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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (13 page)

BOOK: Héctor Servadac
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Ya hemos dicho que el islote, resto de un monte enorme que se elevaba a 2.400 metros de altura sobre el nivel del mar, y que a la sazón estaba ocupado por trece ingleses, era el único punto sólido que había fuera de las aguas en aquellos parajes; pero esto no era completamente cierto, porque otro islote, casi semejante al primero, sobresalía hacia el Sur a unos veinte kilómetros de distancia. Era la cima de otro monte que formaba juego antiguamente con el ocupado por los ingleses. El mismo cataclismo había achicado a ambos a dos rocas apenas habitadas.

¿Existía algún superviviente de la catástrofe en aquel segundo islote, o se encontraba éste completamente desierto? Esta es la pregunta que se hicieron los oficiales ingleses, y es probable que entre dos jugadas de su partida de ajedrez trataran a fondo la cuestión. Parecióles también bastante importante para ser completamente dilucidada, porque un día, aprovechando el buen tiempo, se embarcaron en el bote, atravesaron el brazo de mar que separaba las dos islas y no volvieron sino al cabo de 36 horas.

¿Era un sentimiento de humanidad el que les había impulsado a explorar aquella roca? ¿O era otra causa?

Cualquiera que hubiera sido la razón que a ello les indujo, nada dijeron del resultado de su excursión, ni siquiera al cabo Pim. El islote, ¿estaba habitado? El cabo no lo supo; pero, de todos modos, los dos oficiales que habían ido a reconocerlo, habían vuelto solos. Sin embargo, a pesar de su reserva, el cabo Pim creyó comprender que habían vuelto satisfechos.

Después de aquella exploración, el mayor Oliphant preparó un gran pliego firmado por el brigadier Murphy y sellado con el sello del regimiento 33 para enviarlo inmediatamente por el primer buque que se presentara a la vista de la isla. Aquel pliego llevaba la siguiente dirección:

Almirante Fairfax

Primer Lord del Almirantazgo.

REINO UNIDO.

Pero como ningún buque se había presentado, el 18 de febrero no se habían restablecido las comunicaciones entre el islote y el Gobierno de la metrópoli.

Aquel día, el brigadier Murphy, al despertarse, dirigió la palabra al mayor Oliphant, diciéndole:

—Hoy es día de fiesta para todo corazón verdaderamente inglés.

—Un gran día —respondió el mayor.

—Pienso —añadió el brigadier— que las circunstancias especiales en que nos encontramos no deben impedir a dos oficiales y once soldados del Reino Unido festejar el aniversario real.

—Soy de la misma opinión —respondió el mayor Oliphant.

—Sin duda S. M. no ha creído conveniente ponerse en comunicación con nosotros.

—Así debe ser, efectivamente.

—¿Beberemos una copita de Oporto, mayor Oliphant?

—Con mucho gusto, brigadier Murphy.

Este vino, que parece reservado especialmente para ser consumido por los ingleses, fue a perderse en esa embocadura británica a que los
cockneys
dan el nombre de
saco de patatas
, pero que podría también llamarse justamente la pérdida del vino de Oporto por analogía con la
pérdida del Ródano
.

—Y ahora —dijo el brigadier— cumplamos con el reglamento haciendo el saludo de ordenanza.

—En efecto, cumplamos con el reglamento —repitió el mayor.

Se llamó al cabo Pim, que se presentó con los labios húmedos del aguardiente matinal.

—Cabo Pim —le dijo el brigadier—, hoy es el día 18 de febrero, contando el tiempo como todo buen inglés debe contar, con arreglo al antiguo método del calendario británico.

—Sí, señor —respondió el cabo.

—Es por consiguiente, aniversario del natalicio de Su Majestad. El cabo hizo el saludo militar.

—Cabo Pim —añadió el brigadier—, es preciso disparar los veintiún cañonazos de ordenanza.

—Estoy a las órdenes de su señoría.

—¡Ah, cabo! —añadió el brigadier—. Procure que los que sirven las piezas no pierdan los brazos al dispararlas.

—Se hará todo lo posible —respondió el cabo, que no quería comprometerse mucho.

Del gran número de cañones que guarnecían en otro tiempo el fuerte, sólo había quedado uno de calibre de 27 centímetros que se cargaba por la boca. Era una enorme máquina y aunque los saludos se hacen de ordinario con bocas de fuego de menores dimensiones, no había otro recurso que emplear aquella pieza que formaba toda la artillería del islote.

El cabo Pim, después de prevenir a su gente, pasó al reducto blindado en que se hallaba la pieza asomada a una tronera oblicua. Lleváronse los cartuchos necesarios para disparar los veintiún cañonazos de ordenanza, cañonazos que, como era natural, debían hacerse con pólvora sola.

El brigadier Murphy y el mayor Oliphant, vestidos con uniforme de gala y con el sombrero de plumas en la cabeza, asistieron a la operación.

Se cargó el cañón como preceptúa el
Manual del artillero
, y comenzaron las alegres detonaciones.

El cabo teniendo en cuenta las recomendaciones que se le habían hecho, cuidó de que entre disparo y disparo se limpiara meticulosamente el oído del arma para impedir que, partiendo intempestivamente el tiro, se llevara los brazos de los artilleros, como ocurre muchas veces en los regocijos públicos. Esta vez no ocurrió accidente alguno desagradable.

Conviene también advertir que en aquella ocasión las capas de aire, menos densas, se conmovieron menos estruendosamente bajo el impulso de los gases vomitados por el cañón y, por consiguiente, que las detonaciones no fueron tan ruidosas como lo habrían sido seis meses antes, lo que disgustó grandemente a los dos oficiales. No había ya aquellas sonoras repercusiones que los ecos de las cavidades de las rocas devolvían transformando el ruido seco de las descargas en un redoble de truenos. No había ya aquel zumbido majestuoso que la elasticidad del aire propagaba a gran distancia; y, por tanto, es fácil de comprender que en tales condiciones no quedara muy satisfecho el amor propio de los ingleses que festejan un aniversario real.

Se habían hecho ya veinte disparos y disponíanse los artilleros a cargar el cañón por última vez, cuando el brigadier Murphy ordenó:

—Ponga un proyectil; deseo conocer el nuevo alcance de esta pieza.

—Efectivamente hay que hacer ese experimento cuanto antes —añadió el mayor—. ¿Cabo, ha entendido usted?

—A la orden, mi mayor —respondió el cabo Pim.

Un artillero llevó en una carretilla un proyectil sólido, que pesaba doscientas libras y que el cañón enviaba en circunstancias normales a una distancia de ocho kilómetros.

Siguiendo con un anteojo la trayectoria de aquella bala podría verse fácilmente el punto del mar en que cayera y, por consiguiente, calcular el alcance aproximado de la enorme boca de fuego.

Cargóse el cañón, se apuntó con un ángulo de 42° para aumentar el desarrollo de la trayectoria y, a la voz del mayor, se hizo el disparo.

—¡Por San Jorge! —exclamó el brigadier.

—¡Por San Jorge! —repitió el mayor. Las dos exclamaciones habían sido lanzadas casi al mismo tiempo, y ambos oficiales se habían quedado con la boca abierta no atreviéndose a dar crédito a sus ojos.

Efectivamente, la vista no había podido seguir al proyectil sobre el que la atracción ejercía menos influencia de la que había ejercido en la superficie de la Tierra. Ni aun con los anteojos se le pudo ver caer en el mar, de donde fue necesario deducir que había ido a perderse mucho más allá del horizonte.

—¡Más de 12 kilómetros! —dijo el brigadier.

—¡Mucho más! Sí, ciertamente —dijo el mayor.

Pero ¿había sido ilusión? A la detonación del cañón inglés pareció responder una débil detonación que venía de alta mar.

Los oficiales y los soldados escucharon con suma atención y oyeron otras tres detonaciones sucesivas en la misma dirección que la primera.

—Un buque —dijo el brigadier—; un buque, que seguramente es inglés.

Y, en efecto, no había transcurrido aún media hora cuando aparecieron los dos masteleros de un buque por cima del horizonte.

—Inglaterra viene a nosotros —dijo el brigadier Murphy en tono de un hombre a quien acaban de dar la razón los acontecimientos.

—Ha conocido el ruido de nuestro cañón —respondió el mayor Oliphant.

—¡Con tal que la bala no haya tocado a ese buque! —murmuró aparte el cabo Pim.

Otra media hora después divisóse el casco del buque y un largo rastro de humo negro que se extendía por el cielo reveló que era un vapor.

Pocos minutos después se vio que una goleta de vapor se acercaba al islote con la evidente intención de desembarcar gente.

A la distancia a que se encontraba, no se distinguía la nación a que pertenecía la bandera que flotaba en uno de sus palos.

Murphy y Oliphant, mirando con el anteojo, no perdían de vista la goleta deseando saludar a sus colegas; pero, de repente, los dos anteojos bajaron como por un movimiento automático y simultáneo de los dos brazos, y los oficiales, estupefactos, miráronse uno a otro diciendo:

—¡El pabellón es ruso!

Y así era en realidad: el estandarte blanco sobre el que se extiende la cruz azul de Rusia ondeaba al aire en la cangreja de la goleta.

Capítulo XIV
QUE EMPIEZA CON TIRANTEZ EN LAS RELACIONES INTERNACIONALES, Y TERMINA CON UN DESCUBRIMIENTO GEOGRÁFICO

LA goleta se acercó con gran rapidez al islote, y los ingleses leyeron en el espejo de popa el nombre de
Dobryna
.

Las rocas formaban en la parte Sur una pequeña ensenada que no hubiera podido contener cuatro barcos pesqueros; pero en la que la goleta podía encontrar un surgidero suficiente y hasta seguro, si los vientos del Sur y del Oeste no refrescaban. Entró, pues, en la ensenada, arrojó el ancla y pocos momentos después acercóse a tierra un bote con cuatro remos, en el que iban el conde Timascheff y el capitán Servadac.

El brigadier Murphy y el mayor Oliphant, graves y erguidos, esperaban que llegasen los huéspedes.

Héctor Servadac, impetuoso como un buen francés, se apresuró a dirigirles la palabra.

—¡Hola, señores! —exclamó—. ¡Dios sea loado! Se han salvado ustedes como nosotros del desastre, y nos felicitamos de poder estrechar la mano de dos de nuestros semejantes.

Los oficiales ingleses, que no habían dado un solo paso, tampoco hicieron un solo gesto ni pronunciaron una palabra.

—Pero —añadió Héctor Servadac sin advertir la rigidez de los ingleses—, ¿tienen ustedes noticias de Francia, de Rusia, de Inglaterra, en fin, de Europa? ¿Cuál ha sido la extensión del fenómeno? ¿Están ustedes en comunicación con la madre patria? ¿Tienen ustedes…?

—¿A quién tenemos el honor de hablar? —preguntó el brigadier Murphy irguiéndose más para no perder una sola pulgada de su estatura.

—Es justo —dijo el capitán Servadac con un movimiento imperceptible de hombros—; todavía no hemos sido presentados unos a otros.

Después, volviéndose hacia su compañero, cuya reserva rusa igualaba a la frialdad británica de los oficiales, dijo:

—El señor conde Basilio Timascheff.

—El mayor sir John Temple Oliphant —respondió el brigadier presentando a su colega. El ruso y el inglés se saludaron.

—El capitán de Estado Mayor, Héctor Servadac —dijo a su vez el conde Timascheff.

—El brigadier Henage Finch Murphy —respondió afectadamente el mayor Oliphant. Los nuevos presentados se saludaron mutuamente.

Cumplidas con todo rigor las leyes de la etiqueta, ya podía entablarse conversación sin mengua para nadie.

Se supone que todo esto fue dicho en francés, lengua familiar a los ingleses y a los rusos, y resultado que los compatriotas del capitán Servadac han obtenido negándose obstinadamente a aprender el ruso y el inglés.

El brigadier Murphy hizo una seña con la mano a sus huéspedes y los condujo, precediéndoles y seguidos por el mayor Oliphant, a la habitación que su colega y él ocupaban.

Era una especie de casamata abierta en la roca, que no estaba exenta de comodidades. Tomaron todos asiento y se reanudó la conversación.

Héctor Servadac, a quien tanta ceremonia había puesto de mal humor, dejó hablar al conde Timascheff; y éste, comprendiendo que los ingleses daban por no dicho cuanto se había hablado antes de las presentaciones regulares, dijo:

—Seguramente, señores, saben ustedes que en la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero ha habido un cataclismo cuya causa y cuya importancia todavía desconocemos, pero al ver lo que resta del territorio que ustedes ocupaban antes, es decir, al contemplar este islote, es indudable que también ustedes han sufrido los efectos de ese cataclismo.

Los oficiales ingleses, sin pronunciar una palabra, se inclinaron en señal de asentimiento con un mismo movimiento de cuerpo.

—Mi compañero, el capitán Servadac —añadió el conde—, encontróse de igual modo en una posición muy crítica. Desempeñaba una misión como oficial de Estado Mayor en la costa de Argelia…

—¿Una colonia francesa según creo? —preguntó el mayor Oliphant entornando los ojos.

—Todo lo que hay de más francés —respondió con sequedad el capitán Servadac.

—Era hacia la desembocadura del Cheliff —continuó con parsimonia el conde Timascheff—. Allí, durante esa noche funesta, se transformó de pronto en isla una parte del continente africano, y el resto, según las apariencias, desapareció de la superficie del globo.

—¡Ah! —exclamó el brigadier Murphy, recibiendo la noticia con esa interjección.

—Pero usted, señor conde —preguntó el mayor Oliphant—, ¿dónde se encontraba esa noche funesta?

—En el mar, señor mayor, a bordo de mi goleta, y estoy convencido de que sólo por un milagro no nos perdimos todos.

—Lo felicitamos a usted cordialmente, señor conde —respondió el brigadier Murphy. El conde Timascheff prosiguió diciendo:

—La casualidad me llevó luego a la costa argelina, donde tuve el placer de encontrar en la nueva isla al capitán Servadac y a su ordenanza Ben-Zuf.

—¿Ben…? —dijo el mayor Oliphant—.

¡Zuf! —exclamó Héctor Servadac como hubiera podido decir ¡uf! para aliviar su pecho.

—El capitán Servadac —repuso el conde Timascheff—, con el deseo de adquirir noticias relativas a la extensión del desastre, se embarcó a bordo de la
Dobryna
y, haciendo rumbo hacia el antiguo Este, tratamos de reconocer lo que quedaba de la colonia argelina… No ha quedado nada.

El brigadier Murphy movió ligeramente los labios como queriendo indicar que una colonia, por lo mismo que era francesa, no podía ser muy sólida. Héctor Servadac sintió impulsos de levantarse y responderle, pero logró contenerse.

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