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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Verano (55 page)

BOOK: Heliconia - Verano
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El alma habló de nuevo.

—Padre, te ruego que descargues tu ira sobre mí, por todo lo que hice contra ti mientras viviste, y por provocar tu muerte. Haz que mengüe mi culpa… No puedo soportarla.

—Eres inocente, hijo, tan inocente como la ola que rompe en la costa. Y no olvides la felicidad que has traído a mi vida. Ahora, en el residuo de esa vida, no siento ira contra ti.

—Padre, te he tenido encerrado durante diez años en un calabozo del castillo. ¿Cómo puedo conseguir que me perdones?

La llama se agitó, lanzando chispas.

—Ese tiempo está olvidado, hijo. Apenas recuerdo aquella época en la prisión, porque siempre estabas allí para hablar conmigo. Me complacía que me pidieras consejo, cuando yo era capaz de dártelo.

—Era un lugar melancólico.

—Me dio tiempo para pensar en los errores de mi propia vida y para prepararme para lo que habría de venir.

—Tu perdón me hiere, padre.

—Acércate, muchacho, y deja que te consuele.

Pero en el reino de la Observadora Original estaba prohibido que los vivos tocaran a los muertos. Si se quebraba esa última dualidad, ambos se consumían. El alma se alejó flotando de esa cosa suspendida en el abismo.

—Reconfórtame con más consejos, padre.

—Habla.

—Primero, dime si mi atormentado hijo ha caído entre Vosotros. Temo su inconstancia.

—Daré la bienvenida al chico cuando llegue, no te preocupes; pero aún se mueve en el mundo de la luz.

Un momento más tarde, el alma volvió a hablar.

—Padre, tú comprendes mi posición entre los vivos. Dime adónde debo ir. ¿Debo retornar a Matrassyl? ¿Debo quedarme en Gravabagalinien? ¿O he de partir hacia Oldorando? ¿Dónde está el futuro más provechoso?

—En cada uno de esos lugares hay quienes te aguardan. Pero alguien que tú no conoces te espera en Oldorando. En esa persona está tu destino. Ve a Oldorando.

—Tu consejo guiará mis acciones.

El alma se elevó entre los luminosos batallones de muertos, primero lentamente, luego con mayor urgencia. En alguna parte sonaba un tambor. Las chispas se disolvieron, retornando a la Observadora Original.

El cuerpo inanimado en el suelo del campanario empezó a moverse. Sus miembros se agitaron. Se incorporó. Unos ojos se abrieron en el rostro inexpresivo.

Sólo Yuli recibió esa mirada; se acercó y dijo:

—Mi pobre rey en brida.

Sin responder, JandolAnganol acarició el pelaje del runt y se apoyó contra él.

—Oh, Yuli, qué cosa es la vida.

Un momento después, pasó su brazo sobre los hombros del joven phagor.

—Eres un buen muchacho. Inocente.

Cuando la criatura se apoyó contra él el rey sintió que un objeto le oprimía un costado; extrajo entonces de su bolsillo el reloj de tres caras que le había quitado a CaraBansity. Cada vez que lo miraba sus ideas se hacían confusas y, sin embargo, no hallaba fuerzas para deshacerse de él.

Una vez, el cronómetro perteneció a Billy, la criatura que aseguraba venir de un mundo no regido por Akhanaba. Era indispensable borrar a Billy de la conciencia (como podía eliminarse el recuerdo de los malditos myrdólatras), pues él representaba un desafío a la compleja estructura de creencias sobre la que se levantaba el Sacro Imperio Pannovalano. A veces, el rey temía verse privado de su fe, como había sido privado de tantas otras cosas. Sólo le quedaban su fe y su humilde mascota.

Gimió. Con un gran esfuerzo se puso otra vez en pie.

Antes de una hora, JandolAnganol estaba al frente de sus fuerzas, con Alam Esomberr junto a él. Más atrás estaban los capitanes del rey, luego el séquito de Esomberr y, cerrando la marcha, la Primera Guardia Real Phagor, con las orejas erguidas, los ojos rojizos clavados al frente, avanzando —como otros de su especie lo hicieran muchos siglos antes— hacia la ciudad de Oldorando.

La partida de JandolAnganol, con su implícita carga de ansiedad, provocó la lógica impresión en los observadores del Avernus. Le alegró poder apartar la vista del rey en pauk. Incluso las devotas admiradoras de su majestad se sentían incómodas al verlo extendido con el espíritu lejos de su cuerpo.

Para la población humana de Heliconia, el pauk, o comunicación con los padres, era tan natural como escupir. No tenía un especial significada religioso, aunque muchas veces se daba al margen de la religión. Así como las mujeres se preñaban de vidas futuras, la gente estaba preñada de las vidas de quienes se habían ido antes que ellos.

En el Avernus, la misteriosa práctica heliconiana del pauk estaba considerada, en general, como una función religiosa equivalente a la plegaria. Como tal, desconcertaba a las seis familias. Éstas no sentían ningún tipo de inhibición acerca del sexo; el control constante hacía tiempo que las había disipado. Para ellos, el amor y las emociones superiores eran meros efectos colaterales de funciones cotidianas que debían ser ignorados cuantas veces fuera posible. Pero resultaba muy difícil entenderse con la religión.

Las familias veían la religión como una obsesión primitiva, una enfermedad, una droga para quienes no podían pensar con claridad. Deseaban que SartoriIrvrash y los que eran como él se tornaran más militantes en su ateísmo y provocaran la muerte de Akhanaba, contribuyendo así a un estado de cosas más feliz. No comprendían ni les agradaba el pauk. Hubieran deseado que no existiera.

En la Tierra prevalecían otras opiniones. La vida y la muerte eran percibidas como un todo inseparable; la muerte no era temible si se vivía adecuadamente la vida. Los terrestres miraban con gran interés la actividad heliconiana del pauk. Durante los primeros años de contacto con Heliconia, ese estado de trance les había parecido una proyección astral del alma heliconiana, en buena medida similar a un estado de meditación. Luego se fue desarrollando un punto de vista más sofisticado; se comprendió mejor que los habitantes de Heliconia poseían la capacidad peculiar de sobrepasar el límite fijado entre la vida y la muerte, y de retornar. Habían recibido esa continuidad en compensación por las notables discontinuidades de su Gran Año. El pauk tenía un valor como medio de evolución, y era un punto de contacto entre los humanos y su voluble planeta.

Por esa razón los terrestres tenían un interés tan particular en el pauk. En esa época, habían descubierto lo unidos que estaban a su planeta, y relacionaban esa unidad con su creciente empatía con Heliconia.

En los días siguientes, la lasitud se apoderó de la reina de reinas y deprimió su ánimo.

Había perdido las cosas valiosas que antes daban fragancia a su vida. Después de la tormenta, las flores no volverían a crecer hasta la misma altura. A su amargo encono contra el rey se sumaba una profunda sensación de culpabilidad por haberle fallado. Pero no fue por falta de esfuerzo que fracasó; y ahora, los años en que con tanta generosidad le brindara su amor, estaban definitivamente perdidos. Sin embargo, a pesar de odiarlo, aún lo amaba. Eso era lo más cruel. Ella comprendía como nadie las dudas de JandolAnganol. Era incapaz de liberarse de ese vínculo que ambos habían forjado.

Todos los días, después de la plegaria, entraba en pauk para comunicarse con el gossie de su madre. Pero, más tarde, al recordar el modo en que SartoriIrvrash condenaba el pauk por considerarlo una superstición, MyrdemInggala, en un frenesí de dudas, se preguntaba si de verdad habría visitado a su madre, si aquel fantasma no residiría más que en su mente, si era posible que alguien sobreviviera después de muerto a no ser en la memoria de quienes aún no habían atravesado esa orilla prohibida.

Dudaba. Y sin embargo, el pauk era un consuelo, tanto como el mar. Ahora su hermano muerto, YeferalOboral, estaba entre los gossies y derramaba su amor sobre ella mientras se hundía en pos de la Observadora Original. El temor no formulado de la reina de que hubiese sido asesinado por JandolAnganol se había demostrado sin fundamento. Ahora sabía lo que había ocurrido, y estaba agradecida.

Y al mismo tiempo, lamentaba no tener esa razón adicional para odiar al rey. Nadaba en el mar entre sus familiares. Y la paz mental la abandonaba cuando retornaba a la costa. Los phagors la llevaban de regreso al palacio en su trono; su resentimiento se reavivaba cuando se acercaba a las puertas. Los días pasaban y ella no rejuvenecía. Casi no hablaba con Mai. Corría a sus habitaciones llenas de crujidos y ocultaba su rostro.

—Si te sientes tan mal, sigue al rey a Oldorando y pide a los representantes del C'Sarr que anulen tu divorcio —decía Mai, con impaciencia.

—¿Quieres tú seguir al rey? —preguntaba entonces MyrdemInggala—. Yo no lo haré.

En su memoria estaban grabadas a fuego las muchas ocasiones en que esa mujer, su dama de compañía, había sido arrastrada a la cama del rey y en que las dos, como viles cortesanas, habían sido amadas por él al mismo tiempo. Ninguna habló de eso jamás, pero permanecía entre ambas tangible como una espada.

Impulsada por la necesidad de hablar con alguien, la reina persuadió a CaraBansity a permanecer en el palacio por algunos días, y luego unos días más. Él explicaba que su esposa lo estaba aguardando en Matrassyl. Ella le pedía que se quedara un poco más. Él se excusaba, pero era un hombre astuto, hallaba imposible decir que no a la reina. Todos los días caminaban por la costa; a veces encontraban rebaños de ciervos; Mai, desconsolada, los seguía.

Hacía una semana y dos días que JandolAnganol, Esomberr y sus hombres habían partido de Gravabagalinien; la reina estaba en su habitación, desde la que contemplaba sus escasos dominios, cuando la puerta se abrió de par en par y entró corriendo TatromanAdala, con un gritito de saludo.

La niña llegó hasta la mitad del camino que separaba la puerta del sitio donde estaba su madre. Esta alzó la vista y la miró con tal furia, por debajo de su pelo enmarañado, que Tatro se detuvo.

—¡Madre! ¿Puedes venir a jugar?

MyrdemInggala vio en la cara de su hija los rasgos de los antepasados de su padre. Las divinidades genéticas quizá tuvieran preparadas todavía nuevas tragedias. La reina gritó:

—¡Sal de mi vista, pequeña bruja!

La sorpresa, el escándalo, la ira, la angustia, pasaron por el rostro de la niña. Enrojeció, pareció disolverse, se llenó de lágrimas y sollozos.

La reina de reinas saltó, con los pies descalzos, hacia la pequeña. La hizo girar, la empujó hacia afuera y cerró la puerta. Luego, con las manos en alto, lanzó su cuerpo contra la pared y se echó a llorar ella también.

Más tarde su ánimo mejoró. Fue en busca de la niña y se dedicó a ella. Su aflicción cedió paso a una especie de euforia. Se puso una túnica satara y bajó las escaleras. Pidió su trono de oro portable, aunque ardía en Gravabagalinien el calor del mediodía. Los mansos phagors lo trajeron. Acudieron el mayordomo ScufBar, la princesa Tatro con su niñera, y la criada de ésta, con libros de cuentos y juguetes.

Una vez reunida la pequeña procesión, MyrdemInggala subió a su trono, y se dirigieron a la playa. No había, a esa hora, cortesanos que la acompañasen. Freyr los miraba, muy bajo, por encima de un risco; Batalix estaba casi en el cenit.

Suaves olas brillaban como si el mundo hubiera empezado ese mismo día, enroscándose para revelar sus verdes corazones. En torno de la Roca de Linien el agua gorgoteaba una invitación. No había señales de los assatassi llegados varias semanas antes, ni las habría hasta el año próximo.

MyrdemInggala permaneció un rato en la playa. Los phagors estaban en silencio, de pie junto al trono. La princesa corría excitada, ordenando a las criadas que construyeran la fortaleza de arena más poderosa, como un pequeño general ensayando su papel en la vida. La fascinación del mar era irresistible. Con un decidido movimiento del brazo, la reina se despojó de su vestido y del zona que sostenía sus pechos. La luz del sol accedió a su cuerpo perfumado.

—¡No te vayas, madre! —chilló Tatro.

—No tardaré —replicó ella, y corrió por la playa a zambullirse en el mar.

Una vez bajo el agua, la criatura bifurcada era tan flexible como un pez y casi tan veloz. Nadando vigorosamente pasó más allá de la oscura forma de la Roca de Linien y emergió a la superficie muy adentro de la bahía. Allí, la costa este se curvaba, creando un angosto pasaje entre el continente y la roca solitaria. MyrdemInggala llamó. De inmediato los delfines, sus familiares, como ella los llamaba, la rodearon.

Venían en orden de rango. Era suficiente que ella dejara escapar un chorro de orina para que las formas plateadas giraran a su alrededor, aproximándose cada vez más, hasta que podía apoyar en dos de ellas sus brazos, tan segura como en su trono.

Sólo los privilegiados podían tocarla. Eran veintiuno. Más allá había un cortejo exterior de sesenta y cuatro delfines. A veces, un miembro de ese cortejo exterior era admitido en el de los favoritos. Más allá había un séquito cuyo número MyrdemInggala no podía precisar. Tal vez fueran algo más de mil trescientos. Se trataba en su mayoría de las madres, los hijos y los ancianos de esa escuela, o nación, como la hubiera denominado la reina.

Más allá del séquito, constantemente en guardia, estaba el regimiento. La reina raras veces veía a sus miembros; le habían aconsejado que no se acercara a ellos, pero estimaba que estaría compuesto al menos por tantos individuos como el séquito. Sabía también que, en las profundidades, residían unos monstruos temidos por los delfines. Era obligación del regimiento custodiar a la corte y al séquito, y advertirles de todo peligro.

MyrdemInggala confiaba más en sus familiares que en sus acompañantes humanos; sin embargo, como en toda relación viva, algo se reservaba. Así como ella no podía compartir su vida en la tierra con los delfines, había algo en las profundidades, algún oscuro conocimiento, del cual ella no podía participar. Esa cosa desconocida, situada más allá de su mente, poseía una música siniestra.

Los miembros de la corte le hablaban con su amplia gama orquestal de voces. Sus agudas tonalidades eran dulces y sencillas: esa mujer recibía la consideración de una reina tanto en tierra como debajo del agua. Más distantes en el mar se oían largos gorjeos barítonos, entremezclados con bajos profundos en una trama asombrosa.

—¿Qué ocurre, queridos míos, mis familiares?

Ellos alzaban sus caras sonrientes y le besaban los hombros. MyrdemInggala conocía a cada uno de los miembros de la corte, y tenía nombres para ellos.

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