Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
—Para cierto, jefe —dijo con la boca todavía ocupada—, esta horrible saca atrás de mío con panza llena de gas y niños es mujer Uuundaamp. Nombre Moub. Puedes olvidar. Nos acompañará con nosotros. No problema ninguno.
—Ella es tan bienvenida corno hermosa, Uuundaamp. Yo traía esta manta para mí; tenía intención de conservarla pero, en vista del encanto de Moub, deseo ofrecérsela como regalo.
—Loobiss. Tú dásela, jefe. Entonces no la perderá. Ella te besa. De modo que Shokerandit le entregó a Moub la manta a rayas rojas y amarillas.
—Loobiss —dijo ella—. Demasiado bueno para cualquier saca pertenezca a este infame Uuundaamp —y se estiró delicadamente para besar a Shokerandit con sus gruesos labios grasientos.
—Gumtaa. Siempre quieras folicar, jefe, usar Moub. Parece horrible pero tiene todo eso ahí, ¿Ishto?
—¡Loobiss! —Su amistad había sido sellada como correspondía. Una oleada de placer inundó a Shokerandit al recordar sus paseos infantiles en troica con su madre, o sus visitas a las viviendas ondod para jugar con aquellos niños. Su madre siempre había considerado bastos y brutales a los ondods, quizás a causa del singular protocolo que regulaba las relaciones entre los sexos, basadas en el insulto. Tiempo después, sus amigos y él habían frecuentado una barraca en las afueras de las forestas caspiarneas. El joven Luterin se había iniciado sexualmente con mujeres ondods. Recordaba a una rotunda muchacha llamada Ipaak; para ella, él era el «fétido rosa».
Rígida disciplina para los asolanes, rígida disciplina para los viajeros. Ésa era la regla de oro de todo trayecto entre Kharnabhar y el mundo externo.
Uuundaamp se sentaba en la parte delantera del trineo, látigo en mano. Moub, hecha un ovillo, justo detrás de él, Bhryeer, el phagor, ocupaba la parte posterior, haciendo contrapeso a un lado u otro, y bajándose para empujar cuando la pendiente así lo requería. Los tres humanos se sentaban a horcajadas sobre la lona que cubría las provisiones, siempre con la espalda contra el viento.
Caerse del trineo era muy fácil. Convenía, pues, mantener un ojo en el conductor, que era quien decidía el camino a seguir. Pero a veces la nieve que caía en tromba desde las cimas de la cordillera ocultaba casi por completo la figura de Uuundaamp. Habían atravesado el traicionero Venj por un puente de madera y avanzaban ahora en dirección vagamente norte nordeste al pie de la gran espina dorsal de Shivenink, cuyas cumbres, por encima de los diez mil metros, estaban cubiertas de hielo durante todo el Gran Año.
Cuando la nieve no velaba el aire, era el mismo aliento de los perros, denso como columnas de vapor, lo que los ocultaba a la vista de los pasajeros. Había en el equipo de tiro una perra, con lo que los restantes siete daban todo de sí. Al inicio de cada nueva etapa, el jadeo de los perros se elevaba a menudo por encima del chirrido de los patines metálicos. Por lo demás, los sonidos y las formas eran absorbidos por las blancas paredes de los lados. El olor de los perros y de la ropa rancia era parte de la escena, cuya monotonía abotargaba cualquier sensación de peligro. El agotamiento, los reflejos de la nieve, los sueños que nunca terminaban de cobrar forma: de estas cosas estaban hechos los días.
Veinte pies de correaje de cuero unían a los asokines al trineo. Se les permitía descansar diez minutos cada tres horas; entonces, todos se echaban al suelo menos el líder, Uuundaamp. El hombre Uuundaamp estaba tanto o más ligado a los asokines que a su mujer Moub. Ellos eran su vida.
Durante las pausas, tampoco Uuundaamp descansaba. Él y Moub solían ir y venir infatigablemente, estudiando los fenómenos naturales: la forma de las nubes, el vuelo de las aves, el más mínimo cambio climático, huellas de animales, ruidos o señales de aludes.
De tanto en tanto se cruzaban con peregrinos que iban al norte o regresaban de allí a pie. También encontraron otros trineos en el camino, aunque a veces sólo oían su campanilleo. En una ocasión quedaron a la zaga de un lento convoy de arenques hasta que por fin lograron adelantarse, cuando el vehículo se desvió a un lado del camino. El convoy de arenques era una versión terrestre del vagón de arenques. Llevaba cubas de pescado en salmuera a las remotas regiones septentrionales.
Cada vez que se encontraban con otros vehículos, los asokines ladraban furiosamente, pero los conductores rivales no movían un solo músculo en señal de saludo.
También la pausa nocturna seguía un esquema fijo. Uuundaamp desviaba al equipo de la huella en sitios especiales que conocía de otros viajes. Inmediatamente después desenganchaba a los perros, y los separaba y los apartaba del trineo, a fin de que no royesen las pieles. A cada asokin le correspondían dos libras de carne cruda cada tres días: trabajaban mejor estando hambrientos. No obstante, cada noche les tocaba un arenque por cabeza, que Uuundaamp arrojaba en orden, empezando siempre por Uuundaamp. Atrapaban el pescado en el aire y en un abrir y cerrar de ojos ya lo habían engullido; la perra era la última en comer. El perro líder dormía a cierta distancia del resto del equipo. Si durante la noche nevaba, los perros formaban con su propio calor una suerte de cueva pequeña. Bhryeer, el phagor, dormía junto a ellos.
Cada noche, los preparativos para la cena no debían tardar más de quince minutos.
—Es imposible. Además, ¿qué sentido tiene? —protestó Fashnalgid.
—Tiene el sentido de que es posible y se ha de hacer —dijo Shokerandit—. Tensa la tienda, tira con fuerza.
Estaban entumecidos de frío. Tenían la nariz pelada, las mejillas ennegrecidas por la escarcha.
Había que descargar el trineo. Lo cubrían con la tienda, que aseguraban firmemente. Esta operación solía implicar una encarnizada lucha contra el viento. Luego, extendían las pieles sobre el trineo; allí, aislados del suelo, dormían los cinco. A mano disponían todo aquello que utilizarían de noche: comida, estufa, cuchillos, lámpara de aceite. A pesar de que la temperatura bajo la tienda se mantenía bajo cero, pronto se encontraban sudando en aquel compartimiento, tal era el frío sufrido durante el resto del día.
Cuando Uuundaamp entró la primera noche en la tienda, encontró a los tres humanos en plena discusión. —No habláis más. Seáis buenos. Con ira, smrtaa.
—No podré soportarlo cuatro semanas —dijo Fashnalgid.
—Si le desobedeces, sencillamente se irá —dijo Shokerandit—. Todo lo que pide es que eches tu carácter a dormir mientras dure el viaje. El frío no permite disputas; es una cuestión de vida o muerte.
—Por mí puede rajarse.
—Sin él aquí, moriríamos… ¿Es que no puedes entenderlo?
—Occhara pronto, pronto —dijo Uuundaamp, codeando a Fashnalgid. Le dio a Moub un par de zorros plateados para asar. Los había recogido de las trampas colocadas en el viaje anterior.
Pronto invadió la tienda un calor agradable. La carne olía bien. Comieron con manos sucias, bebiendo después agua de nieve de una jarra común.
—¿Comida ishto? —preguntó Moub.
—Gumtaa —le respondieron.
—Es pésima cocinera —dijo Uuundaamp mientras encendía pipas de occhara y las distribuía. Con afortunado tacto, la lámpara se extinguió y en esa paz fumaron. El bramido del viento pareció ceder. Buenos sentimientos animaron a todos. Filtrándoseles por las narices, el humo era como el auspicio de una mejor y misteriosa vida. Eran los hijos de la montaña; ella los cuidaría. Ningún mal aguarda a aquellos que han comido zorro plateado. Puesto que, más allá de cuanto distingue a los hombres de las mujeres, o a un hombre de otro, todos coinciden en esto: sus narices, y quizá sus ojos, orejas y otros orificios, rezuman el humo divino. El sueño mismo no es sino otro orificio en la divinidad de la montaña. A veces, al dormir, los hombres se transforman en el sueño de los zorros plateados.
Por la mañana, mientras se esforzaban por desmontar y plegar la tienda en medio de una bruma gris y sombría que flotaba en una atmósfera glacial, Toress Lahl se acercó a Shokerandit y le dijo en secreto: —¡Hasta qué punto te has degradado, cómo te odio! Anoche folicaste con Moub, ¡con aquella bolsa de lastre! Te oí. Sentí temblar el trineo.
—Estaba siendo cortés con Uuundaamp. Pura cortesía. Nada de placer.
Había descubierto que la mujer ondod estaba en avanzado estado de gestación.
—Cortesía que te será recompensada con alguna enfermedad, sin duda.
Uuundaamp apareció con los dos rabos de zorro plateado y una sonrisa en el rostro:
—Ponéis esto en los dientes. Gumtaa. Mantiene frío fuera lejos.
—Loobiss. ¿Tienes una para Fashnalgid?
—Ese hombre, él tiene rabo crece propia cara —rió con ganas Uuundaamp. Se refería, desde luego, al bigote del capitán.
—Al menos intenta ser amable —dijo Toress Lahl. Sin mucho convencimiento, mordió el rabo entre los dientes para proteger sus maltrechas nariz y mejillas.
—Uuundaamp es amable. Y esta noche has de ser amable con él. Retribuirle el favor.
—Oh, no… Luterin… Eso no, por favor. Creía que me apreciabas.
El se volvió y dijo con rabia:
—Lo que aprecio es que lleguemos sanos y salvos a Kharnabhar. Conozco las costumbres de esta gente y estos viajes, tú no. Es un código, cuestión de supervivencia. Deja de creerte tan especial.
Herida en su amor propio, ella le espetó:
—O sea que no te importa, supongo, que Fashnalgid me viole cada vez que le das la espalda.
Luterin soltó la tienda, se lanzó sobre Toress y la aferró con fuerza por el abrigo.
—¿Me estás mintiendo? ¿Cuándo lo ha hecho? Dime cuándo. ¿Entonces y cuándo más? ¿Cuántas veces?
Escuchó glacialmente el relato de la mujer.
—Muy bien, Toress Lahl. —Su voz era apenas un susurro que escapaba del rostro severo.—Ha roto el código de honor entre dos oficiales. Lo necesitamos durante el viaje pero cuando lleguemos a casa de mi padre, lo mataré. ¿Has comprendido? Mientras tanto, no dirás nada.
Sin más palabras, terminaron de cargar el trineo. Smrtaa: reparación; una cosa por otra. Un principio vital en esas latitudes. Uuundaamp enganchó los perros y al tiempo ya estaban atravesando la niebla, Shokerandit y Toress Lahl con los dientes clavados en sus rabos de zorro.
Las incansables máquinas del Avernus seguían recogiendo lo que sucedía abajo y transmitiéndolo automáticamente a la Tierra. Pero los escasos supervivientes de la Estación Observadora no parecían interesados en ese objetivo prioritario: tenían su propio objetivo prioritario y éste era sobrevivir. Debido a las enfermedades y los enfrenamientos, habían mermado tanto en número que la defensa había dejado de constituir una necesidad de primer orden.
La organización tribal y la distribución de territorios tribales resultaron largas y arduas, pero permitieron evitar feroces batallas. En los territorios neutrales entre una tribu y otra sobrevivían los obscenos sexópodos, convertidos ahora en algo sacrosanto, en una mezcla de dioses y demonios.
A pesar de la «paz» reinante, la destrucción previa de las plantas sintetizadoras de alimentos suponía la pervivencia del canibalismo. No había prácticamente carne que no fuera humana. Los pesados tabúes que prohibían esta práctica habían caído estrepitosamente sobre la delicada sensibilidad de los avernianos. El descenso a la barbarie y a cosas peores en el tiempo de una sola generación era más de lo que sus psiques podían soportar.
En las tribus se instauró una especie de matriarcado. Entretanto, muchos de los hombres más jóvenes, sobre todo los adolescentes, desarrollaron personalidades múltiples. Podían llegar a albergar hasta diez personalidades distintas en un mismo cuerpo, y éstas podían diferir en edad, sexo, inclinaciones o costumbres. Un leve parpadeo separaba a ascetas vegetarianos de salvajes casi paleolíticos, a bailarines totémicos de legisladores.
Una compleja desnaturalización emprendida por los colonizadores avernianos había llegado a su punto más crítico. Ahora, además de desconocerse entre sí, los individuos ya no se reconocían a sí mismos.
Pero esta brutal adaptación a las situaciones extremas no había afectado a todos los tripulantes. Al estallar las primeras luchas intestinas, algunos técnicos habían abandonado la Estación. Habían robado una nave de las secciones de mantenimiento y huido a campo traviesa por el espacio hasta llegar a Aganip.
Por más tentador que a primera vista se presentara el planeta verde, blanco y azul de Heliconia, el peligro que entrañaba no les era desconocido.
Aganip, por su parte, ocupaba un sitio especial en la mitología del Avernus puesto que allí, muchos siglos antes, había establecido una base la nave colonizadora terrestre afín de emprender la construcción de la Estación Observadora.
Aganip era un planeta sin vida cuya atmósfera consistía casi por completo en dióxido de carbono y una pequeña porción de nitrógeno. Pero la antigua base se mantenía en pie y en cierto modo dio su bienvenida a los recién llegados.
Los escapados del Avernus construyeron una pequeña cúpula, que habitaron con numerosas restricciones. Al principio enviaron señales a la Tierra y luego, ya que no estaban dispuestos a esperar unos dos mil años a que llegase la respuesta, al propio Avernus. Pero había allí demasiadas complicaciones como para que alguien les respondiese.
Los escapados no habían logrado comprender la naturaleza de la humanidad; ésta, al igual que el elefante o la margarita común, es parte y función de una entidad viva. Separados de esa entidad, los humanos, aun siendo más complejos que los elefantes y las margaritas, tienen pocas probabilidades de florecer. Las señales se siguieron emitiendo automáticamente durante largo tiempo.
Nadie las recibió.
Y cuando aquel masivo espíritu humano al que hemos llamado empatía se comunicó, surcando el cosmos, con los gossis de Heliconia, ¿qué ocurrió? ¿Quizás algo insignificante? ¿O acaso algo de una magnificencia sin precedentes, algo cuánticamente diferente?
Tal vez la respuesta a esta pregunta permanezca envuelta para siempre en conjeturas; la humanidad tiene su umwelt, por más coraje que ponga en intentar ampliar el limitado universo de sus percepciones. Formar parte de un umwelt más amplio podría resultar biológicamente imposible. Pero quizá no. Admitamos, en todo caso, que, si algo de una magnificencia sin precedentes, algo cuánticamente diferente ocurrió, lo hizo en un umwelt mucho mayor que el de la mera humanidad.