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Authors: Charles Dickens

Historia de dos ciudades (32 page)

BOOK: Historia de dos ciudades
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—Yo sabía —dijo Defarge — que el preso estuvo encerrado en un calabozo conocido por Ciento Cinco, Torre del Norte, y él mismo se daba este nombre cuando le preguntaba al ser libertado. Al hallarme en la prisión quise visitar ese calabozo, guiado por un carcelero. Lo examiné todo con el mayor cuidado y en un agujero de la chimenea había una piedra que fue quitada y vuelta a colocar en su sitio. En el hueco que dejaba al descubierto encontré un rollo de papeles escritos, que está aquí. Conocí que la letra era del doctor Manette. Confío el documento en manos del presidente.

El presidente dio orden de que se leyeran aquellos papeles, y mientras en la sala reinaba el más absoluto silencio, el preso miraba amorosamente a su mujer y al padre de esta.

El doctor tenía los ojos fijos en el lector, la señora Defarge en el preso y todos los demás en el doctor, que no veía a nadie.

Capítulo X.— La substancia de la sombra

El documento decía así:

“Yo, Alejandro Manette, desgraciado médico, natural de Beauvais y residente luego en París, escribo este documento en mi triste calabozo de la Bastilla, en el último mes de… Lo ocultaré luego en un agujero practicado en la chimenea, y tal vez lo encuentre un hombre compasivo cuando yo no exista ya.

”Escribo con un clavo y con hollín y polvo de carbón por tinta, a la que mezclo algo de sangre. Este es mi décimo año de cautiverio y ya he perdido toda esperanza. Además, me doy cuenta de que pronto me abandonará la razón, pero declaro solemnemente que todavía estoy en posesión de mi entero juicio y que mi memoria es exacta, así como que escribo la verdad.

”Una noche de diciembre de…, paseaba yo junto al muelle del Sena, a bastante distancia de mi residencia, cuando llegó junto a mí un carruaje que iba bastante aprisa. Me aparté para no ser atropellado y entonces uno de sus ocupantes sacó la cabeza por la ventanilla Y ordenó parar.

”El coche se detuvo casi inmediatamente y la misma voz me llamó por mi nombre.

Cuando llegué junto al coche ya habían bajado las dos personas que lo ocupaban y que iban envueltas en capas, como si quisieran ocultarse. Ambos eran jóvenes, de mi edad, y se parecían bastante.

”Se cercioraron de que yo era el doctor Manette y luego me dijeron que después de haber estado en mi casa y de averiguar que, probablemente, estaría paseando junto al río, acudieron a mi encuentro. Dicho esto me invitaron a subir al carruaje de modo que más parecía una orden. Me resistí tratando de averiguar qué deseaban y me contestaron que se trataba de prestar mis auxilios médicos a un enfermo. No tuve más remedio que obedecer y al poco rato el carruaje había salido de la ciudad para detenerse ante una casa solitaria que se hallaría a cosa de media legua de París. Bajamos los tres a un jardín algo abandonado y entramos en la casa.

”A la luz reinante comprendí que aquellos hombres eran hermanos y tal vez gemelos, pero inmediatamente solicitaron mi atención unos gritos que procedían, aparentemente, de una habitación situada en el primer piso. Me condujeron allí y a la habitación en que se hallaba la paciente, pues era una mujer joven, de gran belleza. Tendría veinte años, estaba despeinada y tenía los brazos atados a los costados. Inmediatamente vi que la pobre mujer sufría una fiebre cerebral. Me acerqué a ella, le puse la mano en el pecho tratando de calmarla, en tanto que ella, con los ojos desorbitados, pronunciaba a gritos las siguientes palabras: “Mi marido, mi padre, mi hermano.” Luego contaba hasta doce y volvía a pronunciar las mismas palabras, sin la menor variación.

”Pregunté por la duración del ataque, y el que parece mayor de los dos hermanos me contestó que desde la noche anterior a la misma hora.

”Indagué, entonces, si la desgraciada mujer tenía padre, hermano y marido. Me contestaron que tenía hermano y que el hecho de que la desgraciada contara hasta doce, sin parar, podía relacionarse con la hora de las doce de la noche.

”Como nada me habían advertido acerca de la naturaleza de la dolencia, yo estaba desprovisto de los medios de aliviar a la enferma, y al hacerlo constar me ofrecieron una caja en que había algunas medicinas; escogí las que me parecieron apropiadas y conseguí que la paciente tragara cierta cantidad de ellas. Como era preciso observar el efecto que producían en la enferma, me senté a su lado, en tanto que ella seguía gritando las mismas palabras.

”Mientras estaba así, al lado de la desgraciada mujer, uno de los dos hermanos me dijo que había otro enfermo, y dándome cuenta de que, probablemente, se trataría de un caso también urgente, seguí a los dos jóvenes, que me llevaron a una especie de buhardilla, donde, tendido en el suelo y con una almohada bajo la cabeza, estaba un muchacho campesino, que no contaría arriba de diecisiete años. Estaba echado de espaldas, con una mano, en el pecho y los ojos mirando al techo. Me di cuenta de que estaba herido y de muerte, y arrodillándome a su lado, le dije que era médico y que acudía a cuidarlo.

”Al principio se negó a dejarse examinar, pero luego consintió y vi que tenía una herida en el pecho, producida por una espada, tal vez el día anterior, pero no era posible salvarlo. Se moría y al volver los ojos hacia los dos hermanos, observé que contemplaban al pobre muchacho con la misma indiferencia que si fuese un conejo o un pájaro moribundo.

”Pregunté cómo fue herido el muchacho, y uno de los hermanos me contestó que aquel siervo le había obligado a desenvainar la espada, pero que cayó muerto en duelo, cual si fuese un caballero. En sus palabras no pude advertir la menor emoción ni sentimiento humanitario.

”Entonces el herido se volvió hacia mí y me dijo:

”—Estos nobles son muy orgullosos, doctor, pero también nosotros, los perros, lo somos a veces. Nos roban, nos ultrajan, nos pegan y nos matan, pero a veces tenemos un poco de orgullo. ¿La habéis visto, doctor?

”Desde allí se oían los gritos de la desgraciada. Yo le contesté afirmativamente y él me dijo entonces que era su hermana y que estaba prometida a un vasallo de los mismos nobles, con el que se casó, aunque estaba enfermo y delicado, pero cuando hacía pocas semanas de su boda, uno de los dos nobles, que vio a su hermana, quiso hacerla suya y para lograr que su propio marido la convenciera de que consintiese en tal infamia, cogieron al desgraciado y lo uncieron a un carro y le obligaron a tirar de él. Luego, por la noche, lo pusieron de centinela para que acallara el canto de las ranas, a fin de que no turbasen el sueño de los señores. Y así, tirando de un carro de día y de noche cuidando de que las ranas no cantaran, el pobre hombre, un día en que le soltaron para que se fuera a comer, si encontraba qué, exhaló doce sollozos, uno por cada campanada del reloj y murió en los brazos de su esposa.

”El moribundo se sostenía tan sólo por su deseo de referir aquel tremendo drama y continuó:

”—Una vez muerto mi cuñado se apoderaron de mi pobre hermana. Yo lo supe y llevé la noticia a nuestro padre, cuyo corazón se quebrantó al oírla. Luego acompañé a mi hermana menor hasta un sitio donde no la encontrarán y en donde ya no será nunca más la vasalla de ese hombre. Hecho eso fui al encuentro de ese noble, y aunque soy un perro despreciable, empuñaba una espada... Pero, ¿dónde está la ventana? ¿No había una ventana? —preguntó— Me oyó mi hermana y acudió corriendo, pero le dije que no se acercara hasta que uno de los dos estuviera muerto. El raptor empezó tirándome algunas monedas y luego me pegó con su látigo, pero yo, a pesar de ser un perro y nada más le abofeteé hasta obligarle a sacar la espada. Puede romper ahora la que manchó con la sangre de un villano, pero lo cierto es que tuvo que desenvainarla para defender su vida.

El moribundo hizo una pausa y luego rogó:

—Incorporadme, doctor. ¿Dónde está ese hombre que no le veo? Volvedme el rostro hacia él, que quiero verle.

”Hice lo que me pedía y él, entonces, encarándose con el hermano menor, gritó:

—Día llegará, marqués, en que será preciso dar cuenta de todas estas cosas y para entonces te emplazo a ti y a todos los de tu raza maldita para que respondáis de vuestros crímenes y como testimonio de ello te marco con esta cruz.

“Llevó los dedos a su pecho y retirándolos mojados en sangre, trazó una cruz en el aire. Luego se quedó rígido y cayó muerto.

”Cuando volví junto a la enferma, la encontré de la misma manera. Comprendí que podía continuar de igual modo por espacio de muchas horas, aunque no dudaba de que moriría. Repetí el medicamento y me senté a su lado hasta que la noche estuvo muy avanzada. La desgraciada seguía gritando las mismas palabras que antes.

”Pasaron treinta y seis horas más, sin que variase su estado, hasta que el ataque empezó a ceder y se calló, quedándose como muerta.

”Entonces fue cuando pude darme cuenta de que la pobre estaba encinta y eso me hizo perder las pocas esperanzas que tenía de salvarla.

”En aquel momento entró en la estancia el marqués y me preguntó si había muerto.

“Contesté negativamente, añadiendo que sin duda moriría muy pronto. El marqués se acercó a mí y en voz baja me indicó la conveniencia de que en cuanto hubiese terminado todo, yo olvidara aquellos hechos.

”No le contesté fingiendo que estaba examinando a la enferma y al levantar los ojos me vi frente a frente de los dos hermanos. A partir de entonces y durante la semana que tardó en morir la desgraciada mujer, cuando iba a visitarla, siempre me encontraba con uno de los dos hermanos. Evidentemente estaban disgustados porque el menor hubiese tenido necesidad de desenvainar la espada contra un villano y hasta pude advertir que me miraban con poca simpatía, aunque, ostensiblemente, me trataban con la mayor cortesía.

”Una noche murió la enferma, sin que me hubiera sido posible obtener noticias de ella acerca de su nombre o de las circunstancias en que se desarrollaron los hechos. Los dos hermanos me esperaban en la planta baja cuando me disponía a marcharme y me preguntaron si había muerto. Contesté que sí y ellos respiraron aliviados de un gran peso. Luego me pusieron en las manos un cartucho de monedas de oro, pero lo dejé sobre la mesa y me negué a aceptarlo; en vista de eso, me hicieron un grave saludo y se marcharon.

“A la mañana siguiente llevaron a mi casa el mismo cartucho de monedas de oro. Mientras tanto, yo había decidido ya lo que debía hacer. Escribiría aquel mismo día al ministro, refiriéndole los dos casos en que había intervenido, pues aunque no ignoraba la influencia de que gozaban los nobles, quería dejar mi conciencia tranquila.

”Había terminado casi la carta en cuestión, cuando recibí la visita de una señora joven, simpática y hermosa, que parecía estar muy agitada. Se presentó como esposa del marqués de Saint Evremonde; parece que tenía sospechas del suceso a que vengo refiriéndome, de la parte que en él tuvo su esposo y de mi intervención. Ignoraba que la pobre joven hubiese muerto y su propósito era acudir en su auxilio para alejar de su esposo la cólera de Dios. Tenía razones para creer que existía otra hermana más joven y manifestó deseos de protegerla, pero yo, además de asegurarle que, en efecto, existía, nada más pude decirle acerca de su paradero, porque lo ignoraba.

”La pobre señora tenía muy buenos sentimientos y no era feliz en su matrimonio. Cuando la acompañé hasta su carruaje, vi a su hijito, niño de dos a tres años que la esperaba en el coche.

”—Por amor de mi hijo —dijo entre lágrimas— he de reparar, en cuanto me sea posible, todo el mal que se ha hecho. Temo que mi hijo pague las culpas de su padre si yo no procuro hacer algún bien, y mi primer cuidado será hacer que mi hijo llegue a ser un hombre bueno y compasivo y que procure hacer todo el bien que pueda a esa hermana si es posible hallarla.

”Se marchó y ya no la volví a ver. Luego sellé mi carta y no atreviéndome a confiarla a manos extrañas la llevé en persona a su destino.

”Aquella noche, la última del año, hacia las nueve, llegó a mi casa un hombre vestido de negro, solicitando verme. Mi criado, Ernesto Defarge, lo introdujo a mi presencia.

”—Un caso urgente en la calle de San Honorato —me dijo.

”Tenía ya un carruaje dispuesto ante la puerta y en él me trajeron aquí, a mi tumba. A poca distancia de mi casa me amordazaron y me ataron los codos. De un rincón obscuro de la calle salieron el marqués y su hermano para identificarme. El marqués me mostró la carta que escribiera al ministro y la quemó con ayuda de una linterna que le ofrecieron. No me dijeron una palabra. Fui transportado aquí, y enterrado en vida.

”Si Dios hubiese permitido que cualquiera de los dos hermanos me trajera noticias de mi esposa adorada, aunque no fuese más que para decirme si vive o ya ha muerto, creería que no los ha abandonado por completo. Pero ahora creo que la cruz de sangre que trazó aquel pobre muchacho ha sido fatal para ellos. Y a ellos y a sus descendientes, hasta el último de su raza, yo, Alejandro Manette, desgraciado preso, en esta noche, última del año …, los denuncio al cielo y a la tierra.”

Terribles clamores se levantaron en la sala del tribunal en cuanto se hubo acabado la lectura. Aquel drama excitaba las pasiones vengadoras de la época y no había cabeza alguna en la nación que no hubiese caído ante tan tremenda acusación.

Era inútil, ante aquel tribunal y ante aquel auditorio, tratar de averiguar por qué los Defarge se habían quedado con aquel documento, en vez de entregarlo con los demás que encontraran en la Bastilla, ni tampoco demostrar que el nombre de aquella odiada familia figuraba ya anteriormente en los registros de San Antonio, porque no había hombre capaz de defender a Darnay después de haber sido objeto de semejante acusación.

Y lo peor para el pobre acusado era que lo había denunciado nada menos que un excelente ciudadano muy conocido, su mejor amigo, el padre de su mujer. Una de las más caras aspiraciones del populacho era imitar las discutibles virtudes públicas de la antigüedad en sus sacrificios e inmolaciones ante el altar del pueblo. Por consiguiente cuando el presidente dijo que el buen médico de la República, merecería bien de ella por haber contribuido a destruir una odiosa familia de aristócratas y que sentiría una alegría sagrada al dejar viuda a su hija y huérfana a su nieta, su voz quedó cubierta por las aclamaciones y los rugidos de entusiasmo.

—¿Tiene mucha influencia a su alrededor, ese doctor? —preguntó la señora Defarge, sonriendo, a La Venganza. — ¡Sálvalo ahora, doctor, sálvalo! A medida que los jurados votaban, resonaban los rugidos de la multitud. Votaron por unanimidad contra aquel aristócrata de nacimiento y de sentimientos, enemigo de la República y notorio opresor del pueblo. Debía volver a la Conserjería para morir dentro de las veinticuatro horas siguientes.

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