Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—¡Larguémonos ya! —urgió.
Empujó a Hermione hacia Ron y se agachó para coger a Fred por las axilas. Percy, al percatarse de lo que Harry intentaba hacer, dejó de aferrarse al cadáver de su hermano y lo ayudó; juntos, agachados para esquivar los hechizos que les arrojaban desde el exterior, sacaron a Fred de allí.
—Mira, ahí mismo —indicó Harry, y lo pusieron en un nicho desocupado por una armadura.
No soportaba ver a Fred ni un segundo más de lo necesario, y tras asegurarse de que el cadáver estaba bien escondido, salió corriendo detrás de Ron y Hermione. Malfoy y Goyle se habían esfumado, pero al final del pasillo, repleto de polvo, fragmentos de yeso y piedra y cristales rotos, había un montón de gente; unos avanzaban y otros retrocedían, aunque Harry no pudo distinguir si eran amigos o enemigos. Al llegar a un recodo, Percy soltó un rugido atronador diciendo «¡¡Rookwood!!», y fue tras un individuo alto que perseguía a un par de estudiantes.
—¡Aquí, Harry! —chilló Hermione.
Ella se hallaba detrás de un tapiz sujetando a Ron. Parecía que estuvieran forcejeando, y al principio Harry tuvo la descabellada impresión de que volvían a besarse, pero enseguida vio que Hermione intentaba retenerlo para que no se marchara corriendo detrás de Percy.
—¡Escúchame! ¡Escúchame, Ron!
—¡Quiero ayudar! ¡Quiero matar
mortífagos
!
El chico tenía la cara desencajada, manchada de polvo y humo, y temblaba de rabia y dolor.
—¡Nosotros somos los únicos que podemos acabar con Voldemort, Ron! ¡Por favor, escúchame! ¡Necesitamos capturar a la serpiente, tenemos que matarla! —le decía Hermione.
Pero Harry comprendía cómo se sentía su amigo: buscar otro
Horrocrux
no le proporcionaría la satisfacción de la venganza. El también quería pelear, castigar a los asesinos de Fred y encontrar a los otros Weasley, y por encima de todo quería asegurarse de que Ginny no… No, no permitiría que esa idea se formara en su mente…
—¡Lucharemos! —exclamó Hermione—. ¡Tendremos que luchar para llegar hasta la serpiente! ¡Pero no perdamos de vista nuestro objetivo! ¡Os repito que somos los únicos que podemos acabar con Voldemort! —Mientras hablaba, se enjugaba las lágrimas con una manga chamuscada y desgarrada, pero respiraba hondo para calmarse. Sin dejar de sujetar a Ron, se volvió hacia Harry y le espetó—: Tienes que enterarte del paradero de Voldemort, porque la serpiente debe de estar con él, ¿no? ¡Hazlo, Harry! ¡Entra en su mente!
¿Por qué le resultó tan fácil? ¿Tal vez porque la cicatriz llevaba horas ardiéndole, ansiosa por mostrarle los pensamientos del Señor Tenebroso? Cerró los ojos obedeciendo a Hermione, y al instante los gritos, los estallidos y todos los estridentes sonidos de la batalla fueron disminuyendo hasta quedar reducidos a un lejano rumor, como si él estuviera lejos, muy lejos de allí…
Se hallaba en medio de una habitación que, pese a la atmósfera tétrica que destilaba, le resultaba extrañamente familiar. Las paredes estaban empapeladas y todas las ventanas, excepto una, cegadas con tablones, de manera que los ruidos del asalto al castillo llegaban amortiguados. Por esa única ventana se veían destellos de luz alrededor del colegio, pero dentro de la habitación estaba oscuro, pues sólo había una lámpara de aceite.
Hacía rodar la varita mágica con los dedos, examinándola, mientras pensaba en la Sala de Objetos Ocultos, esa sala secreta que sólo él había encontrado, la sala que, como la cámara secreta, sólo si eras listo, astuto y muy curioso podías descubrir. Estaba convencido de que el chico no hallaría la diadema, aunque el títere de Dumbledore había llegado mucho más lejos de lo que él imaginara jamás. Demasiado lejos…
—Mi señor —dijo una angustiada y cascada voz, y él se dio la vuelta. Allí estaba Lucius Malfoy, sentado en el rincón más oscuro, con la ropa hecha jirones y evidentes marcas del castigo que había recibido después de la anterior huida de Harry; además, tenía un ojo cerrado e hinchado—. Os lo ruego, mi señor… Mi hijo…
—Si tu hijo muere, Lucius, no será por culpa mía, sino porque no acudió en mi ayuda como los restantes miembros de Slytherin. ¿No habrá decidido hacerse amigo de Harry Potter?
—No, no. Eso jamás —susurró Malfoy.
—Más te vale.
—¿No teméis, mi señor, que Potter muera a manos de alguien que no seáis vos? —preguntó Malfoy con voz temblorosa—. Perdonadme, pero ¿no sería más prudente suspender esta batalla, entrar en el castillo y… buscar vos mismo al chico?
—No finjas, Lucius. Quieres que cese la batalla para saber qué ha sido de tu hijo. Y yo no necesito buscar a Potter. Antes del amanecer, él habrá venido a buscarme a mí.
Y volvió a contemplar la varita que sostenía. Le preocupaba que… Y cuando algo preocupaba a lord Voldemort, había que solucionarlo.
—Ve a buscar a Snape.
—¿A… Snape, mi señor?
—Sí, eso he dicho. Ahora mismo. Lo necesito. Tengo que pedirle que me preste un… servicio. ¡Ve a buscarlo!
Asustado y tambaleándose un poco en la penumbra, Lucius salió de la habitación. Voldemort siguió allí de pie, haciendo girar de nuevo la varita entre los dedos y sin dejar de observarla.
—Es la única forma,
Nagini
—susurró. Miró la larga y gruesa serpiente, suspendida en el aire, retorciéndose con gracilidad dentro del espacio encantado y protegido que él le había preparado: una esfera transparente y estrellada, a medio camino entre una jaula y un terrario.
Harry sofocó una exclamación, se echó hacia atrás y abrió los ojos; al mismo tiempo, los alaridos y gritos, los golpes y estallidos de la batalla le asaltaron los oídos.
—Está en la Casa de los Gritos en compañía de la serpiente; la ha rodeado de algún tipo de protección mágica. Y acaba de enviar a Lucius Malfoy a buscar a Snape.
—¿Que Voldemort está tan tranquilo en la Casa de los Gritos? —dijo Hermione, indignada—. ¿No está…? ¿Ni se ha dignado pelear?
—Cree que no necesita hacerlo, y está seguro de que iré a buscarlo.
—Pero ¿por qué?
—Porque ya sabe que voy tras los
Horrocruxes
, y como no se separa de
Nagini
, no me quedará más remedio que encontrarme con él si quiero acercarme a la serpiente.
—Vale —dijo Ron poniéndose derecho—. Pues no puedes ir. Eso es lo que él quiere, lo que espera que hagas. Tú te quedas aquí cuidando de Hermione, y yo iré y cogeré…
Harry lo interrumpió:
—Sois vosotros dos quienes os quedáis aquí. Yo me pondré la capa invisible, iré allá y volveré tan pronto como…
—No —terció Hermione—, es mucho mejor que me ponga yo la capa y…
—Ni lo sueñes —le gruñó Ron.
Antes de que Hermione lograra decir algo más que «Ron, yo estoy igual de capacitada que…», el tapiz tras el que se habían ocultado, que disimulaba el acceso a una escalera, se desgarró de arriba abajo.
—¡¡Potter!!
Acababan de aparecer dos
mortífagos
enmascarados, pero, sin darles tiempo a que levantaran las varitas, Hermione exclamó:
—
¡Glisseo!
Los peldaños de la escalera se aplanaron formando un tobogán y los tres amigos se lanzaron por él; no podían controlar la velocidad, pero iban tan deprisa que los hechizos aturdidores de los
mortífagos
les pasaban por encima de la cabeza. Atravesaron como flechas otro tapiz que colgaba al pie de la escalera y rodaron por el suelo hasta dar contra la pared de enfrente.
—
¡Duro!
—gritó Hermione apuntando con la varita al tapiz, que se volvió de piedra, y enseguida se oyeron dos fuertes golpes cuando los
mortífagos
que los perseguían se estrellaron contra él.
—¡Apartaos! —gritó entonces Ron, y los tres amigos se pegaron contra una puerta.
Un instante después, pasó con gran estruendo una horda de pupitres galopantes dirigidos por la profesora McGonagall, que corría delante de ellos. La profesora, desmelenada y con un tajo en una mejilla, no vio a los chicos. Cuando dobló la esquina, la oyeron gritar:
—¡¡A la carga!!
—Ponte tú la capa, Harry —dijo Hermione—. Nosotros no…
Pero Harry también se la echó por encima. Pese a que los tres eran muy altos, el muchacho dudaba que alguien se fijara en sus incorpóreos pies con el abundante polvo suspendido por todas partes, las piedras que caían del techo y el resplandor de los hechizos.
Bajaron por la siguiente escalera y llegaron a un pasillo abarrotado de duelistas. En los retratos que había a ambos lados de los combatientes se agolpaban figuras que daban consejos y gritos de ánimo, mientras los
mortífagos
, unos con máscara y otros sin ella, peleaban contra alumnos y profesores. Dean había conseguido una varita y se enfrentaba a Dolohov, y Parvati luchaba contra Travers. Harry y sus dos amigos alzaron las varitas a la vez, listos para pelear, pero los duelistas se contorsionaban de tal modo y corrían tanto de un lado para otro que, si los chicos lanzaban alguna maldición, podían herir a alguno de los suyos. Mientras estaban allí clavados, esperando la oportunidad de atacar, se oyó un fuerte «¡Aaaaaah!» y Harry vio a Peeves volando por encima de ellos y lanzándoles vainas de
snargaluff
a los
mortífagos
, cuyas cabezas quedaron de pronto envueltas por unos tubérculos verdes que se retorcían como gruesos gusanos.
—¡Nooo!
Un puñado de tubérculos había ido a parar sobre la cabeza de Ron, oculta bajo la capa invisible; las resbaladizas y verdes raíces quedaron misteriosamente suspendidas en el aire mientras Ron intentaba librarse de ellas.
—¡Ahí hay alguien invisible! —gritó uno de los
mortífagos
enmascarados apuntando hacia los chicos.
Dean aprovechó la brevísima distracción del
mortífago
y lo derribó con un hechizo aturdidor. Dolohov intentó contraatacar, pero Parvati le lanzó una maldición de inmovilidad total.
—¡¡Larguémonos!! —gritó Harry.
Los tres se ciñeron la capa invisible y echaron a correr —agachados, zigzagueando entre los combatientes, resbalando en los charcos de jugo de
snargaluff
— hacia lo alto de la escalinata de mármol con la intención de bajar hasta el vestíbulo.
—¡Soy Draco! ¡Soy Draco Malfoy! ¡Estoy en el mismo bando que tú!
Draco se hallaba en el descansillo superior suplicándole a otro
mortífago
enmascarado. Harry aturdió al
mortífago
al pasar por su lado; Malfoy miró alrededor, sonriente, buscando a su salvador, y Ron le propinó un puñetazo sin sacar el brazo de la capa. Draco cayó hacia atrás encima del
mortífago
, sangrando por la boca y completamente desconcertado.
—¡Es la segunda vez que te salvamos la vida esta noche, canalla traidor! —le gritó Ron.
Había más duelistas por la escalinata y en el vestíbulo, y Harry veía
mortífagos
por todas partes: Yaxley, cerca de la puerta principal, peleaba con Flitwick, y a su lado otro
mortífago
enmascarado luchaba contra Kingsley; los alumnos se desplazaban deprisa en todas las direcciones, algunos cargando con compañeros heridos o arrastrándolos. Harry le lanzó un hechizo aturdidor a un
mortífago
enmascarado, pero no le acertó y estuvo a punto de darle a Neville, quien había aparecido de repente blandiendo una enorme
Tentacula venenosa
que se enrolló, gozosa, alrededor del primer
mortífago
que encontró y se dispuso a tirar de él.
Harry, Ron y Hermione bajaron veloces por la escalinata de mármol. A su izquierda cayeron cristales, y el reloj de arena de Slytherin que registraba los puntos de la casa derramó sus esmeraldas por el suelo; al pisarlas, la gente resbalaba y perdía el equilibrio. Cuando los chicos llegaron al vestíbulo, dos cuerpos se precipitaron desde la barandilla de la escalinata, y una masa de color gris que parecía un animal trotó a cuatro patas hacia el vestíbulo y le hincó los dientes a uno de los que acababan de caer.
—¡¡Nooo!! —chilló Hermione; su varita produjo un ensordecedor estallido y Fenrir Greyback salió despedido hacia atrás y soltó a Lavender Brown, que quedó tendida en el suelo, casi inmóvil.
Greyback chocó contra la barandilla de mármol y se levantó a duras penas del suelo; entonces hubo un reluciente y blanco chasquido y, con un fuerte golpe, una bola de cristal le cayó en la cabeza. El hombre lobo se derrumbó y esta vez ya no se movió.
—¡Tengo más! —gritó la profesora Trelawney desde lo alto de la balaustrada—. ¡Hay para todos! ¡Toma!
Y haciendo con el brazo un movimiento parecido a un saque de tenis, extrajo otra enorme esfera de cristal de su bolso, agitó la varita e hizo que la bola recorriera el vestíbulo a toda velocidad y se estrellara contra una ventana. Al mismo tiempo, las macizas puertas de madera se abrieron de golpe y más arañas gigantes irrumpieron por la entrada principal del castillo.
Los gritos de terror hendieron el aire, los combatientes, tanto los
mortífagos
como los defensores de Hogwarts, se dispersaron y chorros de luz roja y verde volaron hacia los monstruos recién llegados, que se sacudieron y encabritaron, más aterradores que nunca.
—¿Cómo salimos de aquí? —preguntó Ron intentando hacerse oír por encima del alboroto, pero antes de que Harry o Hermione le contestaran fueron derribados de un empujón: Hagrid había bajado con gran estruendo por la escalinata, enarbolando su paraguas rosa floreado.
—¡No les hagáis daño! ¡No les hagáis daño! —gritó.
—¡¡Quieto, Hagrid!!
Harry olvidó cualquier precaución y salió de debajo de la capa, aunque se agachó para evitar las maldiciones que iluminaban el vestíbulo.
—¡¡Vuelve, Hagrid!!
Pero todavía le quedaba un buen tramo para alcanzar al guardabosques cuando vio cómo éste se perdía entre las arañas. Con un aparatoso corretear, pululando de forma repugnante, las bestias se retiraron ante la avalancha de hechizos, y Hagrid quedó sepultado entre ellas.
—¡¡Hagrid, Hagrid!!
Harry oyó que alguien gritaba su nombre, y no le importó si era amigo o enemigo: bajó precipitadamente los escalones de piedra de la entrada y llegó al oscuro jardín. Las arañas se retiraban con su presa, pero el muchacho no veía al guardabosques por ninguna parte.
—¡¡Hagrid, Hagrid!!
Le pareció atisbar un brazo enorme que se agitaba entre el enjambre de arácnidos, pero cuando se lanzó en su persecución, se lo impidió un pie monumental que salió de la oscuridad e hizo temblar el suelo. Al alzar la vista, comprobó que tenía ante sí a un gigante de seis metros; ni siquiera le veía la cabeza, pues la luz que salía por la puerta del castillo sólo le iluminaba las peludas pantorrillas, gruesas como troncos. Con un único, brutal y fluido movimiento, el gigante golpeó con un inmenso puño una de las altas ventanas, y a Harry le cayó encima una lluvia de cristales que lo obligó a retroceder y protegerse bajo el umbral de la puerta.