Historia de dos ciudades (33 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Historia de dos ciudades
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Capítulo XI.— Crepúsculo

La desgraciada esposa de aquel hombre inocente condenado a muerte se sintió agobiada bajo la sentencia como si hubiera sido herida de muerte. Pero no profirió un lamento, pues comprendió que ella era la única persona en el mundo que tenía que sostener a su esposo en su desgracia y no aumentarla todavía, de modo que haciendo un esfuerzo sobrehumano se levantó para resistir aquel terrible choque.

Como los jueces tenían que tomar parte en la manifestación pública, levantaron la sesión y aun no había cesado el ruido que hacían los que se marchaban cuando Lucía, tendiendo los brazos hacia su marido, le mostraba en su rostro su amor y su deseo de consolarle.

—¡Si pudiera llegar hasta él! ¡Si pudiera darle un solo abrazo! ¡Oh, buenos ciudadanos, si quisierais tener compasión de nosotros!

En la sala solamente quedaba un carcelero, con los cuatro hombres que prendieran la noche anterior a Carlos, y Barsad. La gente estaba ya en la calle y Barsad propuso a sus compañeros que les dejaran darse un abrazo, pues era cosa de un momento. Los demás asintieron e hicieron pasar a la pobre mujer por encima de los asientos hasta un lugar elevado, en donde él, inclinándose sobre la barandilla, pudo estrecharla entre sus brazos.

—¡Adiós, querida alma mía! Con mi despedida y con mi amor recibe mi bendición. Ya volveremos a encontrarnos, en donde podremos descansar de nuestras fatigas.

—Tengo fuerzas para resistir mi desgracia y la tuya, querido Carlos. Dios me presta ánimo. No sufras por mí. Bendice a nuestra hija antes de separarnos.

—Contigo le envío mi bendición, y mis besos. Dile adiós por mí.

—Un momento, Carlos mío —exclamó al ver que trataba de alejarse.— No estaremos separados mucho tiempo, pues conozco que esto va a destrozarme el corazón. Mientras viva haré cuanto pueda, pero quiera Dios dar a nuestra hija amigos fieles, corno me los ha dado a mí cuando me vea obligada a dejarla.

El doctor la había seguido y estaba a punto de caer de rodillas ante ellos, pero Darnay lo impidió, exclamando:

—¡De ninguna manera! Ninguna falta habéis cometido para que os arrodilléis ante nosotros. Sabernos ahora cuánto sufristeis al conocer mi origen y que tuvisteis que vencer vuestra antipatía por mi nombre, en obsequio de vuestra hija. Os damos las gracias de todo corazón y con todo el amor que os profesamos.

El anciano no pudo contestar y Carlos añadió:

—No podía ocurrir otra cosa. De tantos crímenes no podía resultar nada bueno. Consolaos y perdonadme. ¡Dios os bendiga!.

Cuando ya se alejó, su esposa se quedó mirándole con ojos radiantes y acariciadores, en tanto que le sonreía amorosamente. Luego, cuando desapareció el preso se volvió hacia su padre y cayó desmayada a sus pies.

Apareció entonces Carton, que había permanecido oculto y la levantó tembloroso de emoción y orgulloso de la carga que llevaba. La trasladó al carruaje que la esperaba y la dejó cuidadosamente sobre el asiento. A su lado se sentaron su padre y el señor Lorry, y Carton tomó asiento al lado del cochero.

Al llegar a la casa volvió a tomar a Lucía en brazos y la subió a su habitación, dejándola en un sofá, en tanto que su hija y la señorita Pross se quedaban llorando al lado de la pobre Lucía.

—No hagáis nada para que recobre el sentido —recomendó— porque está mejor así.

—¡Oh, querido Carton! —exclamó la niña abrazándole apasionadamente.— ¡Ahora que has venido sé que harás algo para ayudar a mamá y salvar a papá!

Él se inclinó hacia la niña, la besó y luego miró a la madre.

—Antes de que me vaya —preguntó,— ¿puedo besarla?

Se recordó luego que después de rozar con sus labios la mejilla de Lucía murmuró algunas palabras. La niña que estaba cerca de él, les refirió luego y repitió a sus nietos cuando era ya una vieja, que le oyó decir: “Una vida que amas.”

Luego Carton se dirigió a la habitación cercana, se volvió al señor Lorry y al doctor Manette y dijo a éste:

—Ayer teníais grande influencia, doctor. Es preciso emplearla nuevamente.

—Ayer pude salvarle —contestó el doctor.

—Probadlo otra vez. Pocas horas quedan hasta mañana, pero habéis de probar. Sé que habéis hecho grandes cosas, aunque ninguna tan grande como la que os propongo, pero es preciso probar. Bien merece este esfuerzo una vida.

—Iré a ver —dijo Manette— al fiscal y al presidente y a otros, que mejor es no nombrar siquiera. Les escribiré también... pero no. Nada puede hacerse. Hoy es día de festejos y no podré ver a nadie hasta que anochezca.

—Es verdad. Se trata únicamente de una remota esperanza y poco se pierde con aguardar hasta la noche. Desde luego poco espero. ¿Cuándo podréis ver a esos hombres poderosos, doctor Manette?

—En cuanto anochezca. Dentro de una hora o dos.

—Perfectamente. Iré a visitar al señor Lorry a las nueve y así sabré el resultado de vuestras gestiones. ¡Os deseo completo éxito!

El señor Lorry siguió a Sydney Carton a la habitación exterior y le dijo:

—No tengo ya ninguna esperanza.

—Ni yo. Pero no os dejéis abatir. Di ánimos al doctor Manette solamente por saber que un día será un consuelo para Lucía saber que su padre lo intentó todo.

—Tenéis razón —contestó el señor Lorry enjugándose las lágrimas. Pero morirá, porque no hay esperanza alguna.

—Sí. Morirá. No hay esperanza —repitió Carton antes de marcharse.

Capítulo XII.— Tinieblas

Sydney Carton se detuvo en la calle, indeciso acerca de lo que debía hacer.

—A las nueve en el Banco Tellson —se dijo,— pero hasta entonces conviene dejarme ver, para que esa gente sepa que existe un hombre como yo. Es una buena precaución y una excelente preparación. Pero hay que andar con pies de plomo y pensarlo muy bien.

Reflexionó unos instantes y se decidió por seguir su primera idea. Y de acuerdo con ella tomó la dirección de San Antonio.

No le fue difícil encontrar la taberna de Defarge. Después de haberla visto, se fue a cenar y se quedó dormido. Por primera vez en muchos años, no bebió en abundancia. A cosa de las siete de la tarde se despertó con la cabeza clara y se dirigió de nuevo hacia San Antonio, no sin haberse arreglado ligeramente el cabello, la corbata y el cuello de su traje. Hecho, esto se encaminó directamente hacia la taberna de Defarge y entró.

Estaba casi desocupada. En un extremo Jaime Tres estaba bebiendo y hablando, al mismo tiempo, con el matrimonio, y La Venganza también tomaba parte en la conversación.

Cuando Carton, en mal francés, pidió que le sirvieran vino, la señora Defarge lo miró distraídamente al principio, pero luego con la mayor atención, hasta que acudió a su lado y le preguntó qué deseaba. Él repitió su petición y tan pronunciado era su acento, que la tabernera le preguntó:

—¿Sois inglés?

—Sí, señora, inglés —contestó en francés malísimo y después de escuchar con la mayor atención a su interlocutora como si le costase entender lo que decía.

La señora Defarge se alejó para servirle, en tanto que él se aplicaba a leer un periódico jacobino, como si tratara de descifrar lo que allí estaba impreso. Entonces oyó que ella decía:

—Se parece extraordinariamente a Evremonde.

Defarge le sirvió el vino y dio las buenas noches al parroquiano, el cual fingió que apenas entendía lo que le decían, aunque luego correspondió al saludo.

—Sí, se le parece algo —dijo Defarge junto al mostrador.

—Te digo que mucho.

—¡Bah, es que lo recuerdas tanto!...— observó La Venganza.— Y esperas el día de mañana para verlo de nuevo.

Carton fingía leer con la mayor aplicación y dificultad, en tanto que el matrimonio, Jaime Tres y La Venganza lo miraban desde el mostrador con la mayor atención. Luego reanudaron la conversación en voz baja.

—Tiene razón tu mujer —decía Jaime Tres.— ¿Por qué detenernos?

—Está bien —replicó Defarge,— pero hemos de detenernos en alguna parte.

—Cuando hayamos logrado el exterminio.

—Nada tengo que decir en contra —observó el tabernero,— pero ese pobre doctor ha sufrido ya mucho.

—Estoy segura de que si de ti dependiera, serias capaz de salvar a ese hombre —dijo la tabernera a su marido.

—Nada de eso —le contestó Defarge,— pero me daría por satisfecho y consideraría acabada mi obra.

—¡Ya lo oís! —exclamó airada la tabernera.— Esa raza maldita ya hace tiempo que figura en mis registros por crímenes que nada tienen que ver con la tiranía y la opresión.

—Es verdad —dijo Defarge.

—Cuando, después de la toma de la Bastilla, encontramos el documento del doctor, lo leímos aquí una noche y, terminada que fue la lectura, revelé un secreto a mi marido. Le dije que me había criado entre pescadores y que la familia tan ultrajada por los Evremonde era mi propia familia. Que la pobre muchacha y el desgraciado joven que cuidó el doctor Manette eran mis hermanos y el padre muerto de dolor era mi padre. Ya veis, pues, que tengo motivos más qué sobrados para vengarme y para procurar el exterminio de todos ellos.

La entrada de algunos bebedores interrumpió aquella conversación. Sydney Carton pagó el vino y salió de la taberna.

A la hora convenida se presentó en casa del señor Lorry, que lo esperaba lleno de ansiedad. Le dijo que acababa de dejar a Lucía y que no había vuelto a ver al doctor, pero seguía desconfiando de que sus gestiones condujeran a un feliz resultado. Hacía ya más de cinco horas que estaba ausente. ¿Dónde se hallaría?

El señor Lorry se volvió al lado de Lucía, en tanto que Carton se quedaba esperando, al doctor junto al fuego. Dieron las doce, pero no compareció y cuando volvió el señor Lorry, los dos amigos estaban ya muy preocupados acerca de aquella ausencia inexplicable.

De pronto oyeron pasos en la escalera y poco después entró el doctor; no tuvo necesidad de decir una sola palabra, pues por su aspecto se comprendía que todo estaba perdido.

No se supo si había visitado a alguien o si anduvo errante por las calles. Se quedó mirando fijamente a sus amigos y con apurada expresión les dijo:

—No puedo encontrarla. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi banqueta de zapatero? ¿Qué ha sido de mí trabajo? Me queda poco tiempo y he de terminar los zapatos.

En vista de que no recibía respuesta de los dos amigos, que se miraban apesadumbrados, volvió a insistir, suplicante, en que se le diera su banqueta, sus herramientas y su labor.

Era evidente que todo estaba perdido. El anciano y Carton se acercaron a él y hablándole suavemente le obligaron a que se sentara ante el fuego.

—Ha desaparecido nuestra última esperanza –dijo Sydney Carton. Lo mejor será llevar a ese pobre hombre con su hija, pero antes os ruego que me prestéis un momento de atención. No me preguntéis las razones que me mueven a poneros ciertas condiciones, ni el por qué de la promesa que he de pediros. Os ruego que cumpláis exactísimamente mis instrucciones, pues para ello tengo algunas razones y de mucho peso.

—No lo dudo. Hablad —dijo el banquero.

Carton hizo una pausa para recoger el abrigo del doctor que estaba a sus pies y, al hacerlo, cayó al suelo una cartera en que éste solía poner la lista de sus quehaceres diarios. Carton la abrió y vio que dentro había un papel doblado.

—Creo que podemos ver qué es eso —dijo. Y después de pasar la vista por el papel exclamó:

—¡Gracias, Dios mío!

—¿Qué es? —preguntó el señor Lorry.

—Un momento.. Ya os lo diré. Ante todo —dijo echando mano a su bolsillo y sacando, un papel— aquí tengo un certificado que me permite salir de la ciudad. Miradlo. Está extendido a nombre de Sydney Carton, inglés.

El señor Lorry lo miró y Carton añadió:

—Hacedme el favor de guardarlo hasta mañana. Ya sabéis que iré a ver a Carlos y prefiero no llevar conmigo este documento. Ahora tomad también este papel del doctor Manette; es un certificado parecido, que le permite salir de la ciudad y de Francia en unión de su hija y de su nieta. ¿Lo veis?

—Sí.

—Probablemente se lo había proporcionado por precaución. Guardad esos dos papeles. Ahora es preciso tener en cuenta que pueden anular de un momento a otro este permiso para el doctor Manette y su familia. Tengo razones para creerlo.

—¿Corren peligro, acaso?

—Sí, y muy grande. La tabernera Defarge se propone denunciarlos. Lo he oído de sus propios labios. Cuenta con el testimonio de un aserrador que vio a Lucía haciendo señales a los presos. Eso puede ser la perdición de Lucía, de su hija y de su padre. Pero no me miréis con esa cara, porque vos podéis salvarlos.

—¡Dios lo quiera, Carton! Pero, ¿cómo?

—Voy a decíroslo. Depende exclusivamente de vos, y de nadie me fiaría con mayor tranquilidad. Esta nueva denuncia la harán probablemente pasado mañana o más tarde, tal vez. Ya sabéis que es delito grave llorar a los condenados a muerte. Lucía y su padre serán culpables de ello y esa mujer esperará a que ocurra eso para que la acusación sea más grave. ¿Seguís mi razonamiento?

—Con tanta atención y confianza —dijo el señor Lorry— que casi había llegado a olvidar a este desgraciado.

—Tenéis dinero y podéis comprar los medios de viajar con rapidez. Hace ya algunos días que teníais hechos los preparativos para la marcha. Tened los caballos preparados para mañana por la mañana, temprano, a fin de que puedan salir a las dos de la tarde.

—Así lo haré.

—Sois un noble corazón. No habría sido posible poner el asunto en mejores manos.

Esta noche decid a Lucía cuanto teméis y el peligro que corren ella, la niña y su padre.

Insistid en eso, pues ella con gusto dejaría caer su hermosa cabeza junto a la de su marido. Por la seguridad de su hija y de su padre hacedle comprender la necesidad de salir de París con vos, a la hora indicada. Añadid que estas fueron las últimas instrucciones de su marido y que del exacto cumplimiento de estas instrucciones depende mucho más de lo que se atreva a creer o a esperar. Creo que su padre, aun en el estado en que se halla, hará lo que su hija le indique.

—Estoy seguro.

—Tened, pues, hechos todos estos preparativos, en este patio, de manera que incluso todos ocupen ya su correspondiente asiento. En el momento en que yo llegue, me dejáis subir y emprendemos la marcha.

—¿Debo entender que he de esperaros suceda lo que suceda?

—Tenéis en vuestro poder mi certificado y me reservaréis mi sitio. No esperéis más sino a que yo llegue. Y luego a Inglaterra.

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