Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un lugar famoso.
Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si Hagrid no lo hubiera señalado, Harry no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo miraba. Sus ojos iban de la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al otro, como si no pudieran ver el Caldero Chorreante. En realidad, Harry tuvo la extraña sensación de que sólo él y Hagrid lo veían. Antes de que pudiera decirlo, Hagrid lo hizo entrar.
Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas ancianas estaban sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de ellas fumaba una larga pipa. Un hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo cantinero, que era completamente calvo y parecía una nuez blanda. El suave murmullo de las charlas se detuvo cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo saludaban con la mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo:
—¿Lo de siempre, Hagrid?
—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió Hagrid, poniendo la mano en el hombro de Harry y obligándole a doblar las rodillas.
—Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a Harry—. ¿Es éste... puede ser...?
El Caldero Chorreante había quedado súbitamente inmóvil y en silencio.
—Válgame Dios —susurró el cantinero—. Harry Potter... todo un honor.
Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y le estrechó la mano, con los ojos llenos de lágrimas.
—Bienvenido, Harry, bienvenido.
Harry no sabía qué decir. Todos lo miraban. La anciana de la pipa seguía chupando, sin darse cuenta de que se le había apagado. Hagrid estaba radiante.
Entonces se produjo un gran movimiento de sillas y, al minuto siguiente, Harry se encontró estrechando la mano de todos los del Caldero Chorreante.
—Doris Crockford, Harry. No puedo creer que por fin te haya conocido.
—Estoy orgullosa, Harry, muy orgullosa.
—Siempre quise estrechar tu mano... estoy muy complacido.
—Encantado, Harry, no puedo decirte cuánto. Mi nombre es Diggle, Dedalus Diggle.
—¡Yo lo he visto antes! —dijo Harry, mientras Dedalus Diggle dejaba caer su sombrero a causa de la emoción—. Usted me saludó una vez en una tienda.
—¡Me recuerda! —gritó Dedalus Diggle, mirando a todos—. ¿Habéis oído eso? ¡Se acuerda de mí!
Harry estrechó manos una y otra vez. Doris Crockford volvió a repetir el saludo.
Un joven pálido se adelantó, muy nervioso. Tenía un tic en el ojo.
—¡Profesor Quirrell! —dijo Hagrid—. Harry, el profesor Quirrell te dará clases en Hogwarts.
—P-P-Potter —tartamudeó el profesor Quirrell, apretando la mano de Harry—. N-no pue-e-do decirte l-lo contento que-e estoy de co-conocerte.
—¿Qué clase de magia enseña usted, profesor Quirrell?
—D-Defensa Contra las Artes O-Oscuras —murmuró el profesor Quirrell, como si no quisiera pensar en ello—. N-no es al-algo que t-tú n-necesites, ¿verdad, P-Potter? —Soltó una risa nerviosa—. Estás reuniendo el e-equipo, s-supongo. Yo tengo que b-buscar otro l-libro de va-vampiros. —Pareció aterrorizado ante la simple mención.
Pero los demás, no permitieron que el profesor Quirrell acaparara a Harry. Éste tardó más de diez minutos en despedirse de ellos. Al fin, Hagrid se hizo oír.
—Tenemos que irnos. Hay mucho que comprar. Vamos, Harry.
Doris Crockford estrechó la mano de Harry una última vez y Hagrid se lo llevó a través del bar hasta un pequeño patio cerrado, donde no había más que un cubo de basura y hierbajos.
Hagrid miró sonriente a Harry
—Te lo dije, ¿verdad? Te dije que eras famoso. Hasta el profesor Quirrell temblaba al conocerte, aunque te diré que habitualmente tiembla.
—¿Está siempre tan nervioso?
—Oh, sí. Pobre hombre. Una mente brillante. Estaba bien mientras estudiaba esos libros de vampiros, pero entonces cogió un año de vacaciones, para tener experiencias directas... Dicen que encontró vampiros en la Selva Negra y que tuvo un desagradable problema con una hechicera... Y desde entonces no es el mismo. Se asusta de los alumnos, tiene miedo de su propia asignatura... Ahora ¿adónde vamos, paraguas?
¿Vampiros? ¿Hechiceras? La cabeza de Harry era un torbellino. Hagrid, mientras tanto, contaba ladrillos en la pared, encima del cubo de basura.
—Tres arriba... dos horizontales... —murmuraba—. Correcto. Un paso atrás, Harry.
Dio tres golpes a la pared, con la punta de su paraguas.
El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el medio apareció un pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo más tarde estaban contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande hasta para Hagrid, un paso que llevaba a una calle con adoquines, que serpenteaba hasta quedar fuera de la vista.
—Bienvenido —dijo Hagrid— al callejón Diagon.
Sonrió ante el asombro de Harry. Entraron en el pasaje. Harry miró rápidamente por encima de su hombro y vio que la pared volvía a cerrarse.
El sol brillaba iluminando numerosos calderos, en la puerta de la tienda más cercana. «Calderos - Todos los Tamaños - Latón, Cobre, Peltre, Plata - Automáticos - Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos.
—Sí, vas a necesitar uno —dijo Hagrid— pero mejor que vayamos primero a conseguir el dinero.
Harry deseó tener ocho ojos más. Movía la cabeza en todas direcciones mientras iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las tiendas, las cosas que estaban fuera y la gente haciendo compras. Una mujer regordeta negaba con la cabeza en la puerta de una droguería cuando ellos pasaron, diciendo: «Hígado de dragón a diecisiete
sickles
la onza, están locos...».
Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que decía: «El emporio de las lechuzas. Color pardo, castaño, gris y blanco». Varios chicos de la edad de Harry pegaban la nariz contra un escaparate lleno de escobas. «Mirad —oyó Harry que decía uno—, la nueva Nimbus 2.000, la más veloz.» Algunas tiendas vendían ropa; otras, telescopios y extraños instrumentos de plata que Harry nunca había visto. Escaparates repletos de bazos de murciélagos y ojos de anguilas, tambaleantes montones de libros de encantamientos, plumas y rollos de pergamino, frascos con pociones, globos con mapas de la luna...
—Gringotts —dijo Hagrid.
Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba sobre las pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un uniforme carmesí y dorado, había...
—Sí, eso es un gnomo —dijo Hagrid en voz baja, mientras subían por los escalones de piedra blanca. El gnomo era una cabeza más bajo que Harry. Tenía un rostro moreno e inteligente, una barba puntiaguda y, Harry pudo notarlo, dedos y pies muy largos. Cuando entraron los saludó. Entonces encontraron otras puertas dobles, esta vez de plata, con unas palabras grabadas encima de ellas.
Entra, desconocido, pero ten cuidado
Con lo que le espera al pecado de la codicia,
Porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,
Deberán pagar en cambio mucho más,
Así que si buscas por debajo de nuestro suelo
Un tesoro que nunca fue tuyo,
Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado
De encontrar aquí algo más que un tesoro.
—Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí —dijo Hagrid.
Dos gnomos los hicieron pasar por las puertas plateadas y se encontraron en un amplio vestíbulo de mármol. Un centenar de gnomos estaban sentados en altos taburetes, detrás de un largo mostrador, escribiendo en grandes libros de cuentas, pesando monedas en balanzas de cobre y examinando piedras preciosas con lentes. Las puertas de salida del vestíbulo eran demasiadas para contarlas, y otros gnomos guiaban a la gente para entrar y salir. Hagrid y Harry se acercaron al mostrador.
—Buenos días —dijo Hagrid a un gnomo desocupado—. Hemos venido a sacar algún dinero de la caja de seguridad del señor Harry Potter.
—¿Tiene su llave, señor?
—La tengo por aquí —dijo Hagrid, y comenzó a vaciar sus bolsillos sobre el mostrador, desparramando un puñado de galletas de perro sobre el libro de cuentas del gnomo. Éste frunció la nariz. Harry observó al gnomo que tenía a la derecha, que pesaba unos rubíes tan grandes como carbones brillantes.
—Aquí está —dijo finalmente Hagrid, enseñando una pequeña llave dorada.
El gnomo la examinó de cerca.
—Parece estar todo en orden.
—Y también tengo una carta del profesor Dumbledore —dijo Hagrid, dándose importancia—. Es sobre lo-que-usted-sabe, en la cámara setecientos trece.
El gnomo leyó la carta cuidadosamente.
—Muy bien —dijo, devolviéndosela a Hagrid—. Voy a hacer que alguien los acompañe abajo, a las dos cámaras. ¡Griphook!
Griphook era otro gnomo. Cuando Hagrid guardó todas las galletas de perro en sus bolsillos, él y Harry siguieron a Griphook hacia una de las puertas de salida del vestíbulo.
—¿Qué es lo-que-usted-sabe en la cámara setecientos trece? —preguntó Harry.
—No te lo puedo decir —dijo misteriosamente Hagrid—. Es algo muy secreto. Un asunto de Hogwarts. Dumbledore me lo confió.
Griphook les abrió la puerta. Harry, que había esperado más mármoles, se sorprendió. Estaban en un estrecho pasillo de piedra, iluminado con antorchas. Se inclinaba hacia abajo y había unos raíles en el suelo. Griphook silbó y un pequeño carro llegó rápidamente por los raíles. Subieron (Hagrid con cierta dificultad) y se pusieron en marcha.
Al principio fueron rápidamente a través de un laberinto de retorcidos pasillos. Harry trató de recordar, izquierda, derecha, derecha, izquierda, una bifurcación, derecha, izquierda, pero era imposible. El veloz carro parecía conocer su camino, porque Griphook no lo dirigía.
A Harry le escocían los ojos de las ráfagas de aire frío, pero los mantuvo muy abiertos. En una ocasión, le pareció ver un estallido de fuego al final del pasillo y se dio la vuelta para ver si era un dragón, pero era demasiado tarde. Iban cada vez más abajo, pasando por un lago subterráneo en el que había gruesas estalactitas y estalagmitas saliendo del techo y del suelo.
—Nunca lo he sabido —gritó Harry a Hagrid, para hacerse oír sobre el estruendo del carro—. ¿Cuál es la diferencia entre una estalactita y una estalagmita?
—Las estalagmitas tienen una eme —dijo Hagrid—. Y no me hagas preguntas ahora, creo que voy a marearme.
Su cara se había puesto verde y, cuando el carro por fin se detuvo, ante la pequeña puerta de la pared del pasillo, Hagrid se bajó y tuvo que apoyarse contra la pared, para que dejaran de temblarle las rodillas.
Griphook abrió la cerradura de la puerta. Una oleada de humo verde los envolvió. Cuando se aclaró, Harry estaba jadeando. Dentro había montículos de monedas de oro. Montones de monedas de plata. Montañas de pequeños
knuts
de bronce.
—Todo tuyo —dijo Hagrid sonriendo.
Todo de Harry, era increíble. Los Dursley no debían saberlo, o se abrían apoderado de todo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas veces se habían quejado de lo que les costaba mantener a Harry? Y durante todo aquel tiempo, una pequeña fortuna enterrada debajo de Londres le pertenecía.
Hagrid ayudó a Harry a poner una cantidad en una bolsa.
—Las de oro son galeones —explicó—. Diecisiete
sickles
de plata hacen un galeón y veintinueve
knuts
equivalen a un
sickle
, es muy fácil. Bueno, esto será suficiente para un curso o dos, dejaremos el resto guardado para ti. —Se volvió hacia Griphook—. Ahora, por favor, la cámara setecientos trece. ¿Y podemos ir un poco más despacio?
—Una sola velocidad —contestó Griphook.
Fueron más abajo y a mayor velocidad. El aire se volvió cada vez más frío, mientras doblaban por estrechos recodos. Llegaron entre sacudidas al otro lado de una hondonada subterránea, y Harry se inclinó hacia un lado para ver qué había en el fondo oscuro, pero Hagrid gruñó y lo enderezó, cogiéndolo del cuello.
La cámara setecientos trece no tenía cerradura.
—Un paso atrás —dijo Griphook, dándose importancia. Tocó la puerta con uno de sus largos dedos y ésta desapareció—. Si alguien que no sea un gnomo de Gringotts lo intenta, será succionado por la puerta y quedará atrapado —añadió.
—¿Cada cuánto tiempo comprueban que no se haya quedado nadie dentro? —quiso saber Harry.
—Más o menos cada diez años —dijo Griphook, con una sonrisa maligna.
Algo realmente extraordinario tenía que haber en aquella cámara de máxima seguridad, Harry estaba seguro, y se inclinó anhelante, esperando ver por lo menos joyas fabulosas, pero la primera impresión era que estaba vacía. Entonces vio el sucio paquetito, envuelto en papel marrón, que estaba en el suelo. Hagrid lo cogió y lo guardó en las profundidades de su abrigo. A Harry le hubiera gustado conocer su contenido, pero sabía que era mejor no preguntar.
—Vamos, regresemos en ese carro infernal y no me hables durante el camino; será mejor que mantengas la boca cerrada —dijo Hagrid.
Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del sol, fuera de Gringotts. Harry no sabía adónde ir primero con su bolsa llena de dinero. No necesitaba saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta de que tenía más dinero que nunca, más dinero incluso que el que Dudley tendría jamás.
—Tendrías que comprarte el uniforme —dijo Hagrid, señalando hacia «Madame Malkin, túnicas para todas las ocasiones»—. Oye, Harry; ¿te importa que me dé una vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros de Gringotts. —Todavía parecía mareado, así que Harry entró solo en la tienda de Madame Malkin, sintiéndose algo nervioso.
Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color malva.
—¿Hogwarts, guapo? —dijo, cuando Harry empezó a hablar—. Tengo muchos aquí... En realidad, otro muchacho se está probando ahora.
En el fondo de la tienda, un niño de rostro pálido y puntiagudo estaba de pie sobre un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga túnica negra. Madame Malkin puso a Harry en un escabel al lado del otro, le deslizó por la cabeza una larga túnica y comenzó a marcarle el largo apropiado.
—Hola —dijo el muchacho—. ¿También Hogwarts?
—Sí —respondió Harry.
—Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi madre ha ido calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de aburrido y arrastraba las palabras—. Luego voy a arrastrarlos a mirar escobas de carrera. No sé por qué los de primer año no pueden tener una propia. Creo que voy a fastidiar a mi padre hasta que me compre una y la meteré de contrabando de alguna manera.