—¿Por qué has bajado a tierra? —preguntó Ivan después de un minuto o dos—. No me digas que aún intentas salvarle el pellejo a esa desgraciada copia tuya.
—Galen me mandó una invitación grabada en tu pellejo. No tengo demasiados parientes, Ivan. Para mí son de un valor incalculable. Aunque sólo sea por su rareza, ¿eh?
Intercambiaron una mirada. Ivan se aclaró la garganta.
—Bien. Vale. Pero te puedes buscar un lío, tratando de desafiar a Destang. Dime… si ese escuadrón de asalto está tan cerca, ¿dónde está Galen? —la alarma nubló su rostro.
—Galen ha muerto —informó Miles brevemente. De hecho pasaban ante la oscura intersección que conducía al saliente donde se encontraba el cadáver.
—¿Sí? Me alegra oírlo. ¿Quién hizo los honores? Quiero besarle la mano.
—Creo que tendrás la oportunidad dentro de un instante.
El rápido tableteo de unas pisadas, como de una persona con las piernas cortas, era apenas audible al otro lado de la curva del pasillo. Miles desenfundó el aturdidor.
—Y esta vez no tengo que discutir con él. Tal vez Quinn lo haya hecho correr en esta dirección —añadió esperanzado. Estaba muy preocupado por Quinn.
Mark dobló la curva y se detuvo ante ellos con un grito agónico. Se volvió, dio un paso, se detuvo, se volvió de nuevo como un animal enjaulado. La parte derecha de su cara era una veta roja, tenía la oreja llena de ampollas blancuzcas y el hedor de pelo quemado flotaba levemente en el aire.
—¿Y ahora qué? —preguntó Miles.
La voz de Mark era aguda y forzada.
—¡Hay unos lunáticos pintados que me persiguen con pistolas de plasma! Se han apoderado de la siguiente torre de vigilancia…
—¿Has visto a Quinn por alguna parte?
—No.
—Miles —dijo Ivan, aturdido—, los nuestros no llevarían arcos de plasma en una misión antipersonal de estas características, ¿no? No en una instalación vital como ésta… no querrían arriesgarse a dañar la maquinaria…
—¿Pintados? ¿De qué manera? —instó Miles—. No será por casualidad como una máscara de ópera china, ¿verdad?
—No sé cómo es una máscara de ópera china —jadeó Mark—. Pero ellos… bueno, uno va pintado de oreja a oreja.
—El ghem-comandante, sin duda —suspiró Miles—. De caza formal. Parece que han subido la apuesta.
—¿Cetagandanos? —dijo Ivan bruscamente.
—Sus refuerzos habrán llegado por fin. Habrán seguido mi pista en el espaciopuerto. ¡Oh, Dios… y Quinn fue por allí!
También Miles dio una vuelta sobre sí mismo y se tragó el pánico para devolverlo a donde pertenecía, a la boca del estómago. No debía permitir que le alcanzara el cerebro.
—Relájate, Mark. No quieren matarte a ti.
—¡Y un cuerno que no! ¡Gritó «Ahí está», y trató de volarme la cabeza!
Miles sonrió malicioso.
—No, no —canturreó tranquilizador—. Es un simple caso de confusión de identidades. Esa gente quiere matarme a mí… al almirante Naismith. Son los que están al otro lado del túnel los que quieren matarte a ti. Naturalmente —añadió jovial—, ninguno de ellos nos distingue.
Ivan farfulló entre dientes.
—Por aquí —indicó Miles, y echó a correr. Giró en la intersección y se detuvo ante la compuerta de acceso. Ivan y Mark galopaban detrás.
Miles se puso de puntillas y apretó los dientes. Según el indicador, la marea se había alzado ya por encima de la escotilla. Esa salida estaba sellada por el mar.
Miles abrió el canal de su comunicador de muñeca.
—¡Nim! —llamó.
—¡Señor!
—Hay un escuadrón encubierto cetagandano en la Torre Siete. Fuerza desconocida, pero tienen arcos de plasma.
—Sí, señor —respondió sin aliento Nim—. Acabamos de encontrarlos.
—¿Dónde están y qué ven?
—Tengo a un par de soldados ante cada una de las tres entradas a las torres, con un refuerzo en los matorrales de la zona de aparcamiento. Los… ¿cetagandanos dice usted, señor?, dispararon algunos arcos de plasma en el corredor principal cuando tratábamos de entrar.
—¿Algún herido?
—Todavía no. Estamos en el suelo.
—¿Algún rastro de la comandante Quinn?
—No, señor.
—¿Puede localizar su comunicador de muñeca?
—Está en alguna parte de los niveles inferiores de esta torre. No responde y no se mueve.
¿Aturdida? ¿Muerta? ¿Llevaba todavía puesto el comunicador? No había forma de saberlo.
—Muy bien —Miles tomó aliento—, haga una llamada anónima a la policía local. Dígales que hay hombres armados en la Torre Siete… tal vez saboteadores tratando de volar la Barrera. Sea convincente, trate de parecer asustado.
—No habrá problema, señor —respondió Nim.
Miles se preguntó cómo habría peinado a Nim el rayo de plasma.
—Hasta que lleguen los polis, mantenga a los cetagandanos dentro de la torre. Aturda a todo el que intente salir. Los locales ya los distinguirán más tarde. Ponga a un par de oteadores en la Torre Ocho para bloquear esa salida; que avancen hacia el norte y hagan retroceder a los cetagandanos si tratan de salir por el sur. Pero creo que se dirigirán al norte —cubrió el comunicador con la mano y le comentó a Mark—: persiguiéndote.
Retiró la mano y continuó hablando con Nim.
—En cuanto llegue la policía, repliéguense. Evite contacto con ellos. Pero si son acorralados, ríndanse. Somos los buenos. Es a esos desagradables extranjeros de la torre con los arcos de plasma ilegales a quienes deberían perseguir. Nosotros sólo somos turistas que advirtieron algo raro mientras daban un paseo nocturno. ¿Entendido?
La voz de Nim era un poco forzada.
—Entendido, señor.
—Mantenga un observador a la vista en la Torre Seis. Informe cuando llegue la policía. Naismith fuera.
—Comprendido, señor. Nim fuera.
Mark soltó un gemido ahogado y se abalanzó adelante para agarrar a Miles por la chaqueta.
—Idiota, ¿qué estás haciendo? Llama otra vez a los dendarii… ¡ordénales que limpien de cetagandanos la Torre Seis! O lo haré yo.
Hizo ademán de agarrar a Miles por la muñeca, pero éste lo mantuvo a raya y le puso la mano izquierda a la espalda.
—¡Eh! Cálmate ya. Nada me gustaría más que jugar al tiro al blanco con los cetagandanos, sobre todo cuando los superamos en número… pero llevan arcos de plasma. Los arcos de plasma tienen un alcance tres veces superior al de los aturdidores. No le pido a mi gente que afronte una desventaja práctica como ésa si no es imperioso.
—Si esos hijos de puta te pillan, te matarán. ¿Tiene que ser mucho más imperioso?
—Pero Miles —dijo Ivan, mirando pasillo arriba y abajo, dubitativo—, ¿no nos has atrapado en el centro de un movimiento de pinza?
—No —sonrió Miles, alborozado—. No mientras tengamos un manto de invisibilidad. ¡Vamos!
Volvió corriendo hasta la intersección en forma de T y giró a la derecha, hacia la Torre Seis en poder de los barrayareses.
—¡No! —ladró Mark—. ¡Los barrayareses quizá te maten a ti por accidente, pero me matarán a mí a propósito!
Miles miró por encima del hombro.
—Los de ahí atrás nos matarán a ambos sólo para asegurarse. La operación de Dagoola dejó a los cetagandanos más fastidiados con el almirante Naismith de lo que pareces comprender. Vamos.
Reacio, Mark lo siguió. Ivan protegía la retaguardia.
El corazón de Miles redoblaba. Deseaba sentirse la mitad de confiado de lo que sugería su sonrisa. Pero no podía permitir que Mark notara sus dudas. Un par de cientos de metros de sintarmigón pelado quedaron atrás mientras corría de puntillas, tratando de hacer el menor ruido posible. Si los barrayareses ya habían llegado hasta esa parte del túnel…
Llegaron a la última estación de bombeo, y seguía sin haber rastro del problema letal que les esperaba delante. O detrás.
Aquella estación se encontraba otra vez tranquila. Faltaban doce horas para la siguiente marea alta. Si ninguna avalancha insospechada llegaba corriente abajo, debería permanecer desconectada hasta entonces. Con todo, Miles no quería dejar las cosas al azar, y por la forma en que Ivan se movía de un lado a otro, observándolo con creciente alarma, sería mejor que ofreciera alguna garantía.
Empezó a examinar los paneles de control; destapó uno para echar un vistazo a su interior. Por fortuna, era mucho más sencillo que, por ejemplo, el nexo de control de la cámara de propulsión de una nave de salto. Un cortecito aquí, otro allá, desmontaría esta bomba sin encender nada en la torre de vigilancia. Esperaba. Nadie de la torre presta demasiada atención a las pantallas en aquellos momentos. Miles miró a Mark.
—Necesito mi cuchillo, por favor.
A regañadientes, Mark le tendió la antigua daga y, a una mirada de Miles, también la vaina. Miles usó la punta para pelar los alambres finos como cabellos. Su suposición sobre cuáles eran resultó acertada; trató de fingir que lo sabía de antemano. No devolvió el cuchillo cuando terminó.
Se acercó a la compuerta de la cámara de bombeo y la abrió. Esta vez no sonó ninguna alarma. Su garfio gravítico se aferró al instante a la lisa superficie interna. El último problema era aquella maldita barra de cierre manual. Si algún inocente, o no tan inocente, pasaba por delante y le daba un tiento… ah, no. El mismo modelo de palanca tensora de campo, aliada del garfio gravítico, que Quinn había utilizado antes funcionó aquí. Miles suspiró aliviado. Regresó al panel de control del pasillo y dio un golpecito a la microcámara tras situarla al final de una fila de diales. No se notaba nada.
Señaló la compuerta abierta de la cámara de bombeo, como invitándolos a meterse en un ataúd.
—Muy bien. Todo el mundo adentro.
Ivan se puso blanco.
—Oh, Dios. Temía que fuera eso lo que tenías en mente —Mark no parecía mucho más entusiasmado que Ivan.
Miles bajó la voz, suavemente persuasivo.
—Mira, Ivan, no puedo obligarte. Sigue pasillo arriba y corre el riesgo de que tu uniforme impida que alguien te fría el cerebro por reflejo nervioso, si quieres. En caso de que sobrevivas al encuentro con la escuadra de asalto de Destang, te arrestará la policía local, aunque probablemente no será fatal. Pero preferiría que te quedaras conmigo —bajó la voz aún más— y no me dejaras a solas con él.
Ivan parpadeó.
—Oh.
Como Miles esperaba, esta petición de ayuda fue más efectiva que la lógica, las demandas o las exigencias.
—Mira, es como estar en una sala de tácticas —añadió.
—¡Es como estar en una trampa!
—¿No has estado nunca en una sala de tácticas cuando se va la luz? Son trampas. Toda sensación de mando y control es una ilusión. Preferiría encontrarme en el campo de batalla —sonrió, e indicó a su doble con la cabeza—. Además, ¿no crees que Mark merece la oportunidad de compartir tu experiencia?
—Dicho así, tiene cierto atractivo —gruñó Ivan.
Miles bajó el primero a la cámara de bombeo. Creyó oír pasos lejanos en el pasillo. Mark parecía querer salir disparado, pero con Ivan jadeándole al oído tenía pocas posibilidades. Finalmente Ivan, tras tragar saliva, bajó junto a ellos. Miles encendió la linterna. Ivan, el único que era lo bastante alto, cerró la pesada compuerta. El silencio fue sepulcral durante un instante, a excepción de su respiración, mientras permanecían agachados rodilla contra rodilla.
Las manos hinchadas y enrojecidas de Ivan se abrían y se cerraban, pegajosas por el sudor y la sangre.
—Al menos sabemos que no nos oyen.
—Es acogedor —gruñó Miles—. Reza para que nuestros perseguidores sean tan estúpidos como lo fui yo. Pasé por aquí delante dos veces.
Abrió la caja del escáner y colocó el receptor para proyectar la visión norte-sur del pasillo aún vacío. Advirtió que había una leve corriente en la cámara. Cualquier otra cosa anunciaría una riada de agua a través de las tuberías, y sería hora de salir corriendo, con cetagandanos o sin cetagandanos.
—¿Y ahora qué? —dijo Mark con un hilo de voz. Parecía sentirse realmente atrapado, emparedado entre los dos barrayareses.
Con falso aire de tranquilidad, Miles se apoyó contra la pared húmeda y resbaladiza.
—Ahora esperamos. Igual que en una sala de tácticas. Pasas mucho tiempo esperando en una sala de tácticas. Si tienes imaginación, es… un puro infierno —pulsó el comunicador de muñeca—. ¿Nim?
—Sí, señor. Estaba a punto de llamarlo —la voz entrecortada de Nim indicaba que estaba corriendo, o tal vez reptando—. Un vehículo aéreo de la policía acaba de aterrizar en la Torre Siete. Nos retiramos a través del paseo del parque tras la Barrera. El observador informa que los policías acaban de entrar también en la Torre Seis.
—¿Hay alguna novedad sobre el comunicador de muñeca de Quinn?
—Todavía no se ha movido, señor.
—¿Ha establecido alguien ya contacto con el capitán Galeni?
—No, señor. ¿No estaba con usted?
—Se marchó aproximadamente al mismo tiempo en que perdí a Quinn. Lo vi por última vez fuera de la Barrera, aproximadamente en la zona central. Lo envié a buscar otra entrada. Ah… informe inmediatamente si alguien lo localiza.
—Sí, señor.
Maldición, otra preocupación más. ¿Había tenido Galeni problemas con los cetagandanos, los barrayareses o los policías locales? ¿Lo había traicionado su propio estado mental? Miles deseó haber retenido a Galeni a su lado tan apasionadamente como deseaba haber retenido a Quinn. Pero entonces aún no habían encontrado a Ivan: difícilmente podría haber hecho otra cosa. Se sentía como un hombre que intentaba montar un rompecabezas de piezas vivas que se movía y mudaba de forma a intervalos aleatorios con risitas maliciosas. Cambió de expresión. Mark le miraba nervioso; Ivan estaba acurrucado, sin prestar demasiada atención a nada, enzarzado por la forma en que se mordía los labios en una lucha interna con su recién adquirida claustrofobia.
Hubo un movimiento en la distorsionada visión de ciento ochenta grados que el escáner ofrecía del pasillo: un hombre avanzaba en silencio por la curvatura desde el extremo sur. Un oteador cetagandano, supuso Miles, aunque civil. Sostenía en la mano un aturdidor, no un arco de plasma… aparentemente los cetagandanos estaban al corriente de que la policía había entrado en escena con fuerzas demasiado numerosas para ser silenciadas con un conveniente asesinato, y se proponían minimizar la situación o, al menos, quitarle importancia. El cetagandano escrutó el pasillo unos cuantos metros más, luego desapareció por donde había venido.