Historia de dos ciudades (13 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Historia de dos ciudades
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El marqués tomó un polvo de su tabaquera y meneó la cabeza.

—Hemos reivindicado nuestros derechos tanto en los tiempos antiguos como en los modernos de tal manera —observó el sobrino con acento sombrío— que no dudo de que nuestro nombre es uno de los más detestados en Francia.

—Esperémoslo así —dijo el tío.— Si nos detestan, ello es un homenaje involuntario que nos tributan los pequeños.

—No hay un solo rostro —añadió el sobrino— en toda esta comarca, que me mire con deferencia, si no es la deferencia del miedo y de la esclavitud.

—Es un cumplido hacia la grandeza de la familia —dijo el marqués;— grandeza merecida por la nobleza con que la ha sostenido.

El marqués tomó otro polvo y cruzó las piernas. Pero cuando su sobrino apoyó la cabeza en las manos Y los codos sobre la mesa, el rostro de su tío expresó tal rencor que se compadecía muy mal con su indiferencia anterior.

—La represión es la única filosofía de efectos duraderos. La gran deferencia del miedo y de la esclavitud, amigo —dijo el marqués,— conservará a los perros obedientes al látigo mientras este techo —añadió mirando al techo— nos proteja del cielo.

Tal vez ello no sería tan largo como suponía el marqués. De haberse podido ver un cuadro de lo que sería del castillo pocos años después, y como él de otros cincuenta castillos que estaban en las mismas condiciones, apenas habría reconocido su propiedad entre el montón de ruinas medio abrasadas. En cuanto al techo, tal vez habría visto que protegía de un modo insospechado a los que cayeron bajo el plomo de numerosos mosquetes.

—Mientras tanto —dijo el marqués— no tomaré ninguna medida para proteger el honor y la tranquilidad de la familia, ya que no queréis. Pero sin duda estáis fatigado. ¿Damos por terminada nuestra conferencia de la noche?

—Un momento más.

—Una hora si queréis.

—Señor —dijo el sobrino,— hemos obrado mal y ahora recogemos los frutos.

—¿Hemos
obrado mal? —repitió el marqués sonriendo y señalando a su sobrino y a sí mismo.

—Nuestra familia; nuestra noble familia, cuyo honor tanto nos importa a vos y a mí, aunque de un modo distinto. Aun en los tiempos de mi padre, cometíamos grandes desafueros injuriando a cualquier ser humano que se interpusiera entre nosotros y nuestros placeres. ¿Por qué he de hablar del tiempo de mi padre que también era vuestro tiempo? ¿Puedo separar a mi padre de su hermano gemelo de su coheredero y de su sucesor?

—La muerte fue la causante.

—Y me ha dejado —contestó el sobrino— sujeto a un sistema que me parece espantoso, y me hace responsable de él, aunque no me deja corregirlo, tratando de cumplir la última recomendación de mi madre que me rogó ser misericordioso y reparar los males cometidos, pero en vano busco apoyo para llevarlo a cabo.

—Si buscáis mi apoyo, sobrino —le dijo el marqués,— siempre buscaréis en vano, podéis, estar seguro.

Su cara expresaba decisión y crueldad. Tocó a su sobrino en el pecho con la punta del dedo, y como si éste fuese una espada hizo que el joven se estremeciera.

—Moriré, amigo mío, perpetuando el sistema bajo el cual he vivido— dijo.

Tomó otro polvo de rapé y guardó la caja en el bolsillo.

—Es mejor escuchar la voz de la razón. Pero vos, señor Carlos, estáis perdido, lo veo.

—Estas propiedades y Francia están perdidas para mí —dijo tristemente el sobrino.— Renuncio a ellas.

—¿Creéis poder renunciar a las dos? Podéis renunciar a Francia, pero no todavía a las propiedades.

—No tuve intención de reclamar la posesión de estas propiedades. Pero si pasaran mañana a mi poder...

—Lo que tengo, la vanidad de creer improbable.

—O dentro de veinte años...

—Me honráis mucho —dijo el marqués,— pero prefiero esta suposición.

—Las abandonaría para ir a vivir a otra parte y por mis propios medios. No sería renunciar a mucho, porque todo eso, creedme, no es más que un desierto de miseria y de ruina.

—¿Sí?— exclamó el marqués paseando la mirada por la lujosa habitación.

—Aquí no se puede negar que todo resulta agradable para la vista; pero viendo las cosas a la luz del sol, no se ve más que un montón desordenado, un despilfarro horroroso, violencias por todas partes, deudas, opresiones, hambre, desnudez y sufrimiento.

—¿Lo creéis así? —exclamó el marqués.

—Si alguna vez esta propiedad llega a ser mía, la dejaré en manos más competentes para que poco, a poco (y suponiendo que llegue a tiempo) vayan liberando a los pobres vasallos de las cargas que los oprimen y que los han llevado al hambre y a la ruina, a fin de que la siguiente generación tenga que sufrir menos. Pero ya sé que no podré hacerlo, porque pesa una maldición sobre esta tierra y sobre este sistema.

—¿Y de qué viviréis? —preguntó el tío.— Perdonad mi curiosidad, pero me gustaría saber si viviréis a la sombra de vuestra nueva filosofía.

—Viviré como vivirán otros compatriotas, aun los nobles, en los tiempos venideros, es decir, de mi trabajo.

—¿En Inglaterra?

—Sí. El honor de la familia, señor, está a salvo en ese país y en cuanto al nombre de la familia, no ha de sufrir por mí, porque no lo llevo en Inglaterra.

El marqués llamó para ordenar que alumbraran el dormitorio inmediato. Prestó oído para advertir la retirada del criado, y en cuanto hubo salido añadió:

—Parece que Inglaterra es un país muy atractivo para vos y veo que allí habéis prosperado.

—Ya os dije antes, señor, que de mi prosperidad allí debo estaros agradecido. Por lo demás, es mi refugio.

—Los fanfarrones ingleses aseguran que su país es el refugio de muchos. ¿Conocéis a un compatriota que ha buscado refugio allí? Es un doctor.

—Sí.

—¿Que tiene una hija?

—Ya veo que estáis fatigado –dijo el marqués.— Buenas noches.

E inclinando cortésmente la cabeza, sonrió con expresión enigmática que no dejó de llamar la atención de su sobrino.

—Sí —repitió el marqués.— Un doctor con una hija. Sí. Así comienza la nueva filosofía. Pero estáis fatigado. Buenas noches.

Habría sido igual interrogar a los rostros de piedra que adornaban a la fachada que al marqués cuando pronunció estas últimas palabras y el sobrino le dirigió en vano una mirada interrogadora.

—Buenas noches —dijo el tío.— Espero tener el placer de veros nuevamente mañana por la mañana. ¡Descansad bien! ¡Que alumbren a mi señor sobrino y lo conduzcan a su habitación! Y, si queréis, incendiad la cama con mi sobrino en ella —añadió en voz baja.

El marqués empezó a pasear, en su traje de dormir, dispuesto a acostarse en aquella calurosa noche de estío, y mientras andaba con los pies descalzos no producía más ruido que si hubiese sido un tigre; y casi se le habría podido creer un marqués encantado impenitente y maligno, que, periódicamente, se transformaba en tigre, cambio que iba a tener o que ya había tenido lugar en aquellos momentos.

Mientras paseaba recordaba los incidentes de la jornada; a su mente se presentaba nuevamente la puesta del sol, el descenso de la colina, el molino, la cárcel en el despeñadero, el pueblecito en la hondonada, los campesinos en la fuente, el peón caminero que con su gorro azul señalaba la parte inferior del carruaje y también el pobre hombre que con los brazos en alto gritaba: “¡Muerto!”

—Tengo frío —murmuró el señor marqués,— y lo mejor será que me acueste.

Dejó una luz encendida sobre la chimenea, hizo caer entorno de la cama las cortinas de gasa y, al disponerse a dormir, dio un suspiro que alteró el absoluto silencio de la noche.

Durante tres largas horas los rostros de piedra de la fachada estuvieron mirando la noche; durante aquellas mismas horas los caballos en las cuadras manoteaban ante sus pesebres, ladraron los perros y el búho profirió un sonido muy distinto del que le prestan los poetas.

Por espacio de tres horas los rostros de piedra de hombres y leones, miraron ciegos a la noche. La obscuridad más completa envolvía el paisaje y no se habría podido distinguir una de otra las tumbas del cementerio, cubiertas por la hierba. En la aldea los contribuyentes y los cobradores de contribuciones dormían profundamente. Tal vez soñaban en banquetes, como les suele ocurrir a los que sufren hambre, o bien, que vivían cómoda y tranquilamente, como sueñan los esclavos y los bueyes uncidos al yugo.

Corría el agua de la fuente del pueblo, así como la fuente del castillo, sin que nadie la viera o la oyera, perdiéndose a lo lejos como se pierden los minutos que manan de la fuente del Tiempo. Luego las aguas de ambas fuentes empezaron a ser débilmente visibles y se abrieron los ojos de las caras de piedra de la fachada del castillo.

La luz aumentaba por momentos, hasta que apareció el sol, alumbrando las copas de los árboles y la cima de la colina, y a su luz el agua de las fuentes parecía sangre y se tiñeron de rojo las mejillas de los rostros de piedra. Empezó el canto de los pájaros y uno de ellos fue a entonar su canción en el alféizar de la ventana del marqués. Al oírlo el rostro de piedra más cercano, pareció quedarse asombrado y con la boca abierta por el pasmo, miró.

El sol ya estaba en el cielo, y empezó el movimiento en la aldea. Se abrieron las ventanas, se quitaron las trancas de las puertas y salieron los moradores, estremeciéndose al recibir el fresco aire de la mañana. Y empezó el trabajo diario; algunos se encaminaron a la fuente, otros a los campos a cavar; otros se ocuparon en el mísero ganado y llevaron a las flacas vacas a apacentarse en el mísero alimento que podían hallar a lo largo del camino. En la iglesia estaban dos o tres personas arrodilladas ante la Cruz, en tanto que fuera esperaba una vaca a que su amo terminara las oraciones, tratando de hallar el desayuno entre las hierbas que tenía a sus pies.

El castillo despertó más tarde, cual correspondía a su jerarquía, pero lo hizo de un modo gradual y seguro. Primero el sol tiñó de rojo las armas de caza que colgaban de las paredes y luego brillaron los filos de acero a la luz del sol matinal; se abrieron puertas y ventanas, los caballos en sus cuadras empezaron a mirar por encima del hombro al advertir la luz del nuevo día; brillaron y se agitaron las hojas de los árboles ante las ventanas enrejadas y tiraron los perros de sus cadenas impacientes por recobrar la libertad.

Todos esos incidentes triviales pertenecían a la rutina de la vida y a la vuelta de cada mañana. Pero en cambio, ya no era acostumbrado el repicar de la campana del castillo, ni las carreras que dieron los criados por las escaleras y por las terrazas, así como tampoco la prisa con que se ensillaron algunos caballos. No se sabe cómo pudo el peón caminero enterarse de todo eso, cuando se disponía a empezar su trabajo en lo alto de la colina inmediata a la aldea, en tanto que había dejado sobre un montón de piedras el paquete que contenía su comida y que no valía la pena de que una garza se molestara en arrebatárselo. ¿Acaso se lo habían dicho los pájaros? Pero fuese quien fuese, lo cierto es que el peón caminero corría con toda su alma y no se detuvo hasta llegar a la fuente.

Todos los aldeanos estaban allí, hablando en voz baja y sin mostrar otro sentimiento que curiosidad y sorpresa. Las flacas vacas trabadas a cuanto pudiera retenerlas, miraban con estupidez o masticaban cosas que no valía la pena de mascar y que hallaran en su interrumpido pasto. Algunos hombres del castillo y de la casa de postas, así como los perceptores de impuestos, estaban más o menos armados, y se agrupaban en el extremo de la calle, aunque sin objeto alguno. En cuanto al peón caminero, se había metido ya en el grupo de aldeanos y se golpeaba el pecho con su gorro azul. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué el señor Gabelle iba montado a la grupa de un caballo que guiaba un servidor del castillo?

Significaba que en el castillo había aumentado en uno el número de los rostros de piedra. Nuevamente la Gorgona había mirado durante la noche y añadió la cara de piedra que faltaba, la que las demás estuvieron aguardando por espacio de doscientos años.

La cara de piedra reposaba sobre la almohada del señor marqués. Parecía una fina careta, repentinamente sobresaltada, encolerizada y petrificada. Y en el corazón de aquella figura de piedra estaba clavado un cuchillo. Alrededor del mango se veía un trozo de papel, en el que estaba escrito:
“Llévalo aprisa a su tumba. De parte de Jaime.”

Capítulo X.— Dos promesas

Habían llegado y pasado algunos meses, en número de doce, y el señor Carlos Darnay estaba establecido en Inglaterra como maestro de francés y de literatura francesa. En la actualidad se le habría llamado profesor, pero entonces no era más que tutor. Daba lecciones a jóvenes que sentían interés en aprender una lengua viva hablada en todo el mundo. Tales maestros no se hallaban fácilmente en aquella época. Los príncipes que fueron y los reyes que habían de ser, no tenían aptitudes para enseñar a nadie y la nobleza arruinada no se dedicaba aún a los libros de comercio ni a ejercer de cocineros o de carpinteros. Y como maestro, cuyo sistema hacía agradable el estudio a sus discípulos y como traductor elegante que podía hacer algo más de lo que resulta de la ayuda del diccionario, pronto llegó Darnay a ser conocido y apreciado. Estaba al corriente de los sucesos de su país, sucesos cada día más interesantes. Y así con la mayor perseverancia y actividad iba prosperando.

No había esperado poder alcanzar la riqueza en Londres, pues, de haberse hecho tales ilusiones no habría llegado a prosperar. Esperaba tener que trabajar, encontró trabajo y lo llevaba a cabo. En eso consistía su prosperidad. Desde los tiempos en que era siempre verano en el Edén, hasta los actuales en que casi puede decirse que el invierno es perpetuo, la vida del hombre siempre ha tomado el mismo camino, que también tomó Carlos Darnay, es decir, el que conduce al amor de una mujer.

Desde que la vio por primera vez en aquella hora peligrosa para su vida, se dijo que la amaba y le pareció que nunca había oído música más deliciosa que su voz llena de compasión y nunca vio rostro tan tiernamente hermoso como el de la joven cuando la vio ante la tumba que ya habían excavado para él. Pero no había hablado con ella del asunto; el asesinato cometido en el desierto castillo, más allá de las aguas, del mar y los largos caminos llenos de polvo, tuvo lugar hacía más de un año, y el joven no había pronunciado una sola palabra que diera a entender el estado de su corazón.

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