Héctor Servadac (18 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
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—¡Mi pobre Ben-Zuf! —exclamó el capitán Servadac, que con frecuencia había recordado a su compañero durante aquel viaje de cinco semanas—. ¡Con tal que no le haya sucedido ninguna desgracia!

Durante la corta travesía de la Punta Volcánica a la isla Gurbí, la
Dobryna
volvió a tener noticias del misterioso sabio que, habiendo logrado calcular los elementos de Galia, seguía su marcha día por día en su nueva órbita.

Al salir el Sol viose sobre el mar un objeto flotante, del que la tripulación se apresuró a apoderarse. Era un barrilito de conservas que remplazaba a la botella tradicional, cerrado también herméticamente con un espeso tapón de lacre con las mismas iniciales que el ya pescado.

—¡Del mismo a los mismos! —dijo el capitán.

Abierto el barril con todo género de precauciones, extrájose de él un documento redactado en los siguientes términos;

«Galia (?)

»
Ab sole
, el 1.º de marzo dis. 78.000.000 leg. Camino recorrido de feb. a marzo: 53.000.000 leg.
Va bene! All right! Nihil desperandum
!

«Enchanté!»

—Ni dirección ni firma —exclamó el capitán Servadac—. Esto parece una broma.

—Sería una broma de la que se habrían hecho gran número de ejemplares —respondió el conde Timascheff—, porque dos veces hemos recogido un documento como éste, lo que demuestra que su autor ha debido sembrar los barriles y los estuches profusamente en el mar.

—¿Pero quién es este sabio insensato que no se acuerda de decirnos dónde vive?

—¡Dónde vive!

—Ese es el fondo del pozo en que ha caído el astrólogo —respondió el conde Timascheff, aludiendo a la fábula de La Fontaine.

—Posiblemente; pero, ¿dónde está el pozo? Esta pregunta del capitán Servadac debía quedar también sin respuesta. ¿El autor del documento residía en algún islote que no había sufrido los efectos del cataclismo, y que la
Dobryna
no había visto todavía? ¿Iba a bordo de un buque que surcaba aquel nuevo Mediterráneo, como lo surcaba la goleta? No se sabía ni era posible averiguarlo.

—En todo caso —observó el teniente Procopio—, si el documento es serio, y los números consignados en él parecen demostrarlo, motiva dos observaciones importantes. La primera es que la celeridad de traslación de Galia ha disminuido en 23 millones de leguas, porque el camino recorrido de enero a febrero fue de 82 millones, y de febrero a marzo de 59. La segunda observación es que la distancia de Galia al Sol, que el 15 de febrero era de 59 millones de leguas, en 1.° de marzo ha sido de 78, es decir, que ha aumentado 19 millones. Por consiguiente, a medida que Galia se aleja del Sol, disminuye la celeridad de su movimiento de traslación, lo que está de perfecto acuerdo con las leyes de la mecánica celeste.

—¿Y qué deduces de eso, Procopio? —preguntó el conde Timascheff.

—Que seguimos, como ya he dicho, una órbita elíptica aunque no podemos calcular su excentricidad.

—Observo, además —añadió el conde Timascheff—, que el autor del documento continúa empleando el nombre de Galia, en vista de lo cual propongo que lo adoptemos definitivamente para el nuevo astro en que estamos, y que llamemos a este mar el mar Galiano.

—Sí —dijo el teniente Procopio—; anoté este nombre cuando tracé nuestro nuevo mapa.

—Pues yo —agregó el capitán Servadac— haré una tercera observación, y es que ese honrado sabio se encuentra cada vez más satisfecho de la situación, y por consiguiente, suceda lo que suceda, repetiré con él siempre y en todas partes:
¡Nihil desperandum
!

Pocas horas después, el vigía de la
Dobryna
anunciaba que la isla de Gurbí estaba próxima.

Capítulo XVIII
ACOGIDA QUE SE DISPENSÓ AL GOBERNADOR GENERAL DE LA ÍSLA GURBÍ, Y ACONTECIMIENTOS OCURRIDOS DURANTE SU AUSENCIA

LA
Dobryna
había salido de la isla el día 31 de enero, y regresaba a ella el 5 de marzo, a los treinta y cinco días de travesía, puesto que el año terrestre era bisiesto A los treinta y cinco días correspondían setenta galianos, porque setenta veces había pasado el Sol por el meridiano de la isla.

Héctor Servadac, al aproximarse a aquel fragmento único del suelo argelino que se había librado de la catástrofe, se emocionó profundamente. Varios días durante la larga ausencia habíase preguntado si volvería a reunirse con su fiel Ben-Zuf, y no era de extrañar que abrigase estas ideas en medio de los numerosos fenómenos que habían modificado la superficie de la Galia. Sus temores no se realizaron. La isla se encontraba en el mismo sitio y, ¡
avis rara
!, antes de llegar al puerto del Cheliff, Héctor Servadac vio que una nube de aspecto singular extendíase a cien pies por encima del suelo de su dominio. Cuando la goleta estuvo a pocos cables de la costa, aquella nube adquirió el aspecto de una masa espesa que bajaba y subía automáticamente en la atmósfera. El capitán Servadac pudo comprobar entonces que no era una masa de vapores reducidos al estado vesicular, sino una aglomeración de aves, tan juntas unas a otras en el aire como los arenques en el agua. De esta enorme nube partían gritos atronadores, a los que respondían detonaciones frecuentes.

La
Dobryna
disparó un cañonazo al llegar, y fue a anclar en el pequeño puerto del Cheliff.

En el mismo momento acudió un hombre con el fusil en la mano, lanzándose de un salto sobre las primeras rocas.

Era Ben-Zuf.

Ben-Zuf quedó al principio inmóvil con los ojos fijos, a quince pasos, tanto como la conformación del hombre lo permite, según suelen decir los sargentos instructores, en la actitud del más profundo respeto; pero no fue posible al valiente soldado contenerse durante mucho tiempo, y precipitóse a recibir a su capitán, que acababa de desembarcar, besándole la mano con ternura.

Sin embargo, en vez de las frases de salutación y regocijo que suelen pronunciar las personas que, queriéndose, han permanecido mucho tiempo sin verse, Ben-Zuf no hacía sino exclamar:

—¡Ah, miserables! ¡Ah, bandidos! ¡Ah, ha hecho usted bien en venir, mi capitán! ¡Ladrones, piratas, miserables beduinos!

—¿De quién estás hablado, Ben-Zuf? —preguntó Héctor Servadac, a quien aquellas exclamaciones extrañas le hicieron suponer que alguna bandada de ladrones árabes había invadido su dominio.

—De esos endiablados pájaros —respondió Ben-Zuf—. Ya hace un mes que estoy gastando pólvora contra ellos; pero cuantos más mato, más acuden. Si los dejáramos, pronto no quedaría un grano de trigo en la isla.

El conde Timascheff y el teniente Procopio, que acababan de desembarcar, observaron de igual modo que Servadac, que Ben-Zuf no exageraba. Los granos, que habían prosperado con gran rapidez a causa de los grandes calores de enero, cuando Galia pasaba por su perihelio, encontrábanse expuestos a las depredaciones de algunos millares de aves que amenazaban devorar también el resto de la cosecha; y conviene decir lo que quedaba de ésta, porque Ben-Zuf no había perdido el tiempo durante el viaje de la
Dobryna
y veíanse muchos haces de espigas ya segadas en la llanura.

Las aves eran todas las que Galia llevaba consigo al separarse del globo terrestre, y naturalmente habían buscado refugio en la isla Gurbí porque allí solamente encontraron campos, praderas y agua dulce, lo que demostraba que ninguna otra parte del asteroide podía proporcionarles alimento. En cambio, tenían que vivir a expensas de los habitantes de la isla, cosa que era necesario impedir a todo trance y por todos los medios posibles.

—Ya veremos lo que conviene hacer —dijo el capitán Servadac.

—A propósito, mi capitán —preguntó Ben-Zuf—, ¿qué ha sido de los compañeros de África?

—Los compañeros de África continúan en África —respondió Héctor Servadac.

—¡Me alegro mucho!

—Sólo que África ha dejado ya de existir —añadió el capitán Servadac.

—¡No existe África! ¿Pero, Francia?

—Francia está muy lejos de nosotros, Ben-Zuf.

—¿Y Montmartre?

Esta pregunta la había hecho el corazón. En pocas palabras explicó el capitán Servadac a su asistente lo ocurrido y cómo Montmartre, París, Francia, Europa y el globo terrestre estaban a más de ochenta millones de leguas de la isla Gurbí. Debía, por consiguiente, perderse toda esperanza de volver a parajes tan distantes.

—¡Bah! —exclamó Ben-Zuf—, ¡no volveré a ver a Montmartre! Tontería, mi capitán, tontería, salvo el respeto que le debo a usted.

Y Ben-Zuf movió la cabeza como hombre imposible de convencer.

—Está bien —respondió el capitán—, espera cuanto quieras, porque el hombre no debe desesperarse nunca. Esta es la divisa de nuestro corresponsal anónimo; pero instalémonos en la isla de Gurbí como si tuviéramos que permanecer aquí siempre.

Héctor Servadac, sin dejar de hablar, y seguido por el conde Timascheff y por el teniente Procopio, habíase dirigido al gurbí levantado ya por Ben-Zuf. El cuerpo de guardia se encontraba en buen estado y
Galeta
y
Céfiro
tenían buena cuadra. Allí en aquella modesta cabaña, Héctor Servadac ofreció hospitalidad a sus huéspedes, a la pequeña Nina y a su cabra. Mientras caminaban, el asistente había besado sonoramente a Nina y a
Marzy
, quienes devolvieron esta prueba de cariño de muy buena gana.

Después celebróse un consejo en el gurbí para resolver enseguida qué convenía hacer.

Lo más grave era el alojamiento para lo porvenir. ¿Cómo instalarse en la isla para hacer frente a los fríos terribles que tenían que hacer en Galia en su viaje por espacios interplanetarios durante un tiempo cuya duración no podía calcularse? Este tiempo dependía de la excentricidad que tuviera la órbita recorrida por el asteroide y quizá tuvieran que transcurrir muchos años antes de que volviese hacia el Sol.

El combustible no abundaba; no había carbón; los árboles eran pocos y no era de esperar que durante el período de aquellos fríos terribles prosperase ninguna planta. ¿Qué resolución adoptar? ¿Cómo atender a tan terrible eventualidad? Era necesario encontrar con urgencia una solución aceptable.

La alimentación de la colonia no ofrecía dificultades por el momento y nada había tampoco que temer por la bebida. Corrían varios arroyos a través de las llanuras y el agua llenaba las cisternas; además, el frío congelaría el mar y el hielo suministraría líquido potable en abundancia sin una sola molécula de sal.

En cuanto al alimento propiamente dicho, o lo que es lo mismo, a la sustancia azoada necesaria para la nutrición del hombre, estaba asegurado. Además, los cereales estaban ya casi en disposición de ser encerrados en el granero, y los ganados diseminados por la isla constituían una abundantísima reserva. Con toda seguridad, durante el período de los fríos, el suelo quedaría improductivo y no podría renovarse la provisión de forrajes destinados al alimento de los animales domésticos. Había, por lo tanto, que adoptar alguna medida, y si se llegaba a calcular la duración del movimiento de traslación de Galia alrededor del centro atractivo, convendría limitar proporcionalmente al período invernal el número de animales que habían de conservarse.

La población de Galia comprendía entonces, sin mencionar los trece ingleses de Gibraltar, de quienes por el momento no había que hacer caso, ocho rusos, dos franceses y una niña italiana; total, once habitantes a quienes tenía que alimentar la isla Gurbí.

Pero, después que Héctor Servadac mencionó esta cifra, Ben-Zuf dijo:

—No es eso, mi capitán, siento tener que contradecirle; pero no es esa la cuenta.

—¿Cómo que no es esta la cuenta? —No, señor; somos veintitrés habitantes.

—¿En la isla?

—En la isla.

—¿Quieres explicarte, Ben-Zuf? —No he tenido todavía tiempo de enterar a usted de lo ocurrido. Durante la ausencia de ustedes hemos tenido invitados.

—¡Invitados!

—Sí, sí; pero vamos al caso, vengan ustedes —añadió Ben-Zuf—, vengan también los señores rusos. Ya ven que los trabajos están muy adelantados, y mis dos brazos no podían haber hecho todo esto.

—Efectivamente —asintió el teniente Procopio.

—Vengan ustedes, no está lejos, dos kilómetros; pero llevemos los fusiles.

—¿Para defendernos? —dijo el capitán Servadac.

—Sí; pero no contra los hombres —respondió Ben-Zuf—, sino contra las malditas aves.

El capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio, acuciados por la curiosidad, siguieron al asistente, dejando a la pequeña Nina y a su cabra en el gurbí.

Mientras caminaban hicieron fuego de fusilería bastante nutrido contra la nube de pájaros que se extendía por encima de sus cabezas. Había muchos millares de patos silvestres, de becadas, de alondras, de cuervos, de golondrinas y de otras especies de volátiles, que caían por docenas víctimas de los disparos. No era aquella una caza, sino un exterminio de las aves merodeadoras.

Ben-Zuf, en vez de seguir la orilla septentrional de la isla, dirigióse en dirección oblicua a través de la llanura; y el capitán Servadac y sus compañeros, al cabo de diez minutos de marcha, gracias a su ligereza específica, habían recorrido los dos kilómetros anunciados por Ben-Zuf llegando cerca de una vasta espesura de sicómoros y eucaliptos, pintorescamente agrupados al pie de un montecillo, donde se detuvieron todos.

—¡Ah, bandidos, perdidos, beduinos! —exclamó Ben-Zuf, golpeando el suelo con los pies.

—¿Hablas de las aves? —preguntó el capitán Servadac.

—No, mi capitán, hablo de esos holgazanes que han vuelto a abandonar el trabajo. Mire usted.

Y, al decir esto, Ben-Zuf mostraba diversos instrumentos de trabajo como hoces y azadones, esparcidos por el suelo.

—Pero, Ben-Zuf. ¿Quieres decirme de qué se trata? —preguntó el capitán Servadac que comenzaba a impacientarse.

—Chist, mi capitán, escuche usted —respondió Ben. Zuf—. No me había engañado.

Héctor Servadac y sus compañeros prestaron atención y oyeron una voz que cantaba con acompañamiento de guitarra mientras unas castañuelas llevaban perfectamente el compás.

—Esos son españoles —gritó el capitán Servadac.— ¿Qué quiere usted que sean? —respondió Ben-Zuf—. Esa gente está siempre alegre y castañetea hasta en la boca de un cañón.

—¿Pero cómo es que?

—Oiga usted: ahora le toca al viejo.

Otra voz, que estaba muy lejos de cantar, apostrofaba a los cantadores.

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