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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (39 page)

BOOK: Hermanos de armas
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—Para ti es fácil decirlo —se quejó Mark rencoroso—. Tienes inmunidad diplomática.

Miles lo miró, resistiendo una inspiración salvaje. Con un dedo acarició el bolsillo interno de su chaqueta gris.

—Mark —susurró—, ¿qué te parecería ganar esa nota de crédito de cien mil dólares betanos?

—No hay ninguna nota de crédito.

—Eso es lo que dijo Ser Galen. Podrías reflexionar sobre en qué otras cosas se ha equivocado esta noche —Miles alzó la cabeza para comprobar qué efecto tenía sobre Galeni la mención del nombre de su padre. Un efecto tranquilizador, al parecer; parte de la expresión reservada y abstraída regresó a sus ojos—. Capitán Galeni. ¿Están conscientes esos dos cetagandanos, o se les puede hacer recuperar el sentido?

—Al menos uno lo está. Tal vez ambos. ¿Por qué?

—Testigos. Dos testigos. Ideal.

—Pensaba que toda la gracia de escapar en vez de rendirnos era evitar los testigos —se quejó Ivan.

—Creo que será mejor que yo sea el almirante Naismith —le ignoró Miles—. No es por ofender, Mark, pero no se te da bien el acento betano. No rematas las erres finales con la suficiente dureza. Además, has practicado más a lord Vorkosigan.

Galeni alzó las cejas cuando captó la idea. Asintió pensativo, aunque su rostro, cuando se volvió a mirar a Mark, fue lo suficientemente críptico para que el clon diera un respingo.

—Muy bien. Nos debe esa cooperación, creo. —Y añadió, en voz aún más baja—: Me la debe.

Aquél no era el momento para señalar cuánto le debía Galeni a Mark a cambio, aunque una breve mirada a los ojos convenció a Miles de que Galeni, al menos, era perfectamente consciente del flujo biunívoco de esa sombría deuda. Pero Galeni no desperdiciaría esta oportunidad.

Seguro de su alianza, el almirante Naismith dijo:

—Al túnel, pues. Guíenos, capitán.

Cuando salieron del tubo elevador del paso de peatones subterráneo vieron el vehículo de tierra cetagandano aparcado en una zona de sombras, bajo un árbol, a unos cuantos metros a su izquierda. Seguía sin haber vigilancia policial en esta zona; Galeni les había informado de la presencia de una pareja en la zona del parque, aunque no se habían arriesgado a volver a comprobar ese hecho. Deslizarse por los túneles ya había sido bastante peligroso, y habían esquivado por los pelos a unos artificieros de la policía.

El gran platanar ocultaba el vehículo de la mayoría de las tiendas (cerradas a esta hora) y apartamentos que ocupaban el otro lado de la estrecha calle. Miles esperaba que ningún insomne asomado a una ventana hubiera sido testigo del encuentro de Galeni. La autopista que se alzaba por encima y por detrás de ellos estaba protegida por un muro. Miles seguía sintiéndose al descubierto.

El vehículo de tierra no llevaba ninguna identificación de la embajada, ni tenía otros rasgos característicos que llamaran la atención; neutro, ni viejo ni nuevo, un poco sucio. Decididamente, operaciones encubiertas. Miles alzó las cejas y silbó débilmente al ver las muescas recientes del costado, aproximadamente del tamaño de un hombre, y la sangre que manchaba el pavimento. Con la oscuridad, afortunadamente, el color rojo no destacaba demasiado.

—¿No fue un poco ruidoso? —le preguntó a Galeni, señalando los golpes.

—¿Mm? En realidad no. Golpes secos. Ninguno gritó.

Galeni, tras echar una rápida ojeada arriba y abajo de la calle y hacer una pausa para que un coche solitario pasara de largo, alzó la burbuja de espejo.

Había dos formas acurrucadas en el asiento trasero, atadas con su propio equipo. El teniente Tabor, de civil, parpadeó amordazado. El hombre con la cara pintada de azul estaba desplomado junto a él. Miles comprobó su estado alzándole un párpado y descubrió que seguía inconsciente. Rebuscó en la guantera un equipo médico. Mark se sentó junto a Tabor y Galeni emparedó a sus prisioneros desde el otro lado. A un toque de Ivan, la burbuja se cerró con un suspiro, cubriéndolos a todos. Siete eran multitud.

Miles se estiró desde el asiento trasero y descargó un hispospray de sinergina, primeros auxilios para el trauma, contra el cuello del capitán de centuria. Le haría recuperar el sentido y, desde luego, no le causaría ningún daño. En ese peculiarísimo instante, la vida y salud de los presuntos asesinos de Miles eran un tesoro precioso. Tras pensárselo bien, Miles le administró a Elli una dosis también. Ella emitió un gemido alentador.

El vehículo de tierra se alzó y avanzó. Miles suspiró aliviado cuando dejaron la costa atrás y se internaron en el laberinto de la ciudad. Pulsó su comunicador de muñeca y dijo con su más claro acento betano:

—¿Nim?

—Sí, señor.

—Localice mi comunicador. Síganos. Aquí hemos acabado.

—Le tenemos, señor.

—Naismith fuera.

Apoyó la cabeza de Elli en su regazo y se volvió para observar a Tabor en el asiento trasero. El cetagandano no paraba de mirar a Miles y a Mark, sentado a su lado.

—Hola, Tabor —dijo Mark, cuidadosamente aleccionado, con su mejor acento de Vor barrayarés. ¿De verdad sonaba tan remilgado?—. ¿Cómo está su bonsái?

Tabor retrocedió un poco. El capitán de centuria se agitó y trató de enfocar la vista. Lo intentó un poco más, descubrió sus ligaduras y se quedó quieto… no se relajaba, pero tampoco malgastaba energías en un esfuerzo fútil.

Galeni soltó la mordaza de Tabor.

—Lo siento, Tabor. Pero no podrá tener al almirante Naismith. No aquí en la Tierra, por lo menos. Haga correr la voz por su cadena de mando. Está bajo nuestra protección hasta que su flota abandone la órbita. Parte del precio acordado por su ayuda a la embajada de Barrayar para encontrar a los komarreses que secuestraron a algunos miembros de nuestro personal. Así que retírense.

Tabor miró de un lado a otro mientras escupía su mordaza, movía la mandíbula y tragaba saliva.

—¿Están trabajando juntos? —croó.

—Desgraciadamente —gruñó Mark.

—Un mercenario vive de lo que puede —canturreó Miles.

—Cometió un error cuando aceptó un contrato contra nosotros en Dagoola —siseó el capitán de centuria, concentrándose en el almirante.

—Y que lo diga —reconoció Miles alegremente—. Después de que rescatáramos a su maldito ejército, la Resistencia nos la jugó. Nos pagó la mitad de lo prometido. Supongo que a Cetaganda no le gustaría contratarnos para ir a por ellos, ¿eh? ¿No? Por desgracia, no puedo permitirme venganzas personales. En este momento, al menos. O no habría aceptado ser empleado por —mostró los dientes en una sonrisa poco amistosa hacia Mark, que imitó el gesto— estos viejos amigos.

—Así que es usted realmente un clon —jadeó Tabor, contemplando al legendario comandante mercenario—. Pensábamos… —guardó silencio.

—Nosotros lo consideramos suyo, durante años —dijo Mark, en su papel de lord Vorkosigan.

—¡Nuestro! —profirió Tabor en el colmo de su asombro.

—Pero la actual operación ha confirmado su origen komarrés —acabó de decir Mark.

—Hemos llegado a un acuerdo —Miles habló como si le molestara el tono de Mark. Miró a Galeni—. Me cubren hasta que me marche de la Tierra.

—Tenemos un acuerdo —dijo Mark—, mientras nunca vuelvas a acercarte a Barrayar.

—Puedes quedarte con el maldito Barrayar. Yo me quedaré con el resto de la galaxia, gracias.

El capitán de centuria estaba a punto de volver a perder el sentido, pero luchaba por impedirlo cerrando los ojos y respirando de forma controlada. Conmoción cerebral, juzgó Miles. En su regazo, Elli abrió los ojos. Él le acarició los rizos y a Elli se le escapó un femenino eructo. Salvada por la sinergina del habitual vómito posaturdimiento. Se sentó, miró alrededor, vio a Mark, a los cetagandanos, a Ivan, y cerró de golpe la mandíbula para disimular su desorientación. Miles le apretó la mano. «Te lo explicaré más tarde —prometió su sonrisa. Ella lo miró exasperada—. Será mejor.» Alzó la barbilla, dispuesta ante el enemigo incluso en las fauces de su propio asombro.

Ivan volvió la cabeza y preguntó a Galeni:

—¿Qué hacemos con estos cetagandanos, señor? ¿Los tiramos a alguna parte? ¿Desde qué altura?

—Creo que no hay ninguna necesidad de provocar un incidente interplanetario —Galeni hablaba con placer lobuno, como Miles—. ¿La hay, teniente Tabor? ¿O desea que comuniquemos a las autoridades lo que el ghem-camarada intentaba realmente hacerle a la Barrera? ¿No? Eso pensaba. Muy bien. Los dos necesitan tratamiento médico, Ivan. El teniente Tabor se rompió desgraciadamente el brazo, y creo que su, ah, amigo tiene conmoción… entre otras cosas. Usted decide, Tabor. ¿Los dejamos en un hospital o preferiría ser atendido en su propia embajada?

—La embajada —croó Tabor, claramente consciente de las posibles complicaciones legales—. A menos que quiera ser acusado de intento de asesinato —amenazó a su vez.

—Sólo de asalto, sin duda —los ojos de Galeni chispearon.

Tabor sonrió incómodo. Parecía dispuesto a echar a correr de haber espacio.

—Lo que sea. Ninguno de nuestros embajadores se sentirá muy satisfecho.

—Cierto.

Amanecía. El tráfico iba en aumento. Ivan sobrevoló un par de calles antes de divisar una parada desierta de autotaxis en la que no había cola de gente esperando. Aquel barrio estaba lejos del distrito de las embajadas. Galeni, muy solícito, ayudó a bajar a sus pasajeros… pero no lanzó la llave de las esposas del capitán de centuria y Tabor hasta que Ivan empezó a acelerar de nuevo.

—Uno de mis hombres les devolverá el vehículo esta tarde —dijo Galeni mientras se marchaban. Se acomodó en su asiento con una mueca mientras Ivan sellaba la burbuja y añadió, entre dientes—: Después de que lo examinemos.

—¿Creéis que esta charada funcionará? —preguntó Ivan.

—A corto plazo… Convencer a los cetagandanos de que Barrayar no tuvo nada que ver con Dagoola, tal vez sí, tal vez no —suspiró Miles—. Pero en cuanto al principal tema de seguridad… ahí tenéis a dos oficiales leales que jurarán bajo quimiohipnosis que el almirante Naismith y lord Vorkosigan son, sin ninguna duda, dos hombres distintos. Eso valdrá mucho para nosotros.

—¿Opinará igual Destang? —preguntó Ivan.

—Creo que no me importa un maldito comino lo que piense Destang —dijo Galeni, distante, mirando a través de la burbuja.

Miles compartía ese sentimiento. Aunque, claro, todos estaban muy cansados. Pero todos estaban allí. Miró a su alrededor saboreando los rostros: Elli e Ivan, Galeni y Mark; todos vivos, todos habían sobrevivido a la noche.

Casi todos.

—¿Dónde quieres que te deje, Mark? —preguntó Miles. Miró a Galeni con los ojos entornados, esperando una objeción, pero el capitán no puso ninguna. Con la liberación de los cetagandanos, Galeni había perdido el impulso de la subida de adrenalina; parecía seco. Parecía viejo. Miles no le pidió su opinión. «Ten cuidado con lo que pides, tal vez lo consigas.»

—En una estación de tubo —respondió Mark—. Cualquiera.

—Muy bien.

Miles solicitó un mapa a la consola del coche.

—Sube tres calles y avanza dos, Ivan.

Se bajó con Mark cuando el coche se posó sobre la acera, en una zona de descarga.

—Vuelvo dentro de un momento.

Caminaron juntos hasta la entrada del tubo de descenso.

Aquel distrito estaba todavía tranquilo, sólo había unas cuantas personas caminando por la calle, pero no tardaría en ser la hora punta de la mañana.

Miles se desabrochó la chaqueta y sacó la tarjeta codificada. Por la tensa expresión de su rostro, Mark esperaba un disruptor neural, al estilo de Ser Galen, hasta el final. Mark cogió la tarjeta y le dio la vuelta, maravillado y receloso.

—Ahí tienes —dijo Miles—. Si no logras desaparecer de la Tierra con tu pasado y esta fortuna, no podrá hacerlo nadie. Buena suerte.

—Pero… ¿qué quieres de mí?

—Nada. Nada en absoluto. Eres un hombre libre mientras puedas. Desde luego, no informaremos de la, ah, muerte semiaccidental de Galen.

Mark se guardó la nota en el bolsillo de los pantalones.

—Querías más.

—Cuando no puedes conseguir lo que quieres, te quedas con lo que puedes conseguir. Como has descubierto —señaló el bolsillo de Mark. La mano de éste se cerró protectoramente sobre él.

—¿Qué quieres que haga? ¿Qué me tienes preparado? ¿De verdad te tomaste en serio lo de Jackson's Whole? ¿Qué esperas que haga?

—Puedes cogerlo y retirarte a las cúpulas de placer de Marte mientras dure. O pagarte una educación, o dos o tres. O tirarlo en la primera recicladora de desperdicios que encuentres. No soy tu dueño. No soy tu mentor. No soy tus padres. No tengo ninguna expectativa. No tengo ningún deseo.

«Rebélate contra eso… si eres capaz, hermanito…» Miles se encogió de hombros y dio un paso atrás.

Mark entró en el tubo, sin darle la espalda.

—¿POR QUÉ NO? —aulló de pronto, aturdido y furioso.

Miles echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¡Descúbrelo! —gritó.

El campo del tubo lo envolvió y desapareció, tragado por la tierra.

Miles regresó junto a sus amigos.

—¿Ha sido un acto inteligente? —Elli, informada rápidamente por Ivan, parecía preocupada—. ¿Dejarlo ir sin más?

—No sé —suspiró Miles—. «Si no puedes ayudar, no molestes.» No está en mi mano ayudarlo. Galen lo volvió demasiado loco. Soy su obsesión. Sospecho que siempre lo seré. Lo sé todo sobre las obsesiones. Lo mejor que puedo hacer es apartarme de su camino. Con el tiempo, quizá se calme si no tiene que reaccionar contra mí. Con el tiempo tal vez… se salve.

Su propio cansancio le pasó factura. Sintió a Elli cálida a su lado y se alegró mucho, mucho de su presencia. Entonces se acordó, pulsó el comunicador de muñeca y despidió a Nim y su patrulla, enviándolos de vuelta al espaciopuerto.

—Bueno —parpadeó Ivan después de un minuto entero de agotado silencio por parte de todos los presentes—, ¿y ahora adónde? ¿Queréis volver vosotros dos al espaciopuerto también?

—Sí —suspiró Miles—, y huir del planeta… Me temo que la deserción no es práctica. Destang me pillaría tarde o temprano. Será mejor que regresemos a la embajada y presentemos un informe. Verdadero. No hay nada por lo que mentir, ¿no?

—Por lo que a mí respecta, no lo hay —murmuró Galeni—. Pero ya me dan igual los informes falsos. Al final se convierten en historia. Pecado absuelto.

—Sabe que no pretendía que las cosas salieran así —le dijo Miles después de un instante de silencio—. Me refiero a la confrontación de anoche.

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