Read Historia de dos ciudades Online
Authors: Charles Dickens
—No —contestó el espía.— Me rindo. Confieso que llegué a ser tan odiado por las turbas que me vi obligado a salir de Inglaterra para no morir ahorcado y que Cly estaba en tan crítica situación que no habría salido con vida a no ser por este engaño. Lo que me maravilla es que ese hombre esté enterado de ello.
—No os preocupéis de mí —contestó el señor Roedor.— Bastante tenéis que hacer prestando atención a este caballero.
El espía se volvió a Sydney Carton y le dijo:
—He de volver a prestar mi servicio y no puedo entretenerme. Me anunciasteis una proposición. ¿Cuál es? Os advierto que será inútil pedirme demasiado. Si me exigís algo que ponga en peligro mi cabeza, preferiré correr los riesgos de la denuncia antes que consentir en lo que me pidáis. No olvidéis que si creo que me conviene os denunciaré, tratando de librarme de mi perdición como pueda, sin reparar en los medios. ¿Qué queréis de mí?
—Poca cosa. ¿Sois carcelero en la Conserjería?
—Tomad nota de que es completamente imposible facilitar una evasión.
—No necesitáis advertirme acerca de una cosa que no os he pedido. ¿Sois carcelero en la Conserjería?
—A veces.
—¿Podéis serlo en el momento en que os convenga?
—Puedo entrar y salir cuando quiero.
—Hasta ahora hemos hablado en presencia de estos señores, para que no quedase ignorado de ellos el valor de las cartas que poseo. Venid ahora a esa habitación y cambiaremos unas palabras a solas.
Mientras Sydney Carton y Barsad estaban en la vecina estancia hablando tan quedo, que no se oía una sola de sus palabras, el señor Lorry miraba a Jeremías con la mayor desconfianza. El señor Roedor no estaba tranquilo, pues se daba cuenta de la aproximación de la tormenta.
—Venid aquí, Jeremías —ordenó el señor Lorry.
El llamado obedeció y el anciano le preguntó:
—¿Qué más habéis sido, aparte de mensajero del Banco?
Después de alguna vacilación, el señor Roedor pareció haber hallado la respuesta y dijo:
—Me dedicaba a trabajos agrícolas.
—Me parece —replicó el señor Lorry— que habéis usado de la respetabilidad del Banco Tellson como de una pantalla para ocultar ocupaciones criminales e infames. Si no me equivoco, no esperéis el perdón cuando regresemos a Inglaterra ni que guarde el secreto, pues Tellson no debe ser engañado.
—Espero, señor —contestó avergonzado el señor Roedor,— que después de haber envejecido a vuestro servicio, no os resolveréis a perjudicarme, aunque fuese cierto lo que sospecháis. ¿Creéis que un hombre podría enriquecerse aprovechando los desperdicios de los empresarios de pompas fúnebres, o con lo que no querrían los sacristanes ni los vigilantes de los cementerios, todos ellos capaces de cualquier cosa para ganar algo? No, no, señor Lorry, es un oficio que no da nada.
—¡Uf! —exclamó el señor Lorry
—Me da horror el veros.
—Lo que quisiera rogaros, señor Lorry —replicó el señor Roedor con mayor humildad todavía,— lo que quiero pediros, por lo que más queráis, es que, si habéis de destituirme, deis el cargo que yo desempeñaba en el Banco a mi hijo para que pueda cuidar de su madre, y dejadme a mí que excave cuanto quiera. Esto es lo que quiero pediros, y debo añadir que si antes hablé, lo hice en favor de una causa buena.
—Eso es verdad — contestó el señor Lorry.— Callad ahora. Aun es posible que siga siendo vuestro amigo si me mostráis vuestro arrepentimiento con actos, no con palabras.
En aquel momento entraron nuevamente en la estancia Sydney Carton y el espía.
—Adiós, señor Barsad —dijo el primero. — Quedamos de acuerdo. No debéis temer nada de mí.
Se sentó al lado del señor Lorry, el cual le preguntó qué había hecho.
—Poca cosa. Si las cosas se ponen malas para nuestro amigo, podré ir a verle una vez.
El señor Lorry mostró su desencanto.
—No he podido hacer más. Pedir demasiado sería poner en peligro a ese hombre y, como antes ha dicho, ya no podría ocurrirle nada peor si le denunciara. Este es el punto flaco de la cuestión.
—Pero el poder verle —observó el señor Lorry— no servirá para salvarle.
—Nunca dije que lo conseguiría.
El señor Lorry miró al fuego. Aquella nueva desgracia acaecida a Carlos lo había anonadado. El pobre hombre no era ya más que un anciano agobiado por el pesar.
—Sois un hombre excelente y un verdadero amigo —dijo Carton con alterada voz.— Perdonadme si he observado que estáis afectado. No habría podido ver llorar a mi padre y permanecer indiferente, y os aseguro que no respeto menos vuestro dolor de lo que habría respetado el suyo.
Era tal la emoción que traicionaban sus palabras, que el señor Lorry, que desconocía su lado bueno, se asombró. Le tendió la mano y Carton la estrechó afectuosamente.
—Volviendo ahora al pobre Carlos —dijo Carton,— creo que no debéis decir a su esposa lo que hemos tratado aquí. No le habléis tampoco de mí, pues dadas las circunstancias ni siquiera iré a verla y lo que pueda hacer por ella lo realizaré mejor no viéndola. ¿Vais a visitarla ahora?
—Sí.
—Me alegro. Os quiere mucho. ¿Cómo está la pobre?
—Desde luego se siente muy desgraciada, pero está tan hermosa como siempre.
Carton profirió una exclamación que más bien parecía un sollozo y se quedó mirando el fuego tristemente.
—¿Habéis terminado ya vuestra misión, señor? —preguntó Sydney Carton.
—Sí. Como os decía ayer noche, cuando llegó tan inesperadamente Lucía, he hecho ya cuanto podía hacerse. Esperaba dejar a nuestros amigos sanos y salvos y marcharme. Tengo el pasaporte despachado y ya estaba dispuesto a volver a Inglaterra.
Hubo un silencio entre ellos y Carton dijo luego:
—Larga ha sido ya vuestra vida, señor Lorry.
—En efecto, voy a cumplir setenta y ocho años.
—Habéis sido siempre útil, siempre estuvisteis ocupado y gozasteis de la confianza y del respeto de todos.
—Me dediqué a los negocios desde mi primera juventud.
—Y ahora ocupáis un lugar envidiable. ¡Cuántos os echarán de menos cuando lo dejéis vacante!
—Soy un solterón —contestó el señor Lorry meneando la cabeza— y nadie llorará por mí.
—¿Cómo podéis decir eso? ¿No llorará
ell
a?
—Sí, a Dios gracias. Es verdad.
—Si esta noche pudierais deciros que en vuestra larga vida no pudisteis conquistar el amor, el afecto o la gratitud de nadie y que nada hicisteis bueno o servicial digno de ser recordado, vuestros setenta y ocho años os parecerían setenta y ocho maldiciones, ¿verdad?
—Eso sería, efectivamente.
Sydney volvió nuevamente los ojos al fuego y después de corto silencio, añadió:
—Deseo preguntaros otra cosa. ¿Os parece muy lejana vuestra infancia?
—Hace veinte años, sí —contestó el señor Lorry,— pero ahora, no. A medida que me acerco al final de mi vida, me parece como si estuviera a punto de terminar el recorrido de un círculo y que estoy más cerca del principio. Con frecuencia me parece ver de nuevo a mi pobre madre, ¡tan linda y tan joven! y me acuerdo de cosas ocurridas en mi vida, cuando el mundo no me parecía tan verdadero ni habían arraigado en mí las faltas.
—Os comprendo perfectamente —dijo Carton,— y estos recuerdos seguramente os hacen mejor de lo que sois.
Ayudó al señor Lorry a ponerse el gabán, en tanto que éste le decía:
—Vos, en cambio, sois muy joven.
—Sí, pero el camino de mi juventud va la ancianidad.
—¿Vais a salir?
—Os acompañaré hasta su casa. Ya sabéis que soy un vagabundo y me gusta andar errante por las calles. Pero no hay cuidado. Mañana por la mañana me dejaré ver de nuevo. ¿Iréis al tribunal?
—Sí, por desgracia.
—Yo asistiré también, pero confundido entre él público. Mi espía me reservará sitio. Dadme el brazo.
Salieron a la calle y pocos minutos después el anciano llegaba a su destino. Carton lo dejó y se alejó unos pasos, mas cuando la puerta de la casa estuvo nuevamente cerrada, se acercó a ella para tocarla.
—Muchas veces ha salido por ella para ir a la prisión y habrá pisado estas piedras.
Voy a seguir sus pasos.
Eran las diez de la noche cuando llegó ante la prisión de La Force, donde ella estuvo centenares de veces. Un aserrador, después de cerrar su tienda, estaba fumando una pipa ante la puerta.
—Buenas noches, ciudadano —dijo Carton deteniéndose ante él.
—Buenas noches, ciudadano.
—¿Cómo marcha la República?
—Si te refieres a la Guillotina, no va mal. Hoy, sesenta y tres. Pronto llegaremos al centenar. A veces Sansón y sus hombres se quejan de estar derrengados. Es un tipo muy curioso ese Sansón ¡un barbero estupendo!
—¿Vas con frecuencia a ver...?
—¿Afeitar? Siempre. Todos los días. ¡Vaya un barbero! ¿Le has visto trabajar?
—Nunca.
—Pues no dejes de hacerlo un día en que haya trabajo. Figúrate que hoy ha despachado a sesenta y tres en menos tiempo del que tardo en fumarme dos pipas.
Carton, sintiéndose inclinado a acogotarlo, se volvió de espaldas.
—Pero tú no eres inglés —dijo el aserrador,— aunque vistas como los ingleses.
—Sí, soy inglés.
—Pues hablas como si fueras francés.
—Fui estudiante aquí.
—Bueno, pues, buenas noches, inglés.
—Buenas noches, ciudadano.
Poco se había alejado Sydney, cuando se detuvo junto a un farol para escribir en un papel algunas palabras con su lápiz. Luego tomando un camino determinado, se dirigió a una farmacia, cuyo dueño estaba cerrando la puerta. Carton le dio las buenas noches y luego le tendió el papel.
—¡Caramba! —exclamó el farmacéutico.— ¿Es para ti, ciudadano?
—Para mí.
—Ten cuidado de conservarlos por separado, ciudadano. ¿Conoces las consecuencias que produciría el mezclarlos?
—Perfectamente.
Le entregó algunos paquetitos y Carton se los guardó uno por uno. Luego pagó y se marchó, diciéndose:
—No se puede hacer nada más de momento hasta mañana. No tengo sueño.
El tono con que pronunció estas palabras era el de un viajero fatigado que se ha extraviado, pero que por fin encuentra su camino y ve el fin a poca distancia.
Mucho tiempo antes, cuando le auguraban un brillante porvenir, acompañó a su padre al cementerio y de pronto, mientras iba por las obscuras calles, recordó las solemnes palabras que el sacerdote leyó sobre la tumba de su padre: “yo soy la resurrección y la Vida; aquel que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá; y el que vive y cree en Mí, no morirá jamás.”
Sydney Carton, mientras en su mente resonaban estas palabras, empezó a pasear por las calles de París. Recorrió primero las más extraviadas, pero luego se dirigió a las más céntricas, cruzándose con la gente que alegremente salía de los teatros y se dirigía a sus casas para olvidar en unas horas de sueño los horrores del día. Más avanzada la noche, se dirigió al río e inclinado sobre la baranda del puente miraba pasar la corriente mientras en su mente resonaban las santas palabras; luego contempló la pintoresca confusión de edificios envueltos por las sombras de la noche, sobre las cuales se elevaba la cúpula de la catedral bañada por la plateada luz de la luna. Por fin llegó el día. Carton reanudó su paseo a lo largo de las orillas del río, alejándose de la ciudad, y, al regresar a casa, Lorry había salido ya de ella. Era fácil adivinar adónde había ido. Carton tomó una taza de café y un poco de pan, y después de lavarse y cambiarse de ropa, se encaminó hacia el tribunal, en donde encontró, ya sentados, al señor Lorry, al doctor Manette y a ella junto a su padre.
Cuando se presentó su esposo, Lucía le dirigió una mirada tan alentadora y tan llena de amor y de conmiseración, aunque tan valiente por lo que se refería a la suerte que le esperaba, que él se reanimó inmediatamente. Y si alguien hubiese tenido ojos para observar el efecto que tal mirada ejerció en Sydney Carton, habría visto que fue exactamente el mismo que en el acusado.
El tribunal era el mismo, así como el jurado, entre cuyos individuos se destacaba por su crueldad aquel Jaime Tres, de San Antonio. En cuanto a los demás, parecían una jauría de perros que se dispusieran a juzgar a un venado.
Todas las miradas estaban fijas en el fiscal, y en el ambiente parecía flotar la convicción de que el acusado sería condenado a muerte. Carlos Evremonde, llamado Darnay. Libertado el día anterior y nuevamente acusado y preso. Había sido denunciado como sospechoso, aristócrata, individuo de una familia de tiranos, de la raza proscrita, por haber usado de sus infames privilegios para oprimir infamemente al pueblo. Carlos Evremonde, llamado Darnay, era, en virtud de esos crímenes, hombre muerto a los ojos de la Ley.
Estas y no más fueron las palabras del fiscal. El presidente preguntó si se le había acusado secreta o públicamente.
—Públicamente, presidente.
—¿Por quién ha sido acusado?
—Por tres votos: Ernesto Defarge, tabernero, de San Antonio; Teresa Defarge, su mujer, y Alejandro Manette, médico.
Resonó un rugido en la audiencia y entre la concurrencia se vio al doctor Manette en pie, pálido y tembloroso, que exclamó en cuanto pudo hacerse oír:
—Presidente, protesto con indignación de este fraude y de semejante embuste. Ya sabes que el acusado es mi yerno, y mi hija y todos los que ella quiere, me son más queridos que la misma vida. ¿Dónde está el impostor que se atreve a decir que he denunciado al marido de mi hija?
—Cálmate, ciudadano Manette. De rebelarte contra el tribunal te situarías fuera de la Ley. Y ya que hay algo que quieres más que a la misma vida, para un buen patriota solamente puede tratarse de la República.
Una salva de aplausos coronó esta respuesta.
—Y si la República te pidiese el sacrificio de tu hija, tendrías el deber de sacrificarla. Ahora escucha y calla.
Frenéticas aclamaciones acogieron estas palabras, en tanto que el doctor se sentaba mirando airado a su alrededor. Cuando se calmó el entusiasmo público apareció Defarge, quien refirió la historia de la prisión del doctor Manette, que conocía muy bien por haber servido a éste en su primera juventud. Dio cuenta de su liberación y de que le fue entregado para que lo cuidase.
—¿Tomaste parte en el ataque a la Bastilla, ciudadano?
—Sí.
—Informa al tribunal de lo que hiciste dentro de la prisión, ciudadano.