Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
Y la mujer… En su larga travesía hacia el norte, había poseído a Toress Lahl. Ella había yacido sin oponer resistencia mientras él se satisfacía. Todavía recordaba con placer el contacto de su carne, y el poder que había tenido sobre ella. No obstante, pensaba con culpa en su prometida, Insil Esikananzi, que lo esperaba allá en Kharnabhar. ¿Qué pensaría de él si lo viese acostarse con esta extranjera, salida de lo más profundo del Continente Salvaje?
Estos pensamientos se iban y volvían, distorsionados y fugitivos, hasta que empezó a dolerle la cabeza. De pronto recordó una ocasión en que, siendo niño, había sorprendido a su madre. Había irrumpido inconscientemente en su alcoba. Y allí estaba, de pie, aquella tenue figura, tan frecuentemente encerrada en su habitación (más aún desde la muerte de Favin). Su doncella la vestía y ella seguía el proceso en su brumoso espejo de plata, en el que el racimo de frascos de perfume y ungüentos se reflejaba como los minaretes y cúpulas de una lejana ciudad.
Su madre se había girado para mirarlo sin un reproche, sin ánimo alguno, sin —por lo que recordaba— siquiera una palabra. Era justo antes de alguna gran ocasión y la ayudaban a ponerse su túnica. Con esta prenda, que llevaba bordado el mapa de Heliconia, la habían honrado importantes asociaciones de la Rueda. Los países y las islas estaban representados en plata; el mar, en un vivaz azul. El cabello de su madre, todavía suelto, caía oscuramente, como una cascada que bajara desde el Polo Norte hasta el Alto Nyktryhk e incluso más allá. La túnica se abotonaba por detrás. Fue en ese momento, mientras la doncella, ocupada en los botones, se inclinaba, cuando advirtió que la ciudad de Oldorando en el Continente Salvaje marcaba el sitio exacto de las partes privadas de su madre. Esta observación suya siempre lo había avergonzado.
Los gruesos penachos de hierba silvestre que moteaban el terreno le parecieron grotescas matas de vello corporal. La hierba se le acercaba de un modo extraño. Vio pequeños anfibios que se escondían de un salto en velludas hendiduras, oyó el campanilleo del agua en movimiento y observó desaparecer pequeñas margaritas bajo los cascos del yelk como estrellas eclipsándose. El universo se le vino encima. Estaba deslizándose montura abajo.
A último momento logró erguirse y caer sobre sus pies. Tampoco las piernas se mostraban del todo firmes.
—¿Qué te pasa? —preguntó Toress Lahl, cabalgando hasta él.
A Shokerandit le costó mover el cuello para mirarla. Los ojos de la joven, ensombrecidos bajo el sombrero, hicieron desconfiar a Luterin, que buscó su arma aunque enseguida recordó que la había enfundado en la silla de montar. Entonces cayó hacia adelante y su cara encontró el pelo mojado del anca del yelk. Se derrumbó. Resbalaba por el talud del ribazón sin poder impedirlo.
Una extraña rigidez se había apoderado de él. No encontraba el modo de aunar la voluntad y la destreza. Oyó, sin embargo, desmontar a Toress Lahl y aproximársele chapoteando. Sintió asimismo el brazo de ella bajo su cabeza, y su voz ansiosa, intentando reanimarlo Ahora lo ayudaba a incorporarse Le dolían los huesos, trató de gritar de dolor pero no emitió sonido alguno Finalmente, el dolor de huesos y extremidades se le metió en el cráneo Mientras su cuerpo se retorcía y contorsionaba, vio pasar por el rabillo del ojo un furtivo retazo de cielo.
—Estás enfermo —dijo Toress Lahl, sin atreverse a pronunciar el temido nombre del mal.
Lo soltó y dejó que se tumbase sobre la hierba húmeda Luego oteó la inmensidad pantanosa que los rodeaba y las lejanas montañas calvas de donde habían venido Todavía se distinguían al sur algunos manchones de lluvia. Entre sus pies, minúsculos cangrejos iban y venían por los arroyuelos.
Podía escapar. Su captor, inerte, yacía a sus pies Podía incluso matarlo con su propia arma si quería. Regresar a Campannlat por tierra era demasiado arriesgado, sobre todo con un ejército a punto de emerger de las estepas. Koriantura estaba sólo a unas pocas millas hacia el noroeste, la escarpa que servía de frontera, visible desde allí, parecía una falla del horizonte Pero ése era territorio enemigo La luz menguaba.
Toress Lahl, indecisa, avanzó un poco y volvió sobre sus pasos Después se acercó a la figura tendida de Shokerandit.
—Bien, vamos a ver qué puede hacerse —dijo.
Con sumo esfuerzo consiguió encaramarlo otra vez en la silla, montando detrás de él para sujetarlo Espoleó al yelk. La otra bestia los siguió al mismo paso, como si prefiriese una y mil veces su compañía a una noche de soledad en las marismas.
Urgida por la ansiedad, la joven exigía cada vez más al animal Por fin, al filo de la tarde, vislumbró a lo lejos la silueta de Fashnalgid que se recortaba contra el telón de fondo del mar Apuntó el revólver de Shokerandit al aire y disparó Las aves más próximas alzaron vuelo en bandadas, chillando al huir Media hora más tarde, la noche o su hermano gemelo ya cubrían la tierra Sólo algunas charcas pálidas recogían los leves destellos del sudoeste, donde, apenas encima del horizonte, acechaba Freyr Fashnalgid había desapareado.
Toress Lahl espoleó de nuevo al yelk, aguantando sobre su cuerpo el peso de Shokerandit.
Como el agua invadía el sendero del ribazón por todas partes y su sonido iba en aumento, la joven supuso que la marea estaba subiendo Nunca había visto el mar de cerca, y le temía Dada la poca luz, no se dio cuenta de que habían llegado a un pequeño muelle Amarrada en el extremo, esperaba una barca.
Un rumor voraz acompañaba cada avance del mar cetrino sobre el terreno barroso La hierba glumácea y las juncias emitían un susurro espectral y las olas lamían los lados del muelle No había rastro alguno de presencia humana.
Toress Lahl se apeó y depositó a Shokerandit sobre un montículo de la orilla Luego subió con cautela al crujiente muelle.
—¡Ya te tengo! ¡Quieta!
La voz, que llegaba de abajo, arrancó a su vez un pequeño grito de la garganta de la muchacha Un hombre surgió de debajo del muelle y lo abordó de un salto, apuntando su arma a la cabeza de Toress Lahl.
Su rancio aliento a alcohol y el mostacho abundante produjeron un inmediato alivio en la joven se trataba del capitán Fashnalgid Éste gruñó en señal de reconocimiento, no ya expresando placer o disgusto sino como si admitiese para sí que la vida estaba llena de molestos trámites y que todos exigían ser cursados.
—¿Por qué me seguisteis? ¿Traéis a Gardeterark detrás de vosotros?
—Shokerandit está enfermo ¿Me ayudarás?
El capitán se volvió y gritó en dirección a la barca.
—Puedes salir, Besi? No hay peligro.
Envuelta en sus pieles, Besi Besamitikahl emergió de la lona bajo la cual se ocultaba y llegó hasta ellos. El capitán le había expuesto, con ánimo exaltado, su plan para rescatar a Asperamanka de las garras del Oligarca —según sus dramáticas palabras—, y ella lo había escuchado casi sin inmutarse. Haría esto y lo otro para ir al encuentro del Sacerdote Militante y cabalgaría con él hasta la costa, donde Besi estaría esperándolos con la barca que obtendría de la generosidad de Eedap Mun Odim. Besi no podía fallarle. Estaban en juego su honor y su vida.
Odim, que también había escuchado el plan pero de labios de su protegida, estaba encantado. Ni bien Fashnalgid se embarcase en una empresa ilegal, se pondría automáticamente en su poder. Por supuesto que le facilitaría una pequeña barca, barquero incluido, con la que Besi atravesaría la bahía para reunirse con el capitán y su beato acompañante.
A cada momento, las leyes del Oligarca ejercían más y más presión sobre la población. Día a día, calle a calle, Koriantura se iba sometiendo a la vara del control militar. Odim lo veía, callaba, se preocupaba por su rebaño de parientes y trazaba sus propios planes.
Besi ayudó a Toress Lahl a subir a bordo el cuerpo rígido de Luterin Shokerandit.
—¿Tenemos que llevarlos? —preguntó a Fashnalgid, observando con recelo al enfermo—. Podrían ser contagiosos.
—No podemos dejarlos aquí— dijo Fashnalgid.
—Supongo que también querrás llevar los yelks.
Pero el capitán pasó por alto este último comentario e instó al barquero a soltar amarras. Los yelks, inmóviles en la costa, los miraron alejarse. Uno avanzó hacia el barro, resbaló y decidió recular. Se quedaron allí, con la vista clavada en la pequeña barca que se perdía, mar adentro.
Hacía frío sobre las olas. El barquero se sentó junto a la caña del timón y los demás se acurrucaron bajo la lona para protegerse del viento. A pesar de que Toress Lahl no tenía ganas de hablar, Besi la bombardeó a preguntas. —¿De dónde eres? Se nota por tu acento que no eres de aquí. ¿Es éste tu esposo?
A regañadientes, Toress Lahl admitió ser esclava de Shokerandit.
—Bueno, hay maneras de salir de ello —dijo Besi de corazón—. Aunque no muchas. Lo siento por ti. Podrías salir peor parada si tu amo se muere.
—Quizás encuentre una nave en Koriantura que pueda llevarme de vuelta a Campannlat…, en cuanto el teniente Shokerandit esté fuera de peligro, claro. ¿Me ayudarás?
Fashnalgid la interrumpió:
—Señora, bastantes problemas nos aguardan en Koriantura como para pensar en ayudar a escapar a una esclava. Eres guapa…, deberías buscarte un buen cuartel.
Toress Lahl pasó por alto el comentario y preguntó:
—¿Qué clase de problemas?
—Ah… Eso depende de Dios, del Oligarca y de un tal mayor Gardeterark —dijo Fashnalgid. Acto seguido, extrajo su petaca y dispuso generosamente de su contenido.
Pensándoselo dos veces, la ofreció a las mujeres.
Bajo la lona, la voz de Shokerandit sonó lenta pero clara:
—No quiero sufrirlo otra vez…
—La vida, querido teniente —dijo Fashnalgid—, es fundamentalmente un rosario de actuaciones repetidas.
Aunque la población de Sibornal no llegaba al cuarenta por ciento de la de Campannlat, la red de comunicaciones que unía sus distantes capitales era bastante mejor que la del vecino continente. Las carreteras, salvo en regiones apartadas como Kuj-Juvec, eran excelentes; y puesto que había pocos núcleos urbanos lejos de la costa, el mar actuaba como conducto. No era un continente difícil de gobernar, sobre todo existiendo ese férreo propósito en su ciudad más poderosa, Askitosh.
El plano de Askitosh mostraba un diseño semicircular, cuyo punto central correspondía a la gigantesca iglesia encaramada en la escollera. La luz que ardía en la torre de esta iglesia podía divisarse a varias millas de la costa. Pero a espaldas del semicírculo, a una muía o un poco más del mar, se levantaba la colina Icen, sobre cuyo pedestal de granito un castillo albergaba la voluntad más poderosa de Askitosh, y de todo Sibornal.
Esta Voluntad se ocupaba de mantener en actividad las rutas terrestres y marítimas del continente, saturadas de contingentes militares y de los precursores de éstos: los carteles. Estos carteles aparecían tanto en las paredes de ciudades como de caseríos, anunciando una restricción tras otra. A menudo, estas restricciones venían disfrazadas de preocupación social, como las destinadas a Prevenir la Propagación de la Muerte Gorda, o a Reducir la Hambruna, o a Detener a los Elementos Peligrosos. Pero todas olían de un modo u otro a Limitación de las Libertades Individuales.
Por lo general, aquellos que trabajaban para la Oligarquía suponían que la Voluntad de la cual emanaban estos edictos reguladores de las vidas de los sibornaleses era la del Supremo Oligarca, Torkekanzlag II. Nadie había visto jamás a Torkerkanzlag. Este —si es que existía— se había confinado en unas cuantas habitaciones del castillo de Icen. Sin embargo, daba la sensación de que tales edictos eran coherentes con alguien que tenía en tan baja estima su propia libertad como para encerrarse en una suite de habitaciones sin ventanas.
Entre quienes ocupaban puestos de responsabilidad circulaban ciertas sospechas acerca del Oligarca: se solía asegurar que se trataba de un título vacío, una máscara tras la cual actuaba la Cámara Interna de la Oligarquía.
La situación no dejaba de ser paradójica. El alma del Estado correspondía a una entidad casi tan nebulosa como el propio Azoiáxico, alma de la Iglesia. Torkerkanzlag sería un nombre adoptado por consenso y, posiblemente, utilizado por más de una persona.
Existía, por otra parte, un cuerpo de observaciones supuestamente vertidas por los labios —o, como algunos afirmaban, el pico— del Oligarca en persona. «Podemos debatirlo en consejo. Pero recordad que el mundo no es una sala de debate. En todo caso, si a algo se parece, es a una sala de tortura.»
«No os preocupe si se os llama malvados. Es el destino de los que gobiernan. La gente no espera más que maldad: basta con escuchar lo que se dice en cualquier esquina de cualquier ciudad.»
«Emplead la traición siempre que os sea posible. Es más barata que un ejército.»
«Iglesia y Estado son hermano y hermana. Algún día decidiremos quién hereda la fortuna familiar.»
Estos bocados de sabiduría atravesaban el esófago de k Cámara Interna antes de llegar al cuerpo político.
En cuanto a la mencionada Cámara, podría inferirse que sus Miembros conocían la verdadera naturaleza de la Voluntad. Pero no era así. Los Miembros de la Cámara Interna —que ahora estaban en sesión y se presentaban enmascarados— estaban aún menos seguros de ello que los ignaros habitantes de las húmedas callejas al pie de la colina. Tan próximos estaban aquellos a la formidable Voluntad que se veían obligados a defenderse de ella con un gran despliegue de apariencias. Las máscaras que portaban no eran más que un modo superficial de ocultarse; estos hombres poderosos confiaban tan poco unos en oíros que cada uno de ellos había desarrollado una postura respecto del Oligarca de la que jamás podía deducirse la verdad, al modo de los insectos: los depredadores se muestran inofensivos para así engañar a sus presas, mientras que los inofensivos intentan parecerse a las especies más venenosas para engañar a sus perseguidores.
Por tanto, si era el Miembro de Braijth, la capital de Bribahr, quien conocía la verdad acerca de la Voluntad que los dominaba a todos, podía explicar a sus pares esta verdad, podía contar una semiverdad conciliada o podía mentir de mil maneras, según le conviniese.
Y, en tal caso, ¿cómo juzgar el grado de falsedad del Miembro de Braijth si, bajo la fachada de la unidad continental, solemnemente garantizada por más de un pacto, Uskutoshk estaba en guerra con Bribahr y una fuerza de Askitosh mantenía sitiada a Rattagon (si es que podía sitiarse una isla amurallada)?