Historia de dos ciudades (17 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Historia de dos ciudades
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El señor Roedor no tomó parte en las diversiones finales, sino que se quedó en el cementerio hablando con los empleados de la funeraria. Aquel lugar tenía cierto encanto melancólico para él. Se procuró una pipa de una taberna vecina, y mientras fumaba se quedó mirando la verja y haciendo algunas consideraciones.

—Jeremías —se dijo,— aquel día viste con tus ojos a ese pobre Roger Cly. Era un hombre joven, robusto, y ahora...

Después de fumar la pipa y de reflexionar un poco más, se volvió para estar de regreso al Banco antes de la hora de cerrar. Y ya fuese porque lo hubiesen conmovido mucho sus meditaciones acerca de la muerte, porque su salud no anduviese bien o porque deseara dispensar un honor a su consejero médico, lo cierto es que fue a visitar a un distinguido cirujano en su camino de regreso.

El joven Jeremías substituyó a su padre durante su ausencia, y al verlo se dio cuenta de que no había tenido nada que hacer. Cerró el Banco sus puertas, salieron los viejos dependientes, se estableció la acostumbrada guardia y el señor Roedor y su hijo se dirigieron a su casa a tomar el té.

—Ahora te prevengo —dijo a su mujer al entrar— de que si yo, como honrado menestral, estoy de malas esta noche, será porque habrás estado rezando contra mí y a mi regreso te arreglaré las cuentas, lo mismo que si te hubiera estado viendo.

La pobre señora Roedor meneó la cabeza.

—¿Te atreves a hacerlo en mi cara? —exclamó el señor Roedor con indicios manifiestos de cólera.

—No digo nada.

—Pues no pienses tampoco. El mismo mal puedes hacerme hablando como pensando. Créeme, vale más que dejes de hacer una cosa y otra.

—Está bien, Jeremías.

Esta expresión de conformidad a sus órdenes no calmó al señor Roedor, el cual, refunfuñando, tomó un poco de pan y manteca.

—¿Sales esta noche? —preguntó la pobre mujer.

—Sí.

—¿Puedo ir contigo, padre? —preguntó el chico.

—No, no puede ser. Voy, como sabe tu madre... a... a pescar. Eso es. Voy a pescar.

—Y la caña debe estar oxidada, ¿verdad, padre?

—No te importa.

—¿Traerás pescado, padre?

—Si no traigo, mañana tendrás poco que comer —contestó el padre meneando la cabeza— Y no preguntes más. No saldré hasta que te hayas acostado.

Durante el resto de la velada el señor Roedor se ocupó en vigilar a su mujer y en hablar con ella para evitar que pudiera meditar siquiera algunas oraciones en su perjuicio. Pero no cesaba, en sus quejas contra su mujer, haciéndola responsable de cuanto malo le ocurría y acusándola de que, por su causa, estaba tan delgado el joven Jeremías.

Por fin el padre mandó a éste que se acostara y después de hacerse repetir la orden, obedeció. El señor Jeremías pasó las primeras horas de la noche fumando algunas pipas y no salió hasta la una de la madrugada. A tal hora se levantó, sacó una llave del bolsillo y abrió un armario del que extrajo un saco, una barra de hierro de tamaño conveniente, una cuerda y una cadena, así como otros avíos de pesca parecidos. Dispuso hábilmente estos objetos, dirigió una mirada desconfiada hacia su mujer y salió.

El joven Jeremías, que había estado fingiendo que dormía, no tardó en salir tras de su padre, al que siguió al amparo de la obscuridad. Impelido por la noble ambición de estudiar el arte de la pesca, echó a andar siguiendo a su padre, el cual se alejó rápidamente hacia el norte. Al poco rato se le reunió otro discípulo de Isaac Walton, y los dos prosiguieron su camino.

Al cabo de media hora de marcha habían dejado atrás las luces de la ciudad y se hallaban en un camino solitario. Allí encontraron a otro pescador y se les reunió tan silenciosamente que si Jeremías el chico hubiera sido supersticioso, más le habría parecido que el segundo personaje se había dividido en dos.

Continuaron la marcha los tres hombres, seguidos por el joven Jeremías, hasta llegar a un talud que se elevaba a un lado del camino. Sobre lo alto del talud había una pared de ladrillo, coronada por una verja de hierro. Los tres hombres se deslizaron cautelosamente y subieron lo necesario para situarse al pie de la pared de ladrillo, y entonces el muchacho pudo ver que su padre se encaramaba para saltar la verja, ejercicio en el cual lo siguieron sus dos compañeros. Luego se quedaron acurrucados en el suelo, como escuchando y a los pocos instantes prosiguieron su camino andando sobre las manos y las rodillas.

Llegó el turno al muchacho para escalar la verja. Lo hizo con el corazón palpitante, y una vez dentro del recinto vio que los tres hombres avanzaban arrastrándose por entre la hierba y las losas sepulcrales. Las cruces blancas semejaban fantasmas y la torre de la iglesia parecía el fantasma de un gigante monstruoso. No anduvieron mucho los tres hombres, pues a poco se detuvieron y empezó la pesca. Al principio empezaron a pescar con una azada. Luego el señor Roedor se dedicó a preparar un instrumento semejante a un enorme sacacorchos y los tres hombres trabajaban afanosamente con aquellas extrañas herramientas. De pronto resonaron las lentas campanadas del reloj de la iglesia y aquel ruido aterrorizó tanto a Jeremías el chico, que huyó con el cabello erizado como el de su padre.

Pero la curiosidad que sentía no solamente le hizo cesar en su fuga, sino que lo indujo a volver. Los tres hombres seguían pescando con la mayor perseverancia. Por fin pareció haber picado algún pez. Se oyó el ruido quejumbroso de algo y los tres se inclinaron y hacían esfuerzos como agobiados por gran peso que, finalmente, dejaron sobre el suelo. El joven Jeremías sabía bien lo que era aquello, mas al ver que su venerado padre se inclinaba para abrirlo, se horrorizó tanto, que echó a correr sin detenerse, esta vez hasta que se halló a una o dos millas de distancia.

No se habría detenido si no fuera por la necesidad que tenía de recobrar el aliento, pues deseaba terminar cuanto antes con la pesadilla que lo agobiaba. Le parecía que lo perseguía el ataúd que viera y al correr le parecía que a cada momento estaba a punto de apoderarse de él. Y lo acosaba de tal manera, se le echaba delante para hacerlo caer o lo cogía por el brazo con tal fuerza, que cuando el muchacho llegó a su casa estaba medio muerto de miedo. Y ni aun entonces lo dejó el maldito ataúd, sino que subió la escalera, se metió en la cama con él y se echó sobre su pecho cuando el pobre muchacho se quedó dormido.

De su agitado sueño, el joven Jeremías fue despertado al salir el sol por su padre que estaba en la casa. Evidentemente algo malo le había ocurrido, pues el muchacho vio que su padre agarraba a su madre por las orejas y la sacudía contra la cabecera de la cama.

—¡Te dije que te acordarías! —exclamaba el padre.— ¡Y ahora vas a verlo!

—¡Jeremías! ¡Jeremías! —imploraba la pobre mujer.

—Te empeñas en estropearme los negocios —dijo— y yo y mis socios lo pagamos. Tu obligación era obedecerme. ¿Por qué no lo has hecho?

—¡Hago todo lo que puedo por ser una buena mujer! —gemía la infeliz entre lágrimas.

—¿Acaso es ser buena mujer oponerse a los negocios del marido? ¿Es honrar al marido oponerse constantemente a sus negocios?

—¡No deberías dedicarte a negocios tan horribles, Jeremías!

—No es de tu incumbencia decirme lo que debo hacer o lo que dejo de hacer. La mujer honrada deja que su marido se desenvuelva como quiera. ¿Y tienes el valor de llamarte una mujer piadosa? ¡Mejor preferiría una que no creyera en nada!

Prosiguió el altercado en voz baja y terminó cuando el honrado menestral se quitó sus botas llenas de barro y se tendió en el suelo, con las manos cruzadas debajo de la cabeza a guisa de almohada.

No hubo pescado para el almuerzo, que fue muy escaso. El señor Roedor estaba de un humor de perros y se puso al alcance de la mano una tapadera de hierro para tirársela por la cabeza a su mujer a la menor sospecha de que se dispusiera a rezar una oración.

Por fin se cepilló el traje y se lavó y acompañado de su hijo se marchó a cumplir sus deberes.

El muchacho, que andaba al lado de su padre, con el taburete bajo el brazo, era muy distinto de cuando, la noche anterior, iba tras los tres pescadores. Ya no tenía tanto miedo y sus terrores se habían disipado con la noche.

—Padre —le dijo alejándose un poco e interponiendo el taburete para mayor precaución,— ¿qué es un desenterrador?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —contestó el señor Roedor.

—Creí que lo sabías todo, padre.

—Pues bien, es —contestó después de quitarse el sombrero para dejar libres por un momento las púas de sus cabellos— es un menestral.

—¿Y en qué comercia, padre?

—Los artículos que vende —dijo el padre después de ligera reflexión— son de naturaleza científica.

—¿Cadáveres humanos, verdad?

—Creo que es algo de eso.

—¡Oh, padre! ¡Cuánto me gustaría ser desenterrador cuando tenga más años!

El señor Roedor se sintió complacido, pero meneó la cabeza y dijo:

—Eso depende de cómo desarrolles tu talento. Procura desarrollar tu talento y no ser hablador. Ahora no puede decirse todavía para qué cosa llegarás a servir.

Y mientras el joven Jeremías dejaba el taburete ante la puerta del Banco y a la sombra del Tribunal, el señor Roedor se decía:

—Jeremías, honrado menestral, puedes abrigar la esperanza de que ese muchacho será una bendición para ti y una compensación por la mujer que tienes.

Capítulo XV.— Haciendo calceta

Aquella mañana, temprano, hubo más parroquianos que de costumbre en la taberna del señor Defarge. A las seis de la mañana los rostros pálidos de los que miraban a través de las rejas de las ventanas, pudieron ver dentro otros rostros inclinados sobre los vasos de vino. Usualmente el señor Defarge vendía el vino aguado, pero aquella mañana, además de tener mayor cantidad de agua que de costumbre, el vino era agrio, o parecía tener la propiedad de agriar el humor de los madrugadores. Ninguna llama alegre y báquica parecía surgir de las prensadas uvas del señor Defarge, sino que entre las heces parecía estar escondido un fuego de brasas que ardía en la obscuridad.

Era aquella la tercera mañana en que hubo libaciones muy tempranas en la taberna del señor Defarge. Empezaron en lunes y había llegado el miércoles. Verdad es que se hablaba más que se bebía, porque muchos de los concurrentes no habrían podido dejar una moneda sobre el mostrador, aunque dependiera de ello la salvación de su alma. Pero parecían tan satisfechos como si hubiesen pedido barricas enteras de vino y se deslizaban de un asiento a otro y de uno a otro rincón, tragando con voraces miradas conversación en lugar de bebida.

A pesar de la numerosa concurrencia el amo de la taberna no se dejaba ver, pero nadie lo echaba de menos y nadie se fijaba tampoco en su mujer que, sentada detrás del mostrador, presidía la distribución del vino. A su lado estaba un cuenco lleno de monedas de cobre de las que habían desaparecido las efigies y que estaban tan desgastadas como pobres los bolsillos de que salieran.

Tal vez los espías que vigilaban la taberna, como vigilaban todo lugar alto o bajo, desde la prisión hasta el mismo palacio real, observaron que la concurrencia parecía aburrirse mucho. Languidecían los juegos de naipes y los jugadores de dominó se entretenían en hacer castillos con las fichas, en tanto que otros trazaban extrañas figuras sobre las mesas con las gotas de vino que cayeran en ellas y mientras la señora Defarge seguía con su mondadientes la muestra del tejido en la manga de su traje, aunque indudablemente veía y oía cosas invisibles y lejanas.

Así siguieron las cosas en la taberna durante todo el día. Al atardecer dos hombres cubiertos de polvo entraron en la calle que apenas alumbraban sus vacilantes faroles.

Uno de ellos era el señor Defarge y el otro el peón caminero del gorro azul. Sucios de polvo y muertos de sed entraron en la taberna y su llegada pareció despertar el interés y entusiasmo en todos los rostros que se asomaron a puertas y ventanas al verlos pasar.

Nadie los siguió, sin embargo, y nadie habló en la taberna cuando entraron, a pesar de que todas las miradas estaban fijas en ellos.

—Buenos días —exclamó el señor Defarge.

Aquello pareció una señal para que se soltaran todas las lenguas, pues se oyó un coro de voces que contestaba

—Buenos días.

—Mal tiempo hace, señores —observó Defarge meneando la cabeza.

Entonces cada uno de los concurrentes miró a su vecino y luego se quedaron con los ojos fijos en el suelo, exceptuando un hombre que se levantó y salió.

—Esposa mía —dijo Defarge en voz alta, —he caminado algunas leguas con este buen peón caminero que se llama Jaime. Lo encontré por casualidad a una jornada y media de París. Es un buen muchacho. Dale de beber, mujer.

Otro hombre se levantó y salió a su vez. La señora Defarge sirvió un vaso de vino al peón caminero, llamado Jaime, el cual saludó a la concurrencia con su gorro azul y bebió. Llevaba en el pecho un mendrugo de pan moreno y empezó a comerlo entre trago y trago, al lado del mostrador de la señora Defarge. Entonces se levantó otro hombre y salió.

Defarge se bebió un vaso de vino, menor que el servido al peón caminero, y se quedó, esperando a que éste terminara su refrigerio, pero sin mirar a nadie, ni siquiera a su mujer, que había reanudado su labor.

—¿Has terminado de comer, amigo? —preguntó.

—Sí, gracias.

—Entonces ven. Verás la habitación que, según te dije, puedes ocupar.

Salieron de la taberna, y entrando en un patio subieron por una escalera hasta lo alto de la misma, y por allí llegaron a una buhardilla ocupada en otro tiempo por un hombre de cabellos blancos que pasaba el tiempo haciendo zapatos.

Entonces ya no había ningún hombre de blancos cabellos, sino, en su lugar, los tres hombres que un día miraron por el agujero de la llave y por unos agujeros en la pared.

Defarge cerró cuidadosamente la puerta y habló en voz baja:

—Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Tres. Este es el testigo que he encontrado yo, Jaime Cuatro. Habla, Jaime Cinco.

El peón caminero, con el gorro azul en una mano, se limpió la morena frente y dijo:

—¿Por dónde he de empezar?

—Por el principio —contestó Defarge.

—Lo vi entonces, señores —empezó diciendo el peón caminero— hace un año, debajo del carruaje del marqués, colgado de la cadena. Yo dejé mi trabajo en el camino a la puesta del sol mientras el carruaje del marqués subía despacio la colina. Él iba colgado de la cadena... así.

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