Read Harry Potter y el Misterio del Príncipe Online
Authors: J. K. Rowling
Tags: #fantasía, #infantil
—Exacto. Su tienda está vacía, pero no se ven señales de violencia. Nadie sabe si Ollivander se ha marchado voluntariamente o si lo han secuestrado.
—¿Y las varitas? ¿Dónde las comprará ahora la gente?
—Tendrán que comprárselas a otros fabricantes —contestó Lupin—. Pero Ollivander era el mejor, y no nos beneficia nada que lo retenga el otro bando.
Al día siguiente de esa lúgubre merienda de cumpleaños, llegaron de Hogwarts las cartas y listas de libros para los muchachos. La carta dirigida a Harry incluía una sorpresa: lo habían elegido capitán de su equipo de
quidditch
.
—¡Ahora tendrás la misma categoría que los prefectos! —exclamó Hermione—. ¡Y podrás utilizar nuestro cuarto de baño especial!
—¡Vaya! Me acuerdo de cuando Charlie llevaba una como ésta —comentó Ron examinando con regocijo la insignia de su amigo—. ¡Qué pasada, Harry, eres mi capitán! Suponiendo que me incluyas otra vez en el equipo, claro. ¡Ja, ja, ja!
—Bueno, me temo que ahora que ya tenéis vuestras listas no podremos aplazar mucho más la excursión al callejón Diagon —se lamentó la señora Weasley mientras repasaba la lista de libros de Ron—. Iremos el sábado, si vuestro padre no tiene que trabajar. No pienso ir de compras sin él.
—¿De verdad crees que Quien-tú-sabes podría estar escondido detrás de un estante de Flourish y Blotts, mamá? —se burló Ron.
—¡Como si Fortescue y Ollivander se hubieran ido de vacaciones! —replicó ella, que se exaltaba con facilidad—. Si consideras que la seguridad es un tema para hacer chistes, puedes quedarte aquí y ya te traeré yo las cosas.
—¡No, no! ¡Quiero ir, quiero ver la tienda de Fred y George! —se apresuró a decir Ron.
—Entonces pórtate bien, jovencito, antes de que decida que eres demasiado inmaduro para venir con nosotros —le espetó ella, y a continuación cogió su reloj de pared, cuyas nueve manecillas todavía señalaban «Peligro de muerte», y lo puso encima de un montón de toallas limpias—. ¡Y lo mismo digo respecto a regresar a Hogwarts! —añadió antes de levantar el cesto de la colada, con el reloj en lo alto a punto de caer, y salir con paso firme de la habitación.
Ron miró con gesto de incredulidad a Harry.
—¡Jo! En esta casa ya no puedes ni hacer una broma —se lamentó.
Pero los días siguientes Ron procuró no bromear sobre Voldemort, así que llegó el sábado sin que la señora Weasley tuviese más rabietas, aunque durante el desayuno estuvo muy tensa. Bill, que iba a quedarse en casa con Fleur (de lo que Hermione y Ginny se alegraron mucho), le pasó a Harry una bolsita llena de dinero por encima de la mesa.
—¿Y el mío? —saltó Ron, con los ojos como platos.
—Ese dinero ya era suyo, idiota —replicó Bill—. Te lo he sacado de la cámara acorazada, Harry, porque ahora el público tarda unas cinco horas en acceder a su oro, ya que los duendes han endurecido mucho las medidas de seguridad. Hace un par de días, a Arkie Philpott le metieron una sonda de rectitud por el… Bueno, créeme, es más fácil así.
—Gracias, Bill —dijo Harry, y se guardó las monedas.
—
Siempge
tan atento —le susurró Fleur a Bill con adoración mientras le acariciaba la nariz. Ginny, a espaldas de Fleur, simuló vomitar en su cuenco de cereales; Harry se atragantó con los copos de maíz y Ron le dio unas palmadas en la espalda.
Hacía un día oscuro y nublado. Cuando salieron de la casa abrochándose las capas, uno de los coches especiales del Ministerio de Magia, en los que Harry ya había viajado, los esperaba en el jardín delantero.
—Qué bien que papá nos haya conseguido otra vez un coche —comentó Ron, agradecido, y estiró ostentosamente brazos y piernas mientras el coche arrancaba y se alejaba despacio de La Madriguera.
Bill y Fleur los despidieron con la mano desde la ventana de la cocina. Ron, Harry, Hermione y Ginny iban cómodamente arrellanados en el espacioso asiento trasero del vehículo.
—Pero no te acostumbres, hijo, porque todo esto sólo se hace por Harry —le advirtió el señor Weasley, volviéndose para mirarlo. Su esposa y él iban delante, junto al chofer oficial; el asiento del pasajero se había extendido y convertido en una especie de sofá de dos plazas—. Le han asignado una protección de la más alta categoría. Y en el Caldero Chorreante se nos unirá otro destacamento de seguridad.
Harry no comentó nada, pero no le hacía mucha gracia ir de compras rodeado de un batallón de
aurores
. Se había guardado la capa invisible en la mochila porque suponía que si Dumbledore no tenía inconveniente en que la usara, tampoco debía de tenerlo el ministerio; aunque, ahora que se lo planteaba, tuvo sus dudas de que estuvieran al corriente de la existencia de esa capa.
—Ya hemos llegado —anunció el chofer tras un rato asombrosamente corto, al tiempo que reducía la velocidad en Charing Cross Road y detenía el coche frente al Caldero Chorreante—. Me han ordenado que los espere aquí. ¿Tienen idea de cuánto tardarán?
—Calculo que un par de horas —contestó el señor Weasley—. ¡Ah, ahí está! ¡Estupendo!
Harry imitó al señor Weasley y miró por la ventanilla. El corazón le dio un vuelco: no había ningún
auror
esperándolos fuera de la taberna, sino la gigantesca y barbuda figura de Rubeus Hagrid, el guardabosques de Hogwarts, que llevaba un largo abrigo de piel de castor. Al ver a Harry, sonrió sin prestar atención a las asustadas miradas de los
muggles
que pasaban por allí.
—¡Harry! —bramó, y en cuanto el muchacho se bajó del coche, lo abrazó tan fuerte que casi le tritura los huesos—.
Buckbeak
… quiero decir
Witherwings
… ya lo verás, Harry, es tan feliz de volver a trotar por ahí…
—Me alegro de que esté contento —repuso sonriente el chico mientras se frotaba las costillas—. ¡No sabíamos que el «destacamento de seguridad» eras tú!
—Ya. Como en los viejos tiempos, ¿verdad? Verás, el ministerio pretendía enviar un puñado de
aurores
, pero Dumbledore dijo que podía encargarme yo —explicó Hagrid con orgullo, sacando pecho y metiendo los pulgares en los bolsillos—. ¡En marcha! —exclamó, y al punto se corrigió—: Molly, Arthur, vosotros primero.
Si a Harry no le fallaba la memoria, era la primera vez que el Caldero Chorreante estaba vacío. Aparte del arrugado y desdentado tabernero, Tom, no había ni un cliente. Al verlos entrar sonrió ilusionado, pero antes de que abriera la boca, Hagrid anunció dándose importancia:
—Hoy sólo estamos de paso, Tom. Espero que lo entiendas. Asuntos de Hogwarts, ya sabes.
El hombre asintió con resignación y siguió secando vasos. Harry, Hermione, Hagrid y los Weasley cruzaron el local y salieron al pequeño y frío patio trasero, donde estaban los cubos de basura. Hagrid levantó su paraguas rosa y dio unos golpecitos en determinado ladrillo de la pared, que se abrió al instante para formar un arco que daba a una tortuosa calle adoquinada. Traspusieron la entrada, se pararon y miraron alrededor.
El callejón Diagon había cambiado: los llamativos y destellantes escaparates donde se exhibían libros de hechizos, ingredientes para pociones y calderos, ahora quedaban ocultos detrás de los enormes carteles de color morado del Ministerio de Magia que había pegados en los cristales (en su mayoría, copias ampliadas de los consejos de seguridad detallados en los folletos que el ministerio había distribuido en verano). Algunos carteles tenían fotografías animadas en blanco y negro de
mortífagos
que andaban sueltos: Bellatrix Lestrange, por ejemplo, miraba con desdén desde el escaparate de la botica más cercano. Varias ventanas estaban cegadas con tablones, entre ellas las de la Heladería Florean Fortescue. Por lo demás, en diversos puntos de la calle habían surgido tenderetes destartalados; en uno de ellos, instalado enfrente de Flourish y Blotts bajo un sucio toldo a rayas, un letrero rezaba: «Eficaces amuletos contra hombres lobo,
dementores
e
inferi
.»
Un brujo menudo y con mala pinta hacía tintinear un montón de cadenas con símbolos de plata que, colgadas de los brazos, ofrecía a los peatones.
—¿No quiere una para su hijita, señora? —abordó a la señora Weasley lanzándole una lasciva mirada a Ginny—. ¿Para proteger su hermoso cuello?
—Si estuviera de servicio… —masculló el señor Weasley mirando con ceño al vendedor de amuletos.
—Sí, pero ahora no detengas a nadie, querido, que tenemos prisa —le rogó su esposa mientras consultaba una lista, nerviosa—. Me parece que lo mejor sería ir primero a Madame Malkin; Hermione quiere una túnica de gala nueva y Ron enseña demasiado los tobillos con la del uniforme. Y tú también necesitarás una nueva, Harry, porque has crecido mucho. Vamos, por aquí…
—Molly, no tiene sentido que vayamos todos a Madame Malkin —objetó su marido—. ¿Por qué no dejas que Hagrid los acompañe a ellos tres y nosotros vamos con Ginny a Flourish y Blotts a comprarles los libros de texto?
—No sé, no sé —respondió ella, angustiada; era evidente que se debatía entre el deseo de terminar las compras deprisa y el de mantener unido el grupo—. Hagrid, ¿crees que…?
—No sufras, Molly, conmigo no va a pasarles nada —la tranquilizó éste agitando una peluda mano del tamaño de la tapa de un cubo de basura.
La señora Weasley no parecía muy convencida, pero permitió que se separaran y salió presurosa hacia Flourish y Blotts con su marido y Ginny, mientras que Harry, Ron, Hermione y Hagrid se dirigieron hacia el establecimiento de Madame Malkin.
Harry advirtió que muchas de las personas con que se cruzaban tenían la misma expresión atribulada y atemorizada que la señora Weasley, y ninguna de ellas se detenía a hablar; los compradores permanecían juntos formando grupos muy unidos y no se distraían. Tampoco había nadie que hiciera las compras solo.
—No sé si vamos a caber todos ahí dentro —observó Hagrid tras detenerse delante de la tienda de Madame Malkin y mirar por el escaparate—. Si os parece bien, me quedaré vigilando aquí.
Así que los tres amigos entraron en la pequeña tienda. A primera vista parecía vacía, pero tan pronto la puerta se hubo cerrado tras ellos, oyeron una voz conocida detrás de un perchero de túnicas de gala con lentejuelas azules y verdes.
—…ningún niño, por si no te habías dado cuenta, madre. Soy perfectamente capaz de hacer las compras por mi cuenta.
Alguien chascó la lengua, y luego una voz que Harry identificó como la de Madame Malkin dijo:
—Mira, querido, tu madre tiene razón; en los tiempos que corren no es conveniente pasear solo por ahí, no tiene nada que ver con la edad…
—¡Quiere hacer el favor de mirar dónde clava el alfiler!
Un adolescente pálido, de facciones afiladas y cabello rubio platino, salió de detrás del perchero. Llevaba puesta una elegante túnica verde oscuro con una reluciente hilera de alfileres alrededor del dobladillo y los bordes de las mangas. Dio un par de zancadas, se colocó ante el espejo y se miró; tardó unos instantes en ver a Harry, Ron y Hermione reflejados detrás de él, y entonces entrecerró sus ojos grises.
—Si te preguntas por qué huele mal, madre, es que acaba de entrar una sangre sucia —anunció Draco Malfoy.
—¡No hay ninguna necesidad de emplear ese lenguaje! —lo reprendió Madame Malkin saliendo de detrás del perchero a toda prisa, con una cinta métrica y una varita en las manos—. ¡Y tampoco quiero ver varitas en mi tienda! —se apresuró a añadir, pues al mirar hacia la puerta vio a Harry y Ron allí plantados con las varitas en ristre apuntando a Malfoy.
Hermione, que estaba detrás de los chicos, les susurró:
—Dejadlo, en serio, no vale la pena.
—¡Bah, como si os atrevierais a hacer magia fuera del colegio! —se burló Malfoy—. ¿Quién te ha puesto el ojo morado, Granger? Me gustaría enviarle flores.
—¡Basta ya! —ordenó Madame Malkin, y miró a sus espaldas en busca de ayuda—. Por favor, señora…
Narcisa Malfoy salió de detrás del perchero con aire despreocupado.
—Guardad las varitas —exigió con frialdad a Harry y Ron—. Si volvéis a atacar a mi hijo, me encargaré de que sea lo último que hagáis.
—¿Lo dice en serio? —la desafió Harry. Avanzó un paso y miró con fijeza a la mujer cuyo arrogante rostro, pese a su palidez, recordaba al de su hermana. Harry ya era tan alto como ella—. ¿Qué piensa hacer? ¿Pedirles a algunos
mortífagos
amigos suyos que nos liquiden?
Madame Malkin soltó un gritito y se llevó las manos al pecho.
—Chicos, no deberíais acusar… Es peligroso decir cosas así. ¡Guardad las varitas, por favor!
Pero Harry no la bajó. Narcisa Malfoy esbozó una desagradable sonrisa.
—Veo que ser el preferido de Dumbledore te ha dado una falsa sensación de seguridad, Harry Potter. Pero él no estará siempre a tu lado para protegerte.
—¡Ostras! —exclamó Harry, mirando con sorna alrededor—. ¡Ahora no lo veo por aquí! ¿Por qué no lo intenta? ¡Quizá le encuentren una celda doble en Azkaban y pueda ir a hacerle compañía al fracasado de su marido!
Draco, furioso, se abalanzó sobre Harry, pero tropezó con el dobladillo de la túnica. Ron soltó una carcajada.
—¡No te atrevas a hablarle así a mi madre, Potter! —gruñó.
—No pasa nada, hijo —intervino Narcisa, poniéndole una mano de delgados y blancos dedos en el hombro para sujetarlo—. Creo que Potter se reunirá con su querido Sirius antes de que yo vaya a hacer compañía a Lucius.
Harry levantó un poco más la varita.
—¡No, Harry! —gimió Hermione y le tiró del brazo para bajárselo—. Piensa… No debes… no te metas en líos.
Madame Malkin titubeó un momento y decidió comportarse como si no pasara nada, con la esperanza de que realmente no llegara a pasar nada. Se inclinó hacia Draco, que todavía miraba con odio a Harry, y dijo:
—Me parece que tendríamos que acortar la manga izquierda un poquito más, querido. Déjame…
—¡Ay! —chilló Draco, y le dio un golpe brusco en la mano—. ¡Cuidado con los alfileres, señora! Madre, creo que no quiero esta túnica…
Se quitó la prenda por la cabeza y la arrojó al suelo, a los pies de Madame Malkin.
—Tienes razón, hijo —coincidió Narcisa, y le lanzó una mirada de profundo desprecio a Hermione—, ahora veo la clase de gentuza que compra aquí. Será mejor que vayamos a Twilfitt y Tatting.
Madre e hijo abandonaron con aire decidido la tienda y, al salir, Draco se aseguró de tropezar con Ron y darle tan fuerte como pudo.