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Authors: Charles Dickens

Historia de dos ciudades (21 page)

BOOK: Historia de dos ciudades
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—No. Se le ha ocultado por completo y creo que no lo sabrá nunca. Solamente estamos enterados yo y una persona en la que puedo fiar por completo.

—Habéis obrado perfectamente —dijo el doctor estrechando la mano de su amigo.

—Ahora bien, mi querido Manette, ya sabéis que soy hombre de negocios y, por lo tanto, incapaz de ver claro en asuntos tan difíciles. Necesito vuestro consejo y vuestra opinión acerca de las causas que originaron esta recaída. ¿Creéis que haya peligro de que sobrevenga otra? ¿Podría evitarse? ¿En caso de que ocurriera a pesar de todo, cómo puede tratarse? ¿Qué puedo hacer en obsequio de mi amigo? Probablemente con vuestra sagacidad, vuestros conocimientos y vuestra inteligencia, podréis darme el remedio que busco.

—Creo muy probable —dijo el doctor después de ligera pausa —que vuestro amigo temía ya la recaída.

—¿Lo creéis así?

—En efecto. No podéis tener idea del peso que en la mente del enfermo tienen esos temores y de cuán difícil es obligarles a hablar del motivo de su preocupación.

—¿No creéis que sería para él un alivio confiarse en otra persona?

—Es probable, pero ya os he dicho que casi no es posible que se decida a ello.

—¿Y a qué podéis atribuir su ataque? —preguntó el señor Lorry.

—Desde luego se puede atribuir a que despertaron los recuerdos que fueron causa de su enfermedad. El paciente trataría de resistir, pero no le fue posible conseguirlo.

—¿Creéis que mi amigo puede recordar lo que hizo durante su recaída?

El doctor meneó la cabeza y miró a su alrededor. Luego contestó:

—Absolutamente nada.

—Veamos ahora, mi querido doctor, cuál es vuestra opinión acerca del porvenir.

—Tengo las más firmes esperanzas acerca de él. Ya que el Cielo quiso que recobrase la lucidez tan pronto, crea que ha pasado lo peor para él.

—Perfectamente. No sabéis cuánto me contenta eso. Pero quisiera conocer vuestra opinión acerca de otros dos puntos.

—Os escucho.

—El primero es el siguiente: Mi amigo es hombre muy estudioso, enérgico y trabaja constantemente para adquirir nuevos conocimientos en su carrera. ¿No creéis que trabaja demasiado?

—No lo creo. Probablemente es mejor que su mente esté siempre ocupada. Y creo que más bien le conviene el estudio y el trabajo.

—El segundo punto que deseo consultaros es éste: La ocupación que reanudó mi amigo en su ataque, del que felizmente se ha repuesto, es... la de herrero, eso es, de herrero. En sus tiempos de desgracia tenía la costumbre de trabajar en una pequeña forja, y mientras duró su recaída volvió, a trabajar en ella. ¿No creéis que hace mal conservándola a su lado?

El doctor no contestó, pero se pasó la mano por la frente.

—Siempre la ha tenido en su habitación —continuó el señor Lorry. ¿No sería mejor que la tirase de una vez?

El doctor no contestó inmediatamente, pero luego dijo:

—Es muy difícil explicar ciertas cosas. El pobre enfermo había deseado tanto, en un tiempo, que se le dejara trabajar, para olvidar con el trabajo el dolor que lo agobiaba, que, sin duda, no se ha resuelto a alejar de sí lo que tanto consuelo le dio durante largos años de dolor. Y aun ahora, ya restablecido, al pensar en la posibilidad de que necesitara ocuparse en el mismo trabajo sin hallar las necesarias herramientas, siente terror comparable solamente al que causaría a cualquiera el verse separado de su hija.

—Perdonadme si insisto, pero ¿no creéis que la conservación de esas herramientas contribuye al recuerdo de las ideas con ella relacionadas?

El doctor guardó silencio, pero a los pocos instantes dijo:

—Haceos cargo de que se trata de un antiguo amigo.

—A pesar de eso, creo que mi amigo hace muy mal en conservar esos objetos —exclamó el señor Lorry con mayor firmeza al advertir que se debilitaba la resolución del doctor.— Estoy seguro de que le es perjudicial y que por el amor de su hija debería separarse de ellos.

—Por el amor de su hija puede autorizarse que se los quiten —contestó el doctor después de dudar un poco;— pero yo, en vuestro lugar, no me llevaría la fragua y las herramientas mientras él estuviera presente. Quitadlo todo cuando él no esté.

El señor Lorry se conformó y así terminó la conferencia. Pasaron un día en el campo y el doctor acabó de restablecerse. Pasó muy bien los tres días siguientes y al cuarto marchó a reunirse con Lucía y su marido. El señor Lorry le había explicado ya las precauciones que se tomaron para ocultar su estado, y así Lucía no pudo sospechar cosa alguna.

Por la noche del día en que el doctor salió de Londres, el señor Lorry se encaminó a la habitación del padre de Lucía, provisto de una cuchilla, de una sierra, de un formón y de un martillo, escoltado por la señorita Pross que llevaba una luz. Y allí, después de haber cerrado la puerta y con el mayor misterio, como si se dispusieran a cometer un crimen, el señor Lorry destrozó la banqueta, alumbrado por la señorita Pross. Luego quemaron las astillas en la cocina y las herramientas y los zapatos fueron enterrados en el jardín. Y tanto el señor Lorry como la señorita Pross, mientras estaban ocupados en su tarea, llegaron a creerse, y casi a parecer cómplices de un crimen horrible.

Capítulo XX.— Una súplica

Cuando regresaron los recién casados de su viaje, la primera persona que acudió a felicitarles fue Sydney Carton. No parecía haber mejorado de traje, de ademanes ni de aspecto, pero se advertía en él cierta expresión de fidelidad que llamó la atención de Carlos Darnay.

Sydney aprovechó la primera oportunidad para hablar a solas con Carlos, y en cuanto lo hubo llevado al hueco de una ventana le dijo:

—Señor Darnay, tengo los mayores deseos de que seamos amigos.

—Me parece que lo somos ya contestó Darnay.

—Sois lo bastante amable para contestarme así, pero no deseo oír de vuestros labios palabras de pura fórmula. Lo que deseo es lograr vuestra amistad sincera y verdadera.

—Casi no os comprendo —le contestó Carlos sonriendo.

—Es difícil darme a entender —dijo Sydney,— pero voy a intentarlo. ¿Os acordáis de cierta ocasión en que yo estaba más borracho que de costumbre?

—Recuerdo una ocasión en que me obligasteis a confesar que habíais bebido algo más de la cuenta.

—También yo me acuerdo. Pues bien, en aquella ocasión estuve insufrible acerca de si me erais simpático o no. Quisiera rogaros que olvidarais todo aquello.

—Hace tiempo que lo olvidé.

—¡Vuelta a las amabilidades de pura fórmula! Yo no me olvido con esa facilidad, y una respuesta ligera como la que acabáis de darme no ha de contribuir a que olvide.

—Os ruego que me perdonéis si mi respuesta os pareció ligera —contestó Carlos Darnay— Creo que es una cuestión que no vale la pena, aunque a vos parece importaros mucho. Os repito, a fe de caballero, que hace mucho tiempo que había olvidado tal cosa, lo cual no tiene gran mérito, porque aquel día me prestasteis un favor inmenso.

—En cuanto a ese favor inmenso —replicó Carton— debo confesaros que lo hice tan sólo para lucirme profesionalmente, pero nada me importaba lo que pudiera ser de vos.

—Hacéis ligera mi obligación —dijo Darnay,— pero no vamos a disputar acerca de vuestra respuesta ligera.

—Es la verdad, señor Darnay. Os lo aseguro. Pero me he desviado de mi propósito. Hablaba de mi deseo de que seamos amigos. Ya me conocéis; sabéis que soy incapaz de cualquiera cosa noble y elevada, y si lo dudáis preguntad a Stryver.

—Siempre he preferido formar mis opiniones por mí mismo.

—Perfectamente. Ya sabéis que soy un perro vicioso que jamás ha hecho bien alguno ni lo hará.

—No estoy muy seguro de que “no lo haréis”.

—Os lo aseguro. Pero vamos al asunto. Si podéis soportar a una persona tan indigna como yo y permitís que venga a vuestra casa de vez en cuando, para entrar y salir cuando me convenga y que se me considere sencillamente como un mueble o algo por el estilo, me consideraré feliz. Puedo añadir que no abusaré de vuestro permiso y estoy seguro de que no os molestaré cuatro veces por año, aunque me gustaría saber que abuso.

—Probadlo.

—Es un modo de decirme que me concedéis lo que pido. Muchas gracias, Darnay. ¿Me permitís que use de ese permiso?

—Desde ahora estáis autorizado.

Se estrecharon las manos y Sydney se alejó de Darnay.

Un minuto después era, exteriormente, tan insubstancial como siempre.

Cuando estuvo Carlos Darnay habló al doctor, al señor Lorry y a la señorita Pross, de su conversación con Sydney, al que calificó de indiferente y de atolondrado y aunque no se refirió a él con amargura ni con dureza, expresó el sentir de cada uno acerca de aquel hombre. Desde luego Darnay no tenía idea de que Sydney pudiera existir en la mente de su joven y bella esposa, pero cuando se reunió con ella en sus habitaciones particulares, la encontró, en apariencia, preocupada.

—¿Qué tienes? —le preguntó Darnay, rodeándole el talle con su brazo.— ¿Estás preocupada?

—Sí, querido Carlos —contestó la joven.— Tengo algo que decirte.

—¿Qué es ello?

—¿Quieres prometerme no preguntarme si te ruego que no lo hagas?

—Te lo prometo.

—Creo, Carlos, que el pobre señor Sydney Carton merece más consideración y respeto del que has expresado esta noche.

—¿De veras, querida mía? ¿Por qué?.

—Te ruego que no me lo preguntes, pero te aseguro que es así como te digo.

—Si lo sabes ya es bastante. ¿Qué quieres que haga, vida mía?

—Te ruego que seas siempre generoso, con él y que disculpes sus faltas cuando no esté con nosotros. Te ruego que creas que posee un corazón que pocas veces se revela y que está cubierto de profundas heridas. Créeme, querido mío, que lo he visto sangrando.

—Me duele —contestó Carlos asombrado— haberle tratado mal. Pero nunca me figuré eso de él.

—Pues así es. Temo que no hay esperanza de que pueda corregirse, pero estoy segura de que es capaz de hacer cosas nobles, buenas y hasta magnánimas.

Estaba tan hermosa en la pureza de su fe en aquel hombre perdido, que su marido no se habría cansado de contemplarla.

—Y además, amor mío —añadió reclinando su hermosa cabeza en el pecho de su marido,— piensa en cuánta es nuestra felicidad y cuán desgraciado es él en su miseria.

Esta súplica llegó al corazón de Carlos, que exclamó:

—Siempre me acordaré de eso, amor mío. Lo tendré presente mientras viva.

Se inclinó sobre la dorada cabeza, besó los labios rosados de su esposa y la estrechó entre sus brazos. Y si un paseante nocturno, que recorría entonces las obscuras calles, pudiera haber sido testigo de aquella inocente súplica, o viera las lágrimas de conmiseración que besaba su marido en los suaves y azules ojos tan amantes, habría exclamado —y tales palabras no saldrían por vez primera de sus labios:

—¡Dios la bendiga por su dulce compasión!.

Capítulo XXI.— Pasos que repite el eco

El rincón de la calle en que vivía el doctor era maravilloso por los ecos que repetía. Mientras se ocupaba activamente en retorcer el hilo de oro que unía a su marido, a su padre, a sí misma y a su antigua ama y compañera, en una vida dichosa y tranquila, Lucía estaba sentada en el sonoro rincón escuchando el eco de los pasos del tiempo.

Al principio, a pesar de ser una esposa feliz, muchas veces se le caía la labor del regazo y se nublaban sus ojos. Porque algo llegaba a sus oídos con los ecos, algo ligero y muy lejano, apenas audible, que estremecía su corazón. Eran esperanzas y dudas, dudas de permanecer en la tierra, de gozar de aquella nueva delicia. Entre los ecos oía, a veces, el ruido de pasos sobre su temprana tumba y pensaba en el esposo que se quedaría desolado y que tanto la lloraría. Y estas ideas hacían que el llanto acudiese a sus ojos y se echaba a llorar.

Pasó aquel tiempo y en su regazo descansaba la pequeña Lucía. Luego entre los ecos se oían los pasos de sus piececitos y el rumor de sus balbuceos infantiles. Y Lucía siempre ocupada en retorcer el hilo de oro que los reunía a todos, en los ecos de los años oía solamente sonidos amistosos. El paso de su marido era fuerte y próspero; el de su padre firme e igual y el de la señorita Pross despertaba los ecos como un indómito corcel que sufre el castigo de la fusta y que relincha y patea.

Y hasta cuando se oían ruidos tristes, no eran crueles ni despiadados. Cuando una cabellera dorada, como la suya propia, descansaba en una almohada, en torno del rostro pálido de un niño que con radiante sonrisa dijo: “Querido papá y querida mamá, mucho siento tener que dejaros a vosotros y a mi hermanita; pero me llaman y he de marcharme”, no fueron lágrimas de agonía las que mojaron las mejillas de la madre cuando de entre sus brazos huyó el alma que le había sido confiada. Con el rumor de las alas de un ángel se confundieron otros que no eran por completo terrestres, pues contenían un aliento celestial. Suspiros de los vientos que soplaban sobre una pequeña tumba llegaban a oídos de Lucía, en tanto que su hijita estudiaba con seriedad cómica las lecciones de la mañana o vestía una muñeca charloteando en la lengua de las dos ciudades que se habían combinado en su vida.

Raras veces repetían los ecos los pasos reales de Sydney Carton. A lo sumo seis veces al año iba a ejercitar su derecho de llegar a la casa sin ser invitado y sentarse entre ellos en la velada. Nunca llegó allí cargado de vino.

En cuanto al señor Stryver, se franqueaba el paso a través de las leyes, como poderosa nave de vapor que cruza por las turbias aguas y arrastraba a su amigo en su camino como aquélla arrastra un bote por la estela que va dejando.

Stryver era rico; se había casado con una hermosa viuda que tenía extensas propiedades y tres hijos, que no tenían de particular otra cosa que las púas aceradas que cubrían sus cabezas a guisa de cabello.

Esos tres personajes echaron a andar ante Stryver, que exudaba la más ofensiva protección por todos sus poros, en dirección a la casita de Soho, donde fueron ofrecidos al esposo de Lucía como discípulos, en tanto que Stryver decía con la mayor delicadeza:

—Aquí os traigo tres pedazos de pan con queso para aumentar el almuerzo matrimonial, Darnay.

La cortés negativa a aceptarlos irritó sobremanera al señor Stryver, quien, en adelante, contribuyó a la educación de aquellos caballeritos, poniéndoles en guardia contra el orgullo de los mendigos como aquel profesor. También tenía la costumbre de referir a su esposa, cuando estaba cargado de vino, las artimañas de que se valió la señora Darnay para “pescarle” y de las habilidades de que tuvo que valerse para no ser “pescado”. Algunos de sus compañeros de profesión le excusaban diciendo que lo había referido tantas veces que acabó por creerlo. Estos eran, entre otros, los ecos que Lucía escuchaba, a veces pensativa y otras divertida, hasta que su hija tuvo seis años. Inútil es decir cuán cerca de su corazón resonaban los ecos de los pasos de su hija, de su padre y de su marido.

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