
—Pero ¿no os dais cuenta? —susurró Hermione—. Eso significa que si atrapamos a la serpiente…
Pero no terminó la frase, porque el pasillo se llenó de gritos y berridos, y de los inconfundibles ruidos de un combate de duelistas. Harry echó un vistazo alrededor y sintió que el corazón se le paraba: los
mortífagos
habían penetrado en Hogwarts. Fred y Percy acababan de aparecer en escena, luchando contra sendas figuras con máscara y capucha.
Los tres amigos acudieron rápidamente en su ayuda; salían disparados chorros de luz en todas las direcciones, y el tipo que peleaba con Percy se retiró a toda prisa; le resbaló la capucha y los chicos vieron una protuberante frente y una negra melena con mechones plateados…
—¡Hola, señor ministro! —gritó Percy, y le lanzó un certero embrujo a Thicknesse, que soltó la varita mágica y se palpó la parte delantera de la túnica, al parecer aquejado de fuertes dolores—. ¿Le he comentado que he dimitido?
—¡Bromeas, Perce! —gritó Fred al mismo tiempo que el
mortífago
con quien peleaba se derrumbaba bajo el peso de tres hechizos aturdidores. Thicknesse había caído al suelo y le salían púas por todo el cuerpo; era como si se estuviera transformando en una especie de erizo de mar. Fred miró a Percy con cara de regocijo—. ¡Sí, Perce, estás bromeando! Creo que es la primera vez que te oigo explicar chistes desde que…
En ese instante se produjo una fuerte explosión. Los cinco muchachos formaban un grupo junto a los dos
mortífagos
—uno aturdido y el otro transformado—, y en cuestión de una milésima de segundo, cuando ya creían tener controlado el peligro, fue como si el mundo entero se desgarrara. Harry saltó por los aires, y lo único que atinó a hacer fue agarrar tan fuerte como pudo el delgado trozo de madera que era su única arma y protegerse la cabeza con ambos brazos. Oyó los gritos de sus compañeros, pero ni siquiera se planteó saber qué les había pasado…
El mundo había quedado reducido a dolor y penumbra. Harry estaba medio enterrado en las ruinas de un pasillo que había sufrido un ataque brutal. Sintió un aire frío y comprendió que todo ese lado del castillo se había derrumbado; notaba una mejilla caliente y pegajosa, y dedujo que sangraba copiosamente. Entonces oyó un grito desgarrador que lo sacudió por dentro, un grito que expresaba una agonía que no podían causar ni las llamas ni las maldiciones, y se levantó tambaleante. Estaba más asustado que en ningún otro momento de ese día; más asustado, quizá, de lo que jamás había estado en su vida.
Hermione también intentaba ponerse en pie en medio de aquel estropicio, y había tres pelirrojos agrupados en el suelo, junto a los restos de la pared derrumbada. Harry cogió a Hermione de la mano y fueron a trompicones por encima de las piedras y los trozos de madera.
—¡No! ¡No! —oyeron gritar—. ¡No! ¡Fred! ¡No!
Percy zarandeaba a su hermano, Ron estaba arrodillado a su lado, y los ojos de Fred miraban sin ver, todavía con el fantasma de su última risa grabado en el rostro.
Si el mundo había terminado, ¿por qué no cesaba la batalla? ¿Por qué el castillo no quedaba sumido en ese silencio que impone el horror y por qué los combatientes no abandonaban las armas? La mente de Harry había entrado en caída libre, semejante a un torbellino descontrolado, incapaz de entender lo imposible, porque Fred Weasley no podía estar muerto, las pruebas que le evidenciaban todos sus sentidos debían de ser falsas…
Vieron caer un cuerpo por el boquete abierto en la fachada del colegio, por donde entraban las maldiciones que les lanzaban desde los oscuros jardines.
—¡Agachaos! —ordenó Harry bajo una lluvia de maldiciones que se estrellaban contra la pared a sus espaldas.
Ron y él habían agarrado a Hermione y la habían obligado a echarse en el suelo, pero Percy estaba tumbado sobre el cadáver de Fred, protegiéndolo de nuevos ataques, y cuando Harry le gritó: «¡Vamos, Percy, tenemos que movernos!», el chico se negó.
—¡Percy! —Harry vio cómo las lágrimas surcaban la mugre que cubría la cara de Ron cuando éste cogió a su hermano por los hombros y tiró de él, pero Percy se negaba a moverse—. ¡No puedes hacer nada por él! Nos van a…
En ese momento Hermione soltó un chillido. Harry no tuvo que preguntar por qué: una monstruosa araña del tamaño de un coche pequeño intentaba colarse por el enorme boquete de la pared; un descendiente de
Aragog
se había unido a la lucha.
Ron y Harry lanzaron a la vez sus hechizos, que colisionaron, y el monstruo salió despedido hacia atrás, agitando las patas de forma repugnante antes de perderse en la oscuridad.
—¡Ha venido con sus amigos! —informó Harry a los demás. Asomado al boquete que las maldiciones habían abierto en el muro, observaba cómo otras arañas gigantes trepaban por la fachada del edificio, liberadas del Bosque Prohibido, donde debían de haber penetrado los
mortífagos
.
El muchacho les lanzó hechizos aturdidores y provocó la caída de la que venía en cabeza encima de las demás, de modo que todas rodaron edificio abajo y se perdieron de vista. Las maldiciones continuaban pasándole tan cerca de la cabeza que le levantaban el cabello.