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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
Pasados uno o dos minutos, Ron dijo:
—Pues el Caldero Chorreante no queda muy lejos. Está en Charing Cross.
—¡No podemos ir, Ron! —saltó Hermione.
—No propongo que nos quedemos allí, sólo que vayamos para enterarnos de qué está pasando.
—¡Ya sabemos qué está pasando! Voldemort se ha apoderado del ministerio, ¿qué más necesitamos que nos digan?
—¡Vale, vale! Sólo era una idea.
Volvieron a sumirse en un incómodo silencio. La camarera, que mascaba chicle sin parar, se acercó a la mesa y Hermione pidió dos capuchinos; como Harry era invisible, habría resultado extraño pedir tres. Un par de fornidos obreros entraron en la cafetería y se sentaron a la mesa de al lado. Hermione bajó la voz y dijo:
—Propongo que busquemos un sitio tranquilo donde desaparecernos y nos vayamos al campo. Entonces podremos enviarle un mensaje a la Orden.
—Pero ¿tú sabes hacer eso del
patronus
que habla? —preguntó Ron.
—He estado practicando y creo que sí —respondió Hermione.
—Bueno, mientras eso no les cause problemas… Aunque quizá ya los hayan detenido. Vaya, esto es asqueroso —masculló Ron tras beber un sorbo de aquel café espumoso y grisáceo.
La camarera, que lo oyó, le lanzó una mirada de reprobación y fue a atender la otra mesa, pero el obrero más corpulento —rubio y muy musculoso— le hizo un ademán para que se marchara. La camarera se quedó mirándolo fijamente, ofendida.
—¿Por qué no nos vamos? No quiero beberme esta porquería —dijo Ron—. ¿Tienes dinero
muggle
para pagar, Hermione?
—Sí, cogí todos mis ahorros antes de ir a La Madriguera. Supongo que las monedas estarán en el fondo. —Y metió una mano en su bolsito de cuentas.
Entonces, los dos obreros hicieron el mismo movimiento a la vez, y Harry los imitó sin darse cuenta. Un instante después, los tres enarbolaban sus varitas mágicas. Ron, que tardó unos segundos en comprender qué estaba ocurriendo, se lanzó por encima de la mesa y, de un empujón, tumbó a Hermione en el banco donde se sentaba. La potencia de los hechizos de los
mortífagos
destrozó la pared alicatada en el mismo punto en que un momento antes se hallaba la cabeza de Ron, y Harry, todavía invisible, chilló:
—
¡Desmaius!
Un gran chorro de luz roja golpeó en la cara al
mortífago
rubio, que se desplomó inconsciente. Su compañero, sin saber quién lanzaba el hechizo, disparó contra Ron: unas relucientes cuerdas negras salieron de la punta de su varita y maniataron al chico de pies a cabeza. La camarera gritó y echó a correr hacia la puerta. Entonces Harry le lanzó el mismo hechizo aturdidor a aquel
mortífago
de cara deforme, pero no apuntó bien y el hechizo rebotó en la ventana, dándole a la camarera, que cayó al suelo delante de la puerta.
—
¡Expulso!
—bramó el
mortífago
, y la mesa que había detrás de Harry saltó por los aires. La onda expansiva lanzó al chico contra la pared, y notó cómo la varita se le iba de la mano al mismo tiempo que se le resbalaba la capa.
—
¡Petrificus totalus!
—gritó Hermione, escondida en un rincón, y el
mortífago
cayó hacia delante como una estatua derribada, dando un fuerte golpe sobre el revoltijo de porcelana rota, madera y café. Ella salió arrastrándose de debajo del banco, sacudiéndose trocitos de un cenicero de cristal del pelo y temblando de pies a cabeza—.
¡Di… diffindo!
—balbuceó apuntando con la varita a Ron, que aulló de dolor cuando ella le provocó un corte en la rodilla—. ¡Ay! ¡Perdona, Ron! Es que me tiembla la mano.
¡Diffindo!
Las cuerdas, una vez cortadas, se desprendieron. Ron se levantó y agitó los brazos para recobrar la sensibilidad. Harry recogió su varita y se abrió paso entre aquel estropicio hasta donde yacía el
mortífago
rubio y corpulento, tendido sobre el banco.
—Debí haberlo reconocido; estaba en el castillo la noche en que murió Dumbledore —comentó, y acto seguido le dio la vuelta al otro con el pie; el
mortífago
miró con nerviosismo a los tres.
—Éste es Dolohov —dijo Ron—. Vi su fotografía en unos antiguos carteles de busca y captura que difundió el ministerio. Creo que el otro es Thorfinn Rowle.
—¡Qué más da cómo se llamen! —chilló Hermione—. Lo que importa es cómo nos han encontrado y qué vamos a hacer ahora.
Curiosamente, el pánico de la chica le despejó la cabeza a Harry.
—Echa el cerrojo de la puerta —ordenó—. Y tú, Ron, apaga las luces.
Sin dejar de pensar a toda prisa, Harry miró al paralizado Dolohov mientras Hermione cerraba la puerta y Ron utilizaba el desiluminador para dejar la cafetería a oscuras. En la calle, oyó a los hombres que poco antes se habían metido con Hermione, ahora molestando a otra chica.
—¿Qué hacemos con ellos? —le susurró Ron en la oscuridad y, bajando más la voz, agregó—: ¿Matarlos? Ellos nos matarían si pudieran; casi lo consiguen.
Estremeciéndose, Hermione dio un paso atrás y Harry negó con la cabeza.
—Les borraremos la memoria —decidió—. Eso es lo mejor; así nos perderán el rastro. Si los matamos, quedará claro que hemos estado aquí.
—Tú mandas —aceptó Ron con alivio—. Pero yo nunca he hecho un encantamiento desmemorizante.
—Yo tampoco —terció Hermione—, pero sé la teoría. —Inspiró hondo para tranquilizarse, apuntó a la frente de Dolohov con la varita y dijo—:
¡Obliviate!
En el acto, Dolohov se quedó como atontado, sin poder enfocar la mirada.
—¡Fantástico! —exclamó Harry y palmeó en la espalda a su amiga—. Ocúpate del otro y de la camarera mientras Ron y yo recogemos un poco todo esto.
—¿Recoger, dices? —se extrañó Ron mirando alrededor. La cafetería había quedado parcialmente destrozada—. ¿Por qué?
—¿No crees que si al despertar se encuentran en un local donde parece haber caído una bomba se preguntarán qué ha pasado?
—Ya. Sí, claro. —Tuvo dificultades para sacar la varita del bolsillo—. No me extraña que me cueste tanto, Hermione. Metiste mis vaqueros viejos en el bolso. ¡Me aprietan mucho!
—Vaya, lo siento —se disculpó ella, y mientras arrastraba a la camarera lejos de las ventanas, Harry la oyó murmurar una sugerencia de dónde podía meterse Ron la varita.
Una vez que la cafetería hubo recuperado su aspecto habitual, los tres amigos pusieron a los
mortífagos
en la mesa donde se habían sentado al entrar, uno frente al otro.
—¿Cómo nos habrán encontrado? —preguntó Hermione contemplando a los dos individuos inconscientes—. ¿Quién les dijo que estábamos aquí? —Y mirando a Harry, añadió—: No será que todavía llevas el Detector, ¿verdad?
—No, no puede ser —intervino Ron—. El Detector se desactiva cuando cumples diecisiete años. Lo prescribe la ley mágica: no se lo pueden poner a un adulto.
—No que tú sepas —replicó Hermione—. ¿Y si los
mortífagos
han encontrado la manera de ponérselo a alguien aunque sea mayor de edad?
—Pero Harry no se ha acercado a ningún
mortífago
en las últimas veinticuatro horas. ¿Quién podría haberle reactivado el Detector?
Hermione no contestó. Harry se sentía contaminado, mancillado… ¿Y si en efecto los
mortífagos
los habían encontrado mediante esa argucia?
—Si yo no puedo emplear la magia, y vosotros tampoco si estáis cerca de mí, sin que delatemos nuestra posición… —musitó.
—¡No vamos a separarnos! —le espetó Hermione.
—Necesitamos un sitio seguro donde escondernos —dijo Ron—. Déjanos pensar.
—Grimmauld Place —propuso Harry.
Los otros dos lo miraron boquiabiertos.
—¡No seas tonto, Harry! ¡Snape puede entrar ahí!
—El padre de Ron dijo que han hecho embrujos contra Snape. Y aunque haya logrado burlarlos —insistió, vista la vehemencia con que Hermione había rechazado su propuesta—, ¿qué importa? ¡Os juro que me encantaría encontrármelo!
—Pero…
—¿De qué otro sitio disponemos, Hermione? Es nuestra mejor alternativa. Snape sólo es un
mortífago
, pero si todavía llevo el Detector, montones de esos indeseables nos perseguirán allá donde vayamos.
Hermione no pudo rebatir tales argumentos, aunque le habría gustado hacerlo. Mientras ella descorría el cerrojo de la puerta de la cafetería, Ron accionó el desiluminador para volver a iluminar el local. Entonces Harry contó hasta tres y anularon los hechizos que les habían hecho a sus víctimas, y antes de que la camarera o los
mortífagos
se recuperaran de su sopor, los tres jóvenes se sumieron de nuevo en una opresiva oscuridad. Pasados unos segundos, los pulmones de Harry se expandieron por fin. El chico abrió los ojos y vio que se hallaban de pie en medio de una placita bastante fea que le resultaba familiar. Rodeados de casas altas y descuidadas, distinguieron el número 12, porque Dumbledore —el Guardián de los Secretos— les había revelado su existencia; corrieron hacia allí comprobando cada poco que nadie los perseguía ni observaba. Subieron a toda prisa los escalones de piedra y Harry golpeó la puerta una sola vez con la varita. Enseguida oyeron una serie de sonidos metálicos y el ruido de una cadena. Entonces la puerta se abrió de par en par con un chirrido, y los tres amigos traspusieron el umbral.
Cuando Harry cerró la puerta tras ellos, las anticuadas lámparas de gas se iluminaron, arrojando una luz parpadeante en todo el largo vestíbulo. La casa continuaba tan tétrica como Harry la recordaba; había telarañas por todas partes y las cabezas de los elfos domésticos, colgadas en la pared, proyectaban extrañas sombras en la escalera. Unas largas y oscuras cortinas tapaban el retrato de la madre de Sirius, y lo único que no se mantenía en su sitio era el paragüero, con forma de pierna de trol, que estaba tumbado como si Tonks acabara de derribarlo otra vez.
—Creo que alguien ha estado aquí —susurró Hermione señalando el paragüero.
—Quizá se quedó así cuando la Orden se marchó —contestó Ron.
—¿Y dónde están esos embrujos que pusieron contra Snape? —preguntó Harry.
—Quizá sólo se activan si entra él —especuló Ron.
Sin embargo, se quedaron sobre el felpudo que había dentro, de espaldas a la puerta, sin atreverse a adentrarse más en la casa.
—Bueno, no podemos quedarnos aquí para siempre —decidió Harry, y avanzó un paso.
—¿Severus Snape?
La susurrante voz de
Ojoloco
Moody surgió de la oscuridad y los tres chicos retrocedieron asustados.
—¡No somos Snape! —replicó Harry con voz ronca, y de pronto una especie de corriente de aire le pasó zumbando por encima de la cabeza y la lengua se le enrolló, impidiéndole hablar. Pero ni siquiera tuvo tiempo de tocarse la boca para ver qué le estaba ocurriendo, pues al punto la lengua se le desenrolló.
Los otros dos parecían haber experimentado lo mismo y, mientras Ron daba arcadas, Hermione balbuceó:
—¡Eso ha de… debido de ser la ma… maldición lengua atada que
Ojoloco
puso contra Snape!
Harry dio otro paso cauteloso y algo se movió en la oscuridad al fondo del vestíbulo. Antes de que alguno de los tres pudiera decir algo, una figura alta, grisácea y terrible surgió de la alfombra. Hermione dio un chillido y la señora Black la imitó al abrirse las cortinas que tapaban su retrato. La figura gris —de rostro descarnado, mejillas hundidas y cuencas vacías— se deslizaba hacia ellos, cada vez más deprisa, con la larga cabellera y la barba flotándole hacia atrás. Era un rostro espantosamente familiar, aunque alterado de forma grotesca. La criatura levantó un consumido brazo y señaló a Harry.
—¡No! —gritó el chico pero, aunque levantó la varita, no se le ocurrió ningún hechizo—. ¡No, no! ¡No fuimos nosotros! ¡Nosotros no lo matamos!
Al pronunciar la palabra «matamos», la figura estalló formando una gran nube de polvo. Harry, tosiendo y con los ojos llorosos, miró alrededor y vio a Hermione acurrucada en el suelo, junto a la puerta, cubriéndose la cabeza con los brazos, y a Ron, que temblaba de pies a cabeza, dándole unas palmaditas en el hombro mientras le decía:
—No pasa na… nada, ya se ha i… ido.
El polvo se arremolinó alrededor de Harry como una neblina, atrapando la luz azulada de la lámpara de gas, mientras la señora Black seguía chillando:
—¡Sangre sucia, inmundicia, manchas de deshonra mancillando la casa de mis padres…!
—
¡CÁLLESE!
—bramó Harry apuntando al cuadro con la varita. Tras un fogonazo y una lluvia de chispas rojas, las cortinas volvieron a cerrarse y silenciaron a la señora Black.
—Pero si era… era… —gimoteó Hermione mientras Ron la ayudaba a levantarse.
—Sí —afirmó Harry—, pero no era él. Sólo se trataba de un truco para asustar a Snape.
«¿Habría funcionado —se preguntó Harry—, o Snape habría destruido aquella horrorosa figura con la misma facilidad con que había matado al Dumbledore auténtico?»
Todavía notaba un cosquilleo de nerviosismo cuando echó a andar por el pasillo precediendo a sus dos amigos, preparado por si aparecía otra figura aterradora; pero no se movió nada, excepto un ratón que correteó por el zócalo.
—Antes de continuar, creo que tendríamos que asegurarnos —susurró Hermione, de modo que levantó su varita y dijo—:
¡Homenum revelio!
No pasó nada.
—Bueno, ten en cuenta que acabas de llevarte un susto de muerte —observó Ron, amable—. ¿Qué se supone que tenía que demostrar ese hechizo?
—¡Ha hecho precisamente lo que yo pretendía! —refunfuñó Hermione—. ¡Es un hechizo para revelar la presencia de humanos, y aquí sólo estamos nosotros!
—Nosotros… y el apolillado ése —soltó Ron, y le echó un vistazo a la parte de la alfombra de donde había salido aquella figura con apariencia de cadáver.
—Subamos —sugirió Hermione mirando con aprensión la alfombra, y empezó a subir la rechinante escalera que llevaba al salón del primer piso.
La joven sacudió su varita para encender las viejas lámparas de gas, y luego, temblando ligeramente a causa del frío que hacía en la estancia, se sentó en el borde del sofá y se abrazó el cuerpo. Ron fue hasta la ventana y apartó un poco la pesada cortina de terciopelo.
—Ahí fuera no se ve a nadie —informó—. Y supongo que si Harry todavía llevara el Detector nos habrían seguido hasta aquí. Ya sé que no pueden entrar en la casa, pero… ¿Qué sucede, Harry?