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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (15 page)

BOOK: Héctor Servadac
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El capitán Servadac fue el primero que puso fin a aquella situación, exclamando como a pesar suyo:

—¡Es imposible, por Cristo! La explicación de usted, teniente Procopio, aclara muchas cosas, pero no es admisible.

—¿Por qué no, capitán? —preguntó el teniente—. Me parece que responde, por el contrario, a todas las objeciones.

—No, por cierto; por lo menos hay una que la hipótesis de usted no explica.

—¿Cuál es? —preguntó Procopio.

—Veamos —dijo el capitán Servadac—; entendámonos. Usted sostiene que una parte del globo convertida ahora en un nuevo asteroide que nos lleva a través del espacio y que comprende parte de la cuenca del Mediterráneo, desde Gibraltar hasta Malta, vuela a través del mundo solar.

—Así lo creo.

—En ese caso, ¿qué explicación tiene la aparición de ese singular continente que cierra ahora este mar y la contextura especial de sus costas? Si fuéramos llevados por el mundo solar en un trozo del globo, este trozo conservaría su antigua armazón granítica o calcárea, y su superficie no estaría formada por esa concreción mineral cuya composición no hemos podido descubrir.

Era, efectivamente, seria la objeción que el capitán Servadac hacía a la teoría del teniente. Podía admitirse que se hubiera desprendido un fragmento del globo, llevándose consigo una parte de la atmósfera y de las aguas mediterráneas, y hasta que los movimientos de traslación y de rotación no fueran idénticos a los de la Tierra; pero ¿por qué en lugar de las playas fértiles que rodeaban el Mediterráneo al Sur, al Oeste y al Este se había levantado aquella abrupta muralla sin vestigios de vegetación, y cuya naturaleza era completamente desconocida?

El teniente Procopio, sin responder a esta objeción, limitóse a decir que el porvenir sin duda reservaba muchas soluciones que en aquel momento era imposible dar. De todos modos no renunciaba a admitir una teoría que explicaba tantas cosas inexplicables. En cuanto a la causa primera, no la adivinaba aún.

¿Era admisible que una expansión de las fuerzas centrales hubiese desprendido semejante porción del globo terrestre lanzándola al espacio? Esto era poco probable, y en un problema tan complejo había todavía muchas incógnitas que despejar.

—Después de todo —dijo el capitán Servadac, poniendo término a la discusión—, poco importa gravitar en el mundo solar sobre un nuevo astro, con tal que Francia gravite también con nosotros.

—Francia y Rusia —añadió el conde Timascheff.

—Y Rusia también —asintió el oficial de Estado Mayor, apresurándose a admitir la legítima reclamación del conde.

Esto no obstante, si el esferoide en que estaban no era en realidad otra cosa que un trozo del globo terráqueo que se movía siguiendo una nueva órbita, y si este trozo tenía forma de esferoide, lo que le daba dimensiones muy reducidas, ¿no debía temerse que una parte de Francia y la mayor parte del imperio ruso se hubieran quedado en la antigua Tierra?

¿No era de temer que hubiera corrido la misma suerte Inglaterra, sobre todo cuando la falta de relaciones seis semanas entre Gibraltar y el Reino Unido parecía indicar que era imposible comunicarse por tierra, por mar, por correos y por telégrafo?

En efecto, si la isla Gurbí, como debía creerse, teniendo en cuenta la igualdad constante de sus días y de sus noches, ocupaba el ecuador del asteroide, los dos polos Norte y Sur debían encontrarse a una distancia de ella igual a la semicircunferencia calculada durante el viaje de la
Dobryna
, o lo que es lo mismo, a 1.160 kilómetros.

Si esto era cierto, el polo Ártico debía hallarse a 580 kilómetros al Norte de la isla Gurbí, y el polo Antártico a esta misma distancia al Sur. Ahora bien, cuando se fijaron estos dos puntos sobre la carta, se averiguó que el polo Norte no pasaba del litoral de Provenza, y que el polo Sur tocaba en el desierto africano a la altura del paralelo 29.

¿Estaba en lo cierto el teniente Procopio al persistir en este nuevo sistema? ¿Era verdad que una parte del globo terrestre se había disgregado de las demás? Imposible resolver este problema, que únicamente el porvenir podía aclarar; pero quizá no fuese una temeridad admitir que el teniente Procopio, si no había descubierto la verdad, por lo menos había dado un paso hacia ella.

La
Dobryna
volvió a disfrutar de un tiempo magnífico al otro lado del estrecho que unía ambos extremos del Mediterráneo en los parajes de Gibraltar. El viento le era también favorable, e impulsada al mismo tiempo por la brisa y por el vapor se remontó rápidamente hacia el Norte.

Hemos dicho el Norte y no el Este, porque el litoral español había desaparecido en absoluto, por lo menos en la parte comprendida en otro tiempo entre Gibraltar y Alicante. Ni Málaga, ni Almería, ni el cabo de Gata, ni el cabo de Palos, ni Cartagena ocupaban ya el lugar que les asignaban sus antiguas coordenadas geográficas. El mar había cubierto toda aquella parte de la península española, y la goleta viose obligada a avanzar hasta la altura de Sevilla para encontrar, no las playas andaluzas, sino unas peñas idénticas a las que había encontrado al otro lado de Malta.

A partir de aquel punto el mar mordía profundamente el nuevo continente, formando un ángulo agudo cuyo vértice habría debido ocupar Madrid. Después, la costa volvía a bajar al Sur para entrar a su vez en la antigua cuenca, alargándose como garra amenazadora más arriba de las Baleares.

Los exploradores, separándose algo de su rumbo para buscar algunos vestigios de este grupo de islas importantes, encontraron un objeto que les llamó profundamente la atención.

Eran las ocho de la mañana del 24 de febrero, cuando un marinero, situado a proa de la goleta, gritó:

—¡Una botella en el mar!

Era de esperar que esta botella contuviera algún documento precioso que se refiriese al nuevo estado de cosas.

Al oír el grito del marinero, el conde Timascheff, Héctor Servadac y el teniente, corrieron hacia el castillo de proa, y la goleta maniobró de manera que pudiera alcanzarse el objeto señalado, que no tardó en ser izado a bordo.

No era una botella, como se había creído, sino un estuche de cuero de los que sirven para guardar anteojos de mediana magnitud. La tapa estaba cuidadosamente cerrada con lacre y, si la sumersión de aquel estuche era reciente, sin duda alguna el agua no había penetrado todavía en él.

El teniente Procopio, en presencia del conde Timascheff y del oficial de Estado Mayor, lo examinó con sumo detenimiento. No tenía ninguna marca de fábrica, el lacre adherido a la tapa estaba intacto y conservaba la impresión de un sello en el que se leían estas dos iniciales:

P. R.

Roto el sello, fue abierto el estuche, del que el teniente extrajo un papel respetado por el agua del mar.

Era una hoja cuadrada y sencilla arrancada de una agenda de bolsillo, y que contenía estas palabras seguidas de puntos, de interrogación y de exclamación, en una letra torcida.

«Galia???

Ab sole, el 15 de Feb., dist.: 59.000.000 1.? Chemin parcouru de janv. a fev.: 32.000.000 1.
Va bene! All rigth! Parfait
!!!»

—¿Qué significa esto? —preguntó el conde Timascheff después de examinar la hoja de papel en todos sentidos.

—Lo ignoro —respondió el capitán Servadac—; pero lo cierto es que el autor de este documento, quien quiera que sea, vivía todavía el 15 de febrero, puesto que el documento menciona esta fecha.

—Sin duda alguna —respondió el conde Timascheff.

El documento no tenía firma ni había en él indicación alguna que revelase su procedencia. Contenía palabras latinas, italianas, inglesas y francesas, estas últimas en mayor número que las otras.

—Esto no puede ser una broma —dijo el capitán Servadac—, y es evidente que este documento se refiere al nuevo orden cosmográfico cuyas consecuencias estamos sufriendo. El estuche en que venía encerrado ha pertenecido seguramente a algún observador que navega a bordo de un buque.

—No, capitán —respondió el teniente Procopio—. Porque este observador habría encerrado entonces el documento en una botella, donde habría estado más resguardado de la humedad que en un estuche de cuero. Creo, por consiguiente, que algún hombre de ciencia que ha sobrevivido a la catástrofe en algún punto del litoral, deseando dar a conocer el resultado de sus observaciones, ha utilizado este estuche menos necesario quizá para él que una botella.

—De todos modos, ése es un detalle que interesa poco —dijo el conde Timascheff—. En este momento lo más importante es explicar el significado de este singular documento, en vez de tratar de adivinar quién es su autor. Procedamos por orden. Ante todo, ¿qué significa esta palabra Galia?

—No conozco ningún planeta, grande ni pequeño, que se llame de este modo —respondió el capitán Servadac.

—Capitán —dijo entonces el teniente Procopio—, antes de ir más lejos, permítame usted que le dirija una pregunta.

—Cuantas usted quiera, teniente.

—¿No opina usted que este documento justifica en cierto modo la hipótesis de que un fragmento del globo haya sido proyectado al espacio?

—Sí… quizá —respondió Héctor Servadac—, aunque queda en pie la objeción relativa a la materia de que se compone nuestro asteroide.

—Y en ese caso —añadió el conde Timascheff—, el sabio de que se trata habrá bautizado con el nombre de Galia al nuevo astro.

—Será, pues, un francés —observó el teniente Procopio.

—Es de suponer —respondió el capitán Servadac—. Observen ustedes que de las dieciocho palabras de que consta el documento, hay once francesas, tres latinas, dos italianas y dos inglesas. Esto demostraría también que el sabio de referencia, ignorando en qué manos iba a caer el documento, ha querido emplear palabras de diversas lenguas para aumentar las probabilidades de que se entienda.

—Admitamos que Galia es el nombre del nuevo asteroide que gravita en el espacio —dijo el conde Timascheff—, y prosigamos interpretando: «Ab solé, distancia el 15 de febrero cincuenta y nueve millones de leguas.»

—Era sin duda la distancia que debía separar a Galia del Sol en aquella época —dijo el teniente Procopio—, cuando cortó la órbita de Marte.

—Bien —respondió el conde Timascheff—. Este primer punto del documento está de completa conformidad con nuestras observaciones.

—Exacto —asintió el teniente Procopio.

—Camino recorrido de enero a febrero —repuso el conde Timascheff prosiguiendo la lectura—:

treinta y dos millones de leguas.

—Sin duda se refiere —dijo Héctor Servadac— al camino recorrido por Galia en su nueva órbita.

—En efecto —añadió el teniente Procopio—, y en virtud de las leyes de Kepler, la celeridad de Galia, esto es, el camino recorrido en tiempos iguales, ha debido disminuir de una manera progresiva. La temperatura más alta que hemos tenido fue la del 15 de enero y, por consiguiente, es probable que Galia estuviese entonces en su perihelio, esto es, a su distancia mínima del Sol y que marchara con doble velocidad de la Tierra que sólo es de 28.800 leguas por hora.

—Pero esto —respondió el capitán Servadac— no nos revela a qué distancia se alejará Galia del Sol durante su afelio ni lo que podemos esperar ni temer para lo futuro.

—No, capitán —repuso el teniente Procopio—; pero haciendo buenas observaciones en diversos puntos de la trayectoria de Galia se logrará determinar con exactitud sus elementos, con arreglo a las leyes de la gravitación universal…

—Y, por consiguiente, el camino que debe seguir por el mundo solar —agregó el capitán Servadac.

—En efecto —repuso el conde Timascheff—, si Galia es un asteroide, debe estar sometido como todos los demás cuerpos movibles a las leyes de la mecánica y el Sol rige su marcha como rige la de los planetas. Al separarse de la Tierra este fragmento de ella, ha caído en las redes invisibles de la atracción, fijándose su órbita de una manera inmutable.

—Suponiendo —observó el teniente Procopio— que algún astro perturbador no modifique esta órbita después. ¡Ah! Galia no es otra cosa que un cuerpo muy pequeño comparado con los demás del sistema solar, y sobre el que los planetas pueden ejercer una influencia irresistible.

—Lo cierto es —añadió el capitán Servadac—, que Galia puede desviarse de su camino a consecuencia de algún mal encuentro; pero, señores, tengan ustedes en cuenta que estamos razonando como si se supiera de una manera evidente que nos hemos convertido en habitantes de Galia. ¿Quién nos dice que la Galia de que habla el documento no es otra cosa que el septuagésimo planeta recientemente descubierto?

—No —respondió el teniente Procopio—, eso no puede ser, porque los planetas telescópicos se mueven en una estrecha zona comprendida entre las órbitas de Marte y de Júpiter, y no se acercan jamás al Sol tanto como se ha acercado Galia en su perihelio. Este hecho es evidente, porque el documento está de acuerdo con nuestras propias hipótesis.

—Desgraciadamente —dijo el conde Timascheff— carecemos de instrumentos para hacer observaciones y no podremos calcular los elementos de nuestro asteroide.

—¿Quién sabe? —replicó el capitán Servadac—. Tarde o temprano se concluye por averiguar todo.

—Las últimas palabras del documento —dijo el conde Timascheff—. «
Va bene, All right, Parfait
», no significan nada…

—Si no es —añadió Héctor Servadac— que el autor del documento está satisfecho del nuevo estado de cosas y cree que todo va bien en el mejor de los mundos posibles.

Capítulo XVI
EN EL QUE EL CAPITÁN SERVADAC TIENE EN LA MANO TODO LO QUE QUEDA DE UN VASTO CONTINENTE

MIENTRAS tanto, la
Dobryna
había doblado el enorme promontorio que le cerraba el camino del Norte, y se dirigía hacia el sitio en que debía encontrarse el cabo de Creus.

Los exploradores pasaban el tiempo comentando día y noche aquellos extraordinarios sucesos. El nombre Galia se encontraba con frecuencia en sus labios e insensiblemente y casi sin darse ellos cuenta adquiría el valor de un nombre geográfico, esto es, el del asteroide que les llevaba por el mundo solar.

Estas discusiones no les hacían olvidar que estaban empeñados en el reconocimiento ya indispensable del litoral mediterráneo, y por eso la goleta continuaba rasando, lo más cerca posible, la nueva costa de aquel mar que, según todas las apariencias, era el único mar de Galia.

La costa superior del enorme promontorio extendíase hasta el sitio que habría debido ocupar Barcelona en el litoral español; pero aquel litoral, como la importante ciudad, habían desaparecido sumergiéndose sin duda bajo aquellas aguas cuya resaca batía las nuevas peñas algo más atrás. Después la peñas, siguiendo una curva hacia el Nordeste, se adelantaban sobre el mar, precisamente en el cabo de Creus.

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