—No deberías ir solo —objetó Quinn.
—Tal vez debería duplicarme, ¿eh? ¡Ve, maldición!
Quinn alzó las manos, exasperada, y echó a correr.
Miles corrió en la dirección contraria. Sus pasos resonaban extrañamente en el pasillo, en las profundidades de la montaña de sintarmigón. Se detuvo un momento, escuchó; sólo oyó los leves pasos de Quinn perdiéndose en la distancia. Siguió corriendo, dejando atrás cientos de metros de sintarmigón liso, oscuras y silenciosas estaciones de bombeo y otras iluminadas que zumbaban levemente. Se estaba preguntando si habría pasado por alto una salida (¿una portilla en el techo?) cuando divisó un objeto en el suelo. Uno de los aturdidores se había caído del cinturón de Mark. Miles lo recogió con un rápido ¡ajá! y se lo guardó sin dejar de correr.
Activó el comunicador de muñeca.
—¿Quinn?
El pasillo se transformó de pronto en una especie de vestíbulo con tubo elevador. Debía de estar debajo de una de las torres de vigilancia. Personal autorizado solamente.
—¿Quinn?
Se introdujo en el tubo y se elevó. Oh, Dios, ¿en qué nivel se había bajado Mark? La tercera planta ante la que pasó daba a una zona de paredes de cristal, con aspecto de recibidor, con puertas y la noche más allá. Claramente, una salida. Miles salió del tubo.
Un auténtico desconocido, vestido de civil con una chaqueta y pantalones, se volvió al oír el sonido de sus pasos y se apoyó en una rodilla. El destello plateado de un espejo parabólico parpadeó en sus manos: la boca de un disruptor neural.
—¡Allí está! —exclamó el hombre, y disparó.
Miles retrocedió hacia el tubo elevador tan rápido que rebotó en la otra pared. Extendió las manos hacia la escalerilla de seguridad en el costado del tubo y empezó a asir peldaños más rápido de lo que el campo antigrav podía elevarlo. Contrajo los músculos faciales, lleno de picotazos por el nimbo del rayo disruptor. Los zapatos del hombre, advirtió Miles, eran botas del servicio barrayarés.
—¡Quinn! —aulló de nuevo por el comunicador de muñeca.
El siguiente nivel daba a un pasillo sin pistoleros. Las tres primeras puertas que probó estaban cerradas. La cuarta cedió; daba a una oficina profusamente iluminada, al parecer desierta. Al echarle un rápido vistazo Miles captó un ligero movimiento en las sombras, bajo una consola. Se agachó para encontrarse con dos mujeres vestidas con el mono azul de técnicos de la Autoridad de Mareas. Una chilló y se cubrió los ojos; la segunda la abrazó y miró desafiante a Miles, que trató de sonreír amistosamente.
—Ah… hola.
—¿Quiénes son ustedes? —dijo la segunda mujer con mala cara.
—Oh, no estoy con ellos. Son, um… asesinos contratados —una descripción justa, después de todo—. No se preocupen, no van por ustedes. ¿Han llamado ya a la policía?
Ella negó con la cabeza, muda.
—Les sugiero que lo hagan inmediatamente. Ah… ¿me han visto antes?
Ella asintió.
—¿Por qué camino tomé?
Ella retrocedió, aterrorizada, creyéndose acorralada por un psicópata. Miles se encogió de hombros y se acercó a la puerta.
—¡Llame a la policía! —ordenó. El leve pitido de las teclas de una comuconsola al ser pulsadas le siguió pasillo abajo.
Mark no estaba en aquel nivel. El campo gravitatorio del tubo elevador había sido desconectado; la barra de seguridad automática estaba extendida sobre la abertura y el brillo rojo de la luz de advertencia inundaba el pasillo. Miles asomó con cuidado la cabeza, para encontrarse con otra cabeza que le miraba desde en el nivel inferior; se retiró cuando un disruptor neural chispeó.
Un balcón corría por la parte exterior de la torre. Miles atravesó la puerta y miró en derredor, y hacia arriba. Sólo había un piso más. Su balcón era fácilmente alcanzable con un garfio. Sonrió, sacó el carrete y lo lanzó; consiguió enganchar firmemente el garfio en la balaustrada al primer intento. Tragó saliva. Un breve oscilar sobre la torre, el dique y el rugiente mar cuarenta metros más abajo, y se encontró en el siguiente balcón.
Se acercó de puntillas a la puerta de cristal y comprobó el pasillo. Mark estaba agachado, recortado por la luz roja, cerca de la entrada del tubo ascensor, con el aturdidor en la mano. La forma (inconsciente, esperaba Miles) de un hombre con mono de técnico yacía tendida en el suelo.
—¿Mark? —llamó Miles en voz baja, y retrocedió. Mark se dio la vuelta y lanzó una descarga en su dirección. Miles se apretujó contra la pared—. Coopera conmigo y te sacaré vivo de ésta. ¿Dónde está Ivan?
El recordatorio de que Mark aún tenía un as en la manga tuvo el esperado efecto tranquilizador. No volvió a disparar.
—Sácame de ésta y te diré dónde está —replicó.
Miles sonrió en la oscuridad.
—Muy bien. Voy a acercarme.
Atravesó la puerta y se reunió con su imagen, deteniéndose sólo para comprobar el pulso en el cuello del hombre tendido. Estaba vivo, menos mal.
—¿Cómo vas a sacarme de ésta? —exigió Mark.
—Bueno, ésa es la parte difícil —admitió Miles. Se detuvo a escuchar. Alguien trataba de subir por la escalerilla del tubo elevador; todavía no estaba cerca de su nivel—. La policía viene de camino y, cuando llegue, espero que los barrayareses se marchen a toda prisa. No querrán ser capturados en un embarazoso incidente interplanetario que el embajador tendría que explicar a las autoridades locales. La operación de esta noche ya está fuera de control porque la gente los ha visto. Destang hará que rueden sus cabezas por la mañana.
—¿La policía? —Mark apretó con más fuerza su aturdidor; el miedo luchó por abrirse paso en su rostro.
—Sí. Podríamos intentar jugar al escondite en esta torre hasta que la policía llegue. O podríamos subir al tejado y hacer que el vehículo aéreo dendarii nos recoja ahora mismo. Sé lo que prefiero yo. ¿Y tú?
—Entonces sería tu prisionero —susurró Mark, lleno de furia y miedo—. Muerto ahora, muerto después, ¿cuál es la diferencia? Sé qué utilidad le darías a un clon tuyo.
Miles advirtió que Mark volvía a verse a sí mismo como un banco de partes corporales ambulante. Suspiró. Miró su crono.
—Según el horario de Galen, me quedan once minutos para encontrar a Ivan.
Una mirada astuta se apoderó del rostro de Mark.
—Ivan no está arriba. Está abajo. Por donde hemos venido.
—¿Sí? —Miles se arriesgó a echar una ojeada al tubo elevador. El escalador había salido por otra planta. Los cazadores eran concienzudos en su búsqueda. Para cuando llegaran allí, estarían bastante seguros de su presa.
Miles aún llevaba el arnés deslizador. Muy tranquilamente, cuidando de que no sonara, extendió la mano, enganchó el garfio a la barra de seguridad y lo probó.
—Así que quieres bajar, ¿no? Puedo arreglarlo. Pero será mejor que tengas razón en lo de Ivan. Porque si muere te diseccionaré personalmente. Corazón e hígado, filetes y chuletas.
Miles se agachó, comprobó el arnés, fijó las coordenadas de giro y parada del carrete y se situó bajo la barra, dispuesto a lanzarse.
—Sube.
—¿Para mí no hay correa de seguridad?
Miles miró por encima del hombre y sonrió.
—Rebotas mejor que yo.
Con aspecto dubitativo, Mark se guardó el aturdidor en el cinturón, se acercó a Miles y, torpemente, rodeó con brazos y piernas su cuerpo.
—Será mejor que te agarres con más fuerza. La deceleración al fondo va a ser grande. Y no grites al bajar. Llamaría la atención.
La presa de Mark se tensó convulsivamente. Miles comprobó una vez más que no había compañía no deseada (el tubo seguía vacío), y se lanzó.
El doble peso ganó impulso de forma aterradora. Cayeron a plomo en silencio cuatro pisos; Miles se notaba el estómago flotando cerca de las muelas y los costados del tubo elevador eran una mancha de color… Entonces el carrete comenzó a gemir, resistiendo su giro. Las correas mordieron y Mark empezó a soltarse. Miles extendió la mano para sujetarlo por la muñeca. Se detuvieron un centímetro o dos por encima del suelo del tubo, de vuelta al vientre de la montaña de sintarmigón. A Miles le zumbaban los oídos.
El ruido del descenso le había parecido estentóreo, pero ninguna cabeza sorprendida asomó por las aberturas de arriba, ningún arma chisporroteó. Miles y Mark salieron de la línea de visión del tubo al pequeño vestíbulo situado detrás del pasillo interno. Miles pulsó el control para liberar el garfio y dejar que el carrete se rebobinara; el hilo no hizo ningún ruido al caer, pero el garfio chasqueó al golpear el suelo y Miles dio un respingo.
—Por allí —Mark señaló a la derecha. Corrieron pasillo abajo, uno al lado del otro. Una profunda vibración empezó a ahogar otros sonidos más ligeros. La estación de bombeo que parpadeaba y zumbaba cuando Miles pasó por primera vez por allí estaba ahora en pleno funcionamiento para elevar el agua del Támesis hasta el nivel de la marea alta a través de tuberías ocultas. La siguiente estación, anteriormente oscura y silenciosa, estaba ahora iluminada, preparada para entrar en acción.
Mark se detuvo.
—Aquí.
—¿Dónde?
Mark señaló.
—Cada cámara de bombeo tiene una compuerta de acceso, para limpieza y reparaciones. Lo pusimos ahí dentro.
Miles maldijo.
La cámara de bombeo tenía el tamaño de un armario grande. Sellada, sería oscura, fría, viscosa, apestosa y completamente silenciosa. Hasta que el impulso del agua, tamborileando con inmensa fuerza, la inundara para convertirla en una cámara de muerte. La inundara para llenar los oídos, la nariz, los ojos oscuros; la inundara para llenar la cámara hasta arriba, arriba, ni un pequeño bolsillo de aire para una boca frenética; la inundara para retorcer y golpear el cuerpo incesantemente, haciéndolo chocar contra las gruesas paredes hasta que la cara quedara aplastada sin posibilidad de reconocimiento, hasta que, con la marea, las hediondas aguas se retiraran, dejando… nada de valor. Un obstáculo en la línea.
—Tú… —jadeó Miles, mirando a Mark—. ¿Te prestaste a este…?
Mark se frotó las palmas, nervioso, y retrocedió.
—Estás aquí… te he traído —empezó a decir, quejumbroso—. Dije que lo haría…
—¿No es un castigo demasiado severo para un hombre que nunca te ha hecho otro daño que roncar y no dejarte dormir? ¡Ah!
Miles se volvió, la espalda rígida de disgusto, y empezó a golpear los controles de cierre de la compuerta.
El último paso era manual, girar la barra que la liberaba. Cuando Miles empujó la pesada puerta hacia dentro, una alarma empezó a sonar.
—¿Ivan?
—¡Ah! —el grito que surgió del interior era casi mudo.
Miles se introdujo hasta los hombros, la linterna en la mano. La compuerta estaba cerca de la parte superior de la cámara; se encontró mirando la mancha blanca del rostro de Ivan, medio metro por debajo de él.
—¡Tú! —exclamó Ivan con voz asqueada mientras resbalaba en el fango.
—No, él no —corrigió Miles—. Yo.
—¿Eh? —la cara de Ivan estaba arrugada, agotada, casi más allá de cualquier pensamiento coherente. Miles había visto esa misma expresión en hombres que habían pasado demasiado tiempo en combate.
Miles lanzó su oportuno arnés (se estremeció, recordando que casi había decidido no incluirlo cuando preparaba las cosas a bordo de la
Triumph
) y agarró el carrete.
—¿Listo para subir?
Los labios de Ivan se movieron en un murmullo, pero se pasó el arnés por los brazos. Miles golpeó el control del carrete e Ivan voló. Lo ayudó a salir por la compuerta. Ivan se incorporó, las piernas separadas, las manos en las rodillas, jadeando pesadamente. Llevaba el uniforme verde empapado, arrugado y sucio. Sus manos parecían carne de perro. Debía de haber golpeado y arañado, escarbado y gritado en la oscuridad, ahogado y sin que lo oyera nadie…
Miles volvió a cerrar la compuerta. Chasqueó con sonoridad. Giró la barra manual de cierre. La alarma dejó de sonar. Los circuitos de seguridad volvieron a conectarse, la bomba inmediatamente empezó a trabajar. Ningún ruido penetraba desde la cámara de bombeo, aparte de un monstruoso siseo subliminal. Ivan se sentó pesadamente y hundió la cara entre las rodillas.
Miles se arrodilló junto a él, preocupado. Su primo alzó la cabeza y consiguió esbozar una sonrisa enferma.
—Creo que voy a hacer de la claustrofobia una afición a partir de ahora…
Miles le devolvió la sonrisa y le dio una palmada en el hombro. Se levantó y se volvió. Mark no estaba por ninguna parte.
Escupió y se llevó el comunicador de muñeca a los labios.
—¿Quinn? ¡Quinn!
Salió al corredor, miró arriba y abajo, escuchó con atención. El levísimo eco de unos pasos se perdía en la distancia, en la dirección opuesta a la torre de vigilancia repleta de barrayareses.
—Pequeño mierda —murmuró Miles—. Al diablo con él —llamó a la patrulla aérea—. ¿Sargento Nim? Aquí Naismith.
—Sí, señor.
—He perdido contacto con la comandante Quinn. Mire a ver si logra recogerla. Si no, empiece a buscarla. La vi por última vez yendo a pie dentro de la barrera, a medio camino entre la Torre Seis y la Siete, en dirección sur.
—Sí, señor.
Miles se volvió y ayudó a Ivan a ponerse en pie.
—¿Puedes andar? —preguntó ansioso.
—Sí… claro —Ivan parpadeó—. Sólo estoy un poco…
Echaron a andar pasillo abajo. Ivan se tambaleó un tanto, apoyado en Miles; luego caminó con paso más firme.
—No sabía que mi cuerpo pudiera bombear tanta adrenalina. O durante tanto tiempo. Horas y horas… ¿Cuánto tiempo he estado ahí dentro?
Miles miró su crono.
—Menos de dos horas.
—Mm. Me ha parecido mucho más —Ivan recuperaba el equilibrio—. ¿Adónde vamos? ¿Por qué llevas tu traje de Naismith? ¿Está bien milady? No la cogieron a ella, ¿no?
—No, Galen sólo te cogió a ti. Esto es una operación dendarii independiente. Destang me ordenó quedarme a bordo de la
Triumph
mientras sus matones trataban de eliminar a mi doble. Para que no hubiera confusiones.
—Sí, bueno, tiene sentido. De esa forma, sabrán que pueden disparar a cualquier tipo bajito que vean. —Ivan volvió a parpadear—.
Miles
…
—Eso es —dijo Miles—. Por eso vamos hacia allí y no hacia allá.
—¿Debería caminar más rápido?
—Estaría bien, si eres capaz.
Avivaron el paso.