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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (29 page)

BOOK: Heliconia - Invierno
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—Oh, es un lugar muy agradable, este Rivenjk —le decía una abrigada tía abuela, tomándolo del brazo—. Hay muchos edificios altos, y también muchos monumentos. Creo que me sentiré muy a gusto aquí; tengo la intención de instalar una imprenta para editar poesía. ¿Les gustará la poesía a tus compatriotas?

Pero antes de que Shokerandit pudiera contestar, la señora ya se daba la vuelta para coger a Eedap Mun Odim de la manga:

—Tú eres nuestro pequeño héroe, primo: nos has salvado de la opresión. Deja que me siente junto a ti en la iglesia. Entra conmigo y harás que me sienta orgullosa.

—Seré yo quien se sentirá orgulloso de entrar contigo, tía —dijo Odim con una amable sonrisa. Y el nutrido e inquieto grupo se dispuso a cruzar el portal del patio y salir a la calle en dirección a la iglesia—. Y también nos enorgullece tenerte a ti con nosotros, Luterin —dijo Odim, atento a que Shokerandit no se sintiera excluido del grupo. La vista de tantos Odim juntos lo llenaba de placer. A pesar de que la Muerte Gorda había reducido su número, la pina de supervivientes compensaba en algún modo la pérdida.

Al entrar en la iglesia de altas bóvedas, Odim cerró filas junto a su hermano. Allí, codo con codo, se preguntó si, como él, Odo habría perdido la fe en el Azoiáxico. Pero era demasiado educado como para preguntárselo; para los hombres, el secreto, como decía el proverbio. Otra cosa sería si una noche, con un poco de vino de por medio, su hermano se aviniese a confesarle sus convicciones. Por ahora, le bastaba con estar junto a él y con que el servicio les permitiese honrar a aquellos que habían muerto, incluidos sus hijos, su mujer y la adorada Besi Besamitikahl, y con alegrarse por haber podido salir con vida.

Una voz temblorosa, incorpórea, asexuada, libre de todo deseo, tejió un hilo de teatral penitencia que se elevó desde el suelo hasta los arquitrabes.

Odim sonrió mientras cantaba y dejó que su alma subiese también hasta las altas traviesas. Ojalá no hubiera perdido la fe. Pero incluso el deseo de tenerla lo consolaba ahora.

Al tiempo que en el interior del templo las voces de la congregación elevaban su canto, diez fornidos soldados y un oficial bajaban marchando la calle hasta detenerse ante la puerta de Odirin Nan Odim. El guardián, inclinándose, les franqueó la entrada. Los soldados lo apartaron y se dirigieron al centro del patio, pisoteando la ya castigada alfombra de nieve.

El oficial ladró sus órdenes a los soldados. Cuatro hombres a revisar las casas ubicadas en cada uno de los puntos cardinales, apostarse donde estaban y alerta con los fugitivos.

—¡Abro Hakmo Astab! —maldijo Fashnalgid, saltando de la cama desde donde, vestido a medias, había estado mirando a ratos a través de la ventana, a ratos a Toress Lahl, a la que leía ocasionalmente algunos versos de un pequeño libro. Ella, obedeciendo sus órdenes, se había puesto a cocinar, para lo que tuvo que procurarse una tea encendida de un esclavo de la planta baja.

A pesar de que estaba acostumbrada al lenguaje basto de los soldados, la obscenidad del juramento la sobresaltó.

—¡Cómo adoro el sonido de una voz militar! «No hay canción como la tuya bajo los cielos de primavera…» —dijo Fashnalgid—. Y el taconeo de las botas. Sí, ya están aquí. Mira al imbécil del teniente aquel, con su lustroso uniforme. Así fui yo…

Y contempló la escena que se desarrollaba en el patio, donde, como ajenos a la presencia de los soldados, los esclavos continuaban trabajando, desatascando los drenajes del pozo, mirándolos con desconfianza, de reojo.

Un par de botas subía ruidosamente los peldaños que llevaban a la buhardilla.

Fashnalgid gruñó, enseñando unos dientes blancos bajo el brochazo del bigote. Se abalanzó en busca de su espada y miró a su alrededor como una bestia acorralada. Toress Lahl estaba como petrificada, una mano sobre la boca, la otra con la tea a cierta distancia del cuerpo.

—¡Haaa…! —Como una flecha, él le arrebató la tea ardiente, y el humo cruzó la habitación hasta alcanzar el ventanuco. Fashnalgid lo abrió, asomó cabeza y hombros y revoleó la tea con todas sus fuerzas.

No había perdido su destreza militar. Ninguna granada habría hecho mejor diana. La llama trazó una parábola a través del aire ennegrecido y fue a caer en la trampilla abierta de la cámara de biogás. Por un instante, sólo silencio. Luego, la brutal explosión. Trozos enteros de patio salieron despedidos. Una gran llamarada se elevó en medio del caos, azulada en su centro.

Con un alarido de satisfacción, Fashnalgid saltó hasta la puerta y la abrió de golpe. Un joven soldado apareció en el vano; dudaba y miraba hacia atrás. Sin pensárselo dos veces, Fashnalgid lo atravesó y, cuando el soldado se dobló sobre sí mismo, lo apartó con el pie, enviándolo de cabeza escaleras abajo.

—Ha llegado el momento de correr, mujer —dijo, cogiendo a Toress Lahl de la mano.

—Luterin… —dijo ella, pero estaba demasiado asustada como para tomar decisiones por su cuenta. Bajaron las escaleras a toda prisa. En el patio cundía el pánico y el gas no había cesado de arder. Aquellos Odim demasiado viejos, jóvenes o voluminosos para estar en la iglesia corrían con sus animales entre los desorientados soldados. El astuto teniente disparó una o dos veces a las nubes. Los esclavos aullaban. Una de las viviendas estaba en llamas. No resultó muy difícil eludir el tumulto y escapar por el portal.

Una vez en la calle, Fashnalgid redujo el paso y envainó la espada con el fin de no despertar sospechas.

Cruzaron aceleradamente el cementerio. El capitán empujó a la mujer junto a un arbotante; jadeaban. Dentro, los himnos iban en busca de Dios Azoiáxico. En su excitación, Fashnalgid le apretó el brazo hasta hacerle daño.

—Si serán malditos. Vienen por nosotros. Incluso en medio de esta asquerosa humedad.

—Suéltame, por favor. Me haces daño.

—Te soltaré, desde luego. Entra y regresa con Shokerandit. Dile que los militares han dado con nosotros. Huir por mar es imposible. Si ha podido conseguir un trineo, saldremos con él cuanto antes hacia Kharnabhar. Ve adentro y díselo —le dio un pequeño empujón para animarla—. Dile que quieren colgarlo.

Para cuando Toress Lahl reapareció con Shokerandit, la calle se había llenado de gente, y no todos eran inocentes transeúntes. Los Odim pasaron corriendo, dando gritos de desconsuelo. Fashnalgid preguntó:

—Luterin, ¿tienes un trineo? Hemos de salir de aquí enseguida.

—¿Tenías que destrozarles la casa a los Odim después de todo cuanto han hecho por nosotros? —dijo Shokerandit, dolido por la desgracia ajena.

—No te fíes de Odim. Es un mercader. Tenemos que huir. El ejército se ha despertado. No olvides que tu estimada Toress Lahl es oficialmente una esclava proscrita. Sabes bien cuál es la pena que le aguarda. ¿Dónde está el trineo?

—Podremos disponer de él cuando abran las cuadras, al amanecer de Batalix. Has cambiado de parecer algo apresuradamente, ¿no es así?

—¿Dónde nos esconderemos hasta entonces?

Shokerandit reflexionó un instante y dijo:

—Hay un amigo de la familia, un tal Hernisarath. Ellos nos darán cobijo hasta mañana… Pero antes debo despedirme de Odim.

Fashnalgid apuntó hacia él un dedo amenazador:

—No harás tal cosa. Te entregará. Hay soldados por todas partes. Eres un verdadero inocente, ¿eh?

—¿Ah, sí? Y tú, un excéntrico. Insultos aparte, ¿por qué has cambiado de planes? Esta mañana pensabas navegar hasta Campannlat.

Fashnalgid sonrió:

—Digamos que quiero estar más cerca de Dios. He decidido viajar contigo y tu señora esclava a la Sagrada Kharnabhar.

X - «LOS MUERTOS NUNCA HABLAN DE POLÍTICA»

El sexto día del sexto décimo de cada sexto año pequeño se reunía en Askitosh el Sínodo de la Iglesia de la Paz Formidable.

Los frailes menores se congregaban en conventos detrás del Palacio del Sacerdote Supremo, mientras que los quince dignatarios que formaban el sínodo permanente vivían y se reunían en el mismo Palacio. Representaban tanto el sector eclesiástico como el secular o militar de la organización de la Iglesia; sus deberes y obligaciones eran numerosos y severos. No eran hombres de costumbres ligeras.

Como humanos que eran, los quince tenían sus defectos. Uno caía bajo los efectos del alcohol cada día a las dieciséis veinte. Otros compartían sus habitaciones con púberes de uno u otro sexo. Otros se entregaban a extrañas perversiones. No obstante, al menos una parte de ellos se dedicaba seriamente a garantizar la continuidad y buena marcha de la Iglesia. Dado lo difícil que resultaba encontrar hombres buenos, podía decirse que los quince lo eran.

De todos ellos, el más aplicado era Chubsalid, un hombre nacido en Bribahr y criado por monjes santos en los claustros de su convento. Ahora era Supremo Sacerdote de la Iglesia de la Paz Formidable, es decir, el representante electo en Heliconia del Dios Azoiáxico, presente antes de toda vida y alrededor del cual toda vida gira. Ni siquiera el más suspicaz de los eclesiásticos había visto jamás a Chubsalid llevarse una botella a los labios. Si profesaba alguna clase de apetencias sexuales, éstas eran un secreto celosamente guardado entre su creador y él. Si alguna vez había sentido rabia, miedo o pena, estas emociones jamás habían asomado a su sonrosada faz. Y no era ningún tonto.

Al contrario de la Oligarquía, cuya sede de la colina Icen no estaba ni a una milla de distancia, el Sínodo contaba con un amplio apoyo popular. La Iglesia se ocupaba genuinamente de las necesidades de su grey; animaba sus corazones y les brindaba consuelo en la adversidad. Además, mantenía un prudente silencio respecto al pauk.

Al contrario del Oligarca, a quien nadie había visto y al que la temerosa y fértil imaginación popular atribuía el aspecto de un inmenso crustáceo de hiperactivas pinzas, el Supremo Sacerdote Chubsalid viajaba rodeado de los más humildes y era un visitante siempre bienvenido en sus congregaciones. Su figura era la del perfecto Supremo Sacerdote: elevada estatura, rasgos duros pero a la vez piadosamente contenidos y una blanca melena. Cuando él hablaba, la gente escuchaba deseosa. Sus intervenciones rebosaban piedad y no desdeñaban el ingenio: era tan capaz de hacer reír como de hacer rezar a su audiencia.

Durante las reuniones del Sínodo se solía discutir en el más alto sibish, plagado de múltiples subordinadas, elaborados paréntesis y espectaculares estructuras verbales. Sin embargo, en esta ocasión particular, el asunto tratado era eminentemente práctico. Se refería a la desgastada relación entre los dos poderes de Sibornal: Estado e Iglesia.

La Iglesia presenciaba alarmada la creciente severidad de los edictos emitidos por la Oligarquía. Precisamente, uno de los miembros del Sínodo hablaba de este tema al resto de los asambleístas:

—Las nuevas Restricciones a las Personas en Situación de Residencia y regulaciones similares son/pretenden aparecer como un paso más del Estado en prevención de la plaga. Mas hasta ahora han causado tanta irregularidad como la plaga podría/podrá/pudiera provocar. Los pobres son perseguidos y arrestados por vagancia; eso si no mueren a causa del frío.

Se trataba de un hombre entrecano y su voz era entrecana también, pero sus convicciones llenaban la sala:

—El planteo político que esconde semejante edicto nos es perfectamente diáfano. A medida que las granjas del norte decaen/vayan decayendo, los campesinos y pequeños granjeros irán/van migrando a las ciudades en busca de un cobijo escaso y a menudo cercano al hacinamiento. El edicto pretende confinarlos en sus improductivas granjas. Allí morirían/morirán de hambre. Creo no faltar a la debida caridad al afirmar que esas muertes se adecuan bien a los deseos del Estado. Los muertos nunca hablan de política.

—¿Presagias una rebelión en las ciudades en caso de que se revoque el edicto? —preguntó una voz desde el extremo opuesto de la mesa.

—En mi juventud, solía decirse que el sibornalés trabajaba toda la vida, se casaba para toda la vida y se aferraba a la vida —replicó la voz entrecana—. Pero jamás nos rebelamos. Dejamos esas cuestiones a los del Continente Salvaje. Por el momento, la Iglesia no se ha pronunciado acerca de estos edictos restrictivos. Entiendo que la ley contra el pauk ha llevado las cosas demasiado lejos.

—Nosotros nunca nos hemos ocupado del pauk.

—Ni el Estado, hasta ahora. Lo dicho: los muertos no hacen política y eso el Estado lo reconoce/ha reconocido siempre. No obstante, la Oligarquía ha legislado en contra del pauk. Esto causa/puede/va a causar aún mayor miseria en nuestra grey, para la cual, si se me permite, el pauk es tan vital como los partos. Se está castigando a los pobres de un modo inmerecido para adecuarlos al invierno inminente. Propongo que la Iglesia manifieste su pública desaprobación de los últimos bandos estatales.

Un hombre mayor, calvo, totalmente falto de cabello o color, se irguió con ayuda de dos bastones para responder: —Tal vez sea como tú dices, hermano. Puede que la Oligarquía esté apretando sus grilletes. Pero imagino que no tiene otro camino. Piensa en el futuro. En muy poco tiempo, nuestros descendientes se verán enfrentados/enfrentarán a tres siglos y medio de amargo Invierno Weyr. La Oligarquía plantea que a la dureza de las fuerzas naturales debe seguir la dureza de la humanidad. Deja que te recuerde aquella terrible maldición sibish que no debe pronunciarse. Se la considera como la blasfemia suprema, y con razón. Y sin embargo es admirable. Sí, admirable. Yo jamás permitiría/opongo me a que se la pronuncie en mi diócesis, y aun así admiro el desafío que encierra.

Se detuvo. Hubo quienes pensaron que el venerable anciano mancillaría sus labios con aquellas palabras malditas. En cambio, continuó en otra dirección.

—En el Continente Salvaje de Campannlat, con el frío llega también el caos. Carecen de un orden abarcador como el nuestro. Todo cuanto pueden hacer/hacen es reptar de vuelta a sus cavernas. A nosotros, la organización nos brinda/hace/permite perpetua supervivencia. Esa organización debe ceñirse como un puño de hierro. Muchos morirán a fuerza de que el Estado viva. Algunos de vosotros habéis protestado contra la matanza indiscriminada de phagors. Yo digo que no son humanos. Librémonos de ellos. No tienen alma. Hay que matarlos. Y matar a quienes los defiendan. Matar a los granjeros cuyas granjas se hundan. No es momento para los gestos individuales. La misma individualidad deberá pronto ser/será castigada con la muerte.

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