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Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

Hasta luego, y gracias por el pescado (9 page)

BOOK: Hasta luego, y gracias por el pescado
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No habían escuchado el discursito sobre lo contenta que se iba a poner Anjie con las cuatro libras y treinta peniques que se habían recaudado entre todos para contribuir a su aparato del riñón; apenas se percataron que los de la mesa de al lado habían ganado una caja de licor de fresa, y tardaron unos instantes en comprender que los gritos procedían de la mujer, que les preguntaba si tenían la papeleta número 37.

Arthur descubrió que así era. Miró con rabia el reloj. Fenchurch le dio un empujón.

- Vamos - le dijo -, vaya por ello. No se ponga de mal genio. Suélteles un buen discurso acerca de lo contento que está; luego me llama y me cuenta qué ha pasado. Y quiero oír el disco. Venga.

Le dio un golpecito en el brazo y se fue.

Los clientes del bar encontraron su discurso más efusivo de lo normal. Al fin y al cabo, sólo se trataba de un disco de gaitas.

Mientras lo recordaba y escuchaba la música, Arthur no podía reprimir las carcajadas.

14

- Ring, ring.

- Ring, ring.

- Ring, ring.

- Diga. ¿Sí? Sí, eso es. Sí. Tendrá que hablar más alto, aquí hay mucho ruido. ¿Cómo?

- No, yo sólo atiendo el bar por las tardes. Yvonne se ocupa de él a la hora de comer, con Jim. Es el dueño. No, yo no estaba. ¿Qué?

- ¡Hable más alto!

- ¿Cómo? No, no sé nada de ninguna rifa. ¿Qué?

- No, no sé nada de eso. Espere que llamo a Jim.

La camarera puso la mano sobre el receptor y llamó a Jim entre el barullo del bar.

- Oye Jim, hay un tío al teléfono que dice que ha ganado una rifa. No para de decir que salió el 37 y que lo tiene él.

- No - gritó el camarero, ganó uno que estaba en el bar.

- Dice que si tenemos nosotros la papeleta.

- ¿Cómo dice que ha ganado si ni siquiera tiene la papeleta?

- Dice Jim que cómo dice usted que ha ganado si ni siquiera tiene la papeleta. ¿Cómo?

Volvió a poner la mano sobre el receptor.

- Jim, no deja de marearme con el mismo rollo. Dice que la papeleta tenía un número.

- Pues claro que la papeleta tenía un número. Era la papeleta de una puñetera rifa, ¿no?

- Dice que en la papeleta había un número de teléfono.

- Cuelga el teléfono y sirve a los malditos clientes, ¿quieres?

15

A ocho horas hacia el oeste había un hombre sentado en la playa que se dolía de alguna pérdida inexplicable. Sólo podía pensar en su pena a pequeñas cantidades, porque toda a la vez era más de lo que se podía soportar.

Contemplaba las grandes y lentas olas del Pacífico que llegaban a la arena, y seguía esperando a la insignificancia que, con toda seguridad, estaba a punto de ocurrir. Cuando pasó el momento de que no sucediera, la tarde transcurrió monótonamente y el sol se ocultó tras la larga línea del mar. El día acabó.

No diremos el nombre de la playa, porque allí vivía aquel hombre, pero se trataba de una pequeña franja arenosa en algún punto de los centenares de kilómetros de costa que se extienden al oeste de Los Angeles, ciudad descrita en un artículo de la nueva edición de la Guía del autostopista galáctico como «basurero, gigantesca, maloliente y, cómo es esa otra palabra, bueno, y todo lo peor»; y en otro, escrito sólo unas horas después, se decía que «es parecida a varios miles de kilómetros cuadrados de correspondencia del American

Express, pero sin el mismo sentido de profundidad moral. Además, por alguna razón, el aire es amarillento».

La costa se extiende hacia el oeste y luego va al norte, a la brumosa bahía de San Francisco, que la Guía describe como un «buen sitio para visitar. Resulta muy fácil creer que las personas que allí se conocen son viajeros espaciales. Lo que para usted es iniciarse en una nueva religión, para ellos es el modo de saludar. Hasta que se haya instalado y cogido el pulso a la ciudad, será mejor que diga "no" a tres preguntas de las cuatro que cualquiera puede hacerle, porque pasan cosas muy extrañas de las que puede morir algún forastero sin sospechas». Los centenares de kilómetros de ondulantes acantilados y arena, palmeras, olas rompientes y crepúsculos se describen así en la Guía: «Fenómeno. Muy bueno.»

Y en algún punto de aquella fenomenal franja de costa estaba la casa de aquel hombre inconsolable, al que muchos consideraban loco. Pero eso sólo se debía, como él mismo explicaba, a que de verdad lo estaba.

Una de las muchas razones por las que la gente le creía loco era por la extravagancia de su casa que, incluso en una región donde la mayoría de las casas eran peculiares de una manera u otra, era extremadamente peculiar.

Su casa se llamaba «El Exterior del Asilo».

Su nombre era simplemente John Watson, aunque prefería que le llamasen «Wonko el Cuerdo», y algunos de sus amigos así lo hacían, aunque a regañadientes.

En su casa había una serie de cosas extrañas, incluida una pecera de cristal gris con ocho palabras grabadas sobre ella.

Ya hablaremos de él más adelante; esto es sólo un intermedio para ver ponerse el sol y anunciar que John Watson estaba allí, contemplándolo.

Había perdido todo lo que más quería, y se limitaba a esperar el fin del mundo, sin darse cuenta de que eso ya había sucedido y era cosa pasada.

16

Tras pasar un desagradable domingo vaciando cubos de basura en la parte posterior de un bar de Taunton sin encontrar nada, ni papeleta de rifa ni número de teléfono, Arthur hizo todo lo posible por encontrar a Fenchurch, y cuanto más lo intentaba, más semanas pasaban.

Se insultaba y se enfurecía consigo mismo, con el destino, con el mundo y con el tiempo que hacía. Movido por la rabia y la pena, se fue a la cafetería de la gasolinera donde había estado poco antes de encontrarla.

- Es esta lluvia lo que me pone de mal humor.

- Por favor, no hable más de la lluvia - replicó Arthur.

- Dejaría de hablar si dejara de llover.

- Oiga...

- Pero le diré lo que hará cuando deje de llover, ¿vale?

- No.

- Caerán chuzos de punta.

- ¿Cómo?

- Que diluviará.

Por encima del borde de su taza de café, Arthur miró al horrible mundo exterior. Comprendió que se encontraba en un sitio enteramente absurdo al que había ido movido por la superstición y no por la lógica. Sin embargo, como para atormentarle con la idea de que tales coincidencias pueden darse en realidad, el destino había decidido reunirle con el camionero que había conocido allí la última vez.

Cuanto más trataba de ignorarle, más inmerso se veía en el vertiginoso remolino de la exasperante conversación del camionero.

- Creo - dijo Arthur con vaguedad, maldiciéndose a sí mismo por molestarse en abrir la boca - que está amainando.

- ¡Ja!

Arthur se encogió de hombros. Tendría que irse. Eso es lo que debería hacer. Marcharse, simplemente.

- ¡Nunca deja de llover! - Vociferó el camionero, que dio un puñetazo en la mesa, derramó el té y, por un momento, pareció echar humo.

Uno no puede irse sin responder a una observación así.

- Claro que deja de llover - manifestó Arthur. No era una refutación elegante, pero había que decirlo.

- Llueve... todo... el tiempo - bramó el camionero, dando puñetazos en la mesa a cada palabra.

Arthur meneó la cabeza.

- Decir que llueve todo el tiempo es una estupidez...

Ultrajado, el camionero abrió bruscamente la cejas.

- ¿Una estupidez? ¿Por qué? ¿Por qué es una estupidez decir que llueve todo el tiempo cuando nunca deja de llover?

- Ayer no llovió.

- En Darlington, sí.

Arthur hizo una pausa, cauteloso.

- ¿No va a preguntarme dónde estuve ayer? - inquirió el camionero,-. ¿Eh?

- No.

- Espero que lo adivine.

- ¿Ah, sí?

- Empieza con una D.

- ¿De veras?

- Y le aseguro que llovía a cántaros.

- Este no es sitio para ti, tío - dijo alegremente a Arthur un desconocido que iba en mono -. Este es el Rincón del Nubarrón.

Especialmente reservado al querido Gotas de Lluvia no Dejan de Caer Sobre mi Cabeza, aquí presente. Entre este lugar y la soleada Dinamarca, hay uno reservado en cada cafetería de autopista. Te aconsejo que te largues. Es lo que hacemos todos. ¿Qué tal vas, Rob? ¿Muy ocupado? ¿Llevas las cubiertas de lluvia? ja, ja.

Se marchó a contarle un chiste de Britt Ekland a alguien que estaba en una mesa próxima.

- Como ve, ninguno de esos hijoputas me toma en serio - comentó Rob McKenna que, inclinándose hacia adelante y arrugando los ojos, añadió en tono sombrío -: ¡Pero todos saben que es cierto!

Arthur frunció el ceño.

- Igual que mi mujer - siseo el único dueño y conductor del camión «McKenna, transportes en toda clase de tiempo» -. Dice que es una tontería y que armo alboroto y me quejo de nada, pero - hizo una pausa teatral, lanzando peligrosas miradas - ¡siempre recoge la colada cuando telefoneó para decirle que voy camino de casa! - Blandió la cucharilla -. ¿Qué le parece?

- Pues...

- Tengo un libro - prosiguió -, tengo un libro. Un diario. Lo llevo desde hace quince años. Indica todos los sitios donde he estado. Día a día. Y también qué tiempo hacía. Y era igual de horrible - gruñó - en todas partes. En todos los sitios de Inglaterra, Escocia y Gales por donde he pasado. En todo el continente, en Italia, Alemania, de un extremo a otro de Dinamarca, en Yugoslavia. Todo está anotado, con sus mapas. Incluso la visita que hice a mi hermano, en Seattle.

- Pues - repuso Arthur, levantándose al fin para marcharse -, tal vez debería enseñárselo a alguien.

- Lo haré - dijo McKenna.

Y lo hizo.

17

Tristeza. Desaliento. Más tristeza y más desaliento. Necesitaba ocuparse en algo, y concibió un proyecto.

Encontraría el lugar donde había estado su cueva.

En la Tierra prehistórica había vivido en una caverna; no muy bonita, era una cueva asquerosa, pero... no había peros. Era una covacha absolutamente asquerosa y la odiaba. Pero allí había vivido cinco años, lo que la convirtió en una especie de hogar, y al ser humano le gusta recordar sus hogares. Arthur era un ser humano y fue a Exeter a comprar un ordenador.

Efectivamente, eso era lo que quería. Un ordenador. Pero pensaba que debía tener un objetivo bien definido en vez de dedicarse a lanzar un montón de ideas que la gente podía confundir con ganas de jugar. De manera que aquél era un objetivo serio. Localizar exactamente una caverna en la tierra prehistórica. Se lo explicó al hombre de la tienda.

- ¿Por qué? - preguntó el dependiente. Pregunta capciosa.

- Vale, déjelo - dijo el dependiente -. ¿Cómo?

- Pues esperaba que usted pudiera ayudarme en eso. El dependiente suspiró y se encogió de hombros.

- ¿Tiene usted mucha experiencia con ordenadores?

Arthur dudó en mencionar a Eddie, el ordenador de a bordo de Corazón de oro, que habría hecho el trabajo en un segundo, o a Pensamiento Profundo, o a..., pero decidió que no lo haría.

- No.

- Parece que va a ser una tarde divertida - comentó el dependiente, aunque sólo lo dijo para sí.

De todos modos, Arthur compró el Apple. Al cabo de unos días también adquirió unos programas de astronomía, con los que siguió el movimiento de los astros, trazó pequeños y aproximados diagramas sobre los recuerdos que tenía de la posición de las estrellas cuando por la noche levantaba la vista desde la caverna, y durante semanas trabajó en ello con ahínco para llegar a la alegre conclusión a que inevitablemente esperaba llegar, es decir, que el proyecto entero era absolutamente ridículo.

Los dibujos trazados de memoria no servían para nada. Ni siquiera sabía cuánto tiempo hacía, pese al cálculo de Ford Prefect, que lo cifraba en «un par de millones de años»; en resumidas cuentas, carecía de datos numéricos.

Sin embargo, al final elaboró un método que al menos le llevaría a alguna parte. Decidió no preocuparse del hecho de que, con el extraordinario barullo que se hacía contando con los dedos y las aventuradas aproximaciones y arcanas conjeturas que utilizaba, necesitaría mucha suerte para acertar con la galaxia; siguió adelante y obtuvo un resultado.

El afirmaría que era el resultado adecuado. ¿Quién podía saberlo?

Por casualidad, entre los infinitos e imprevisibles azares del destino, dio con la galaxia exacta, aunque él nunca llegaría a saberlo, claro está. Se limitó a ir a Londres y llamar a la puerta adecuada.

- ¡Vaya! Creí que primero me llamarías por teléfono. Arthur se quedó boquiabierto de asombro.

- Pasa, pero sólo unos minutos - dijo Fenchurch -. Iba a salir.

18

Un día de verano en Islington, lleno del triste lamento de herramientas para restaurar muebles antiguos.

Inevitablemente, Fenchurch tenía ocupada la tarde, de modo que Arthur deambuló arrobado y miró los escaparates, que en Islington tenían un aspecto muy utilitario, tal como estarían rápidamente dispuestos a confirmar los que necesitan herramientas para trabajar la madera antigua, o buscan cascos de la guerra de los Bóers o muebles de oficina o pescado.

El sol pegaba en los tejados de los jardines. Caía sobre arquitectos y fontaneros, sobre abogados y ladrones, sobre pizzas y anuncios de inmobiliarias.

Y caía sobre Arthur, que entró en una tienda de muebles restaurados.

- Es un edificio interesante - observó el dueño en tono jovial -. El sótano tiene un pasadizo secreto que conecta con un bar cercano. Al parecer, se construyó para el Príncipe Regente, a fin de que pudiera hacer sus escapadas cuando lo necesitaba.

- Quiere decir, por si alguien le sorprendía comprando muebles de madera de pino - repuso Arthur.

- No, por eso no - aseguró el dueño.

- Deberá disculparme - dijo Arthur -. Soy tremendamente feliz.

- Entiendo.

Siguió deambulando en su nube de felicidad y se encontró delante de las oficinas de Greenpeace. Recordó el contenido de la carpeta que había titulado «Asuntos pendientes. ¡Urgente!» y que no había vuelto a abrir. Entró con una alegre sonrisa y explicó que iba a entregar algún dinero para contribuir a la liberación de los delfines.

- Muy divertido - le contestaron -, lárguese.

No era ésa exactamente la respuesta que esperaba, de modo que lo intentó de nuevo. Esta vez se enfadaron mucho con él, así que dejó un poco de dinero de todos modos y volvió a salir al sol.

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