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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (31 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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Capítulo VI

Triunfo

T
odos los días actuaba el temible tribunal de los Cinco. Las listas de los acusados que habían de comparecer ante él se formaban a última hora y la misma noche eran leídas por los carceleros a los presos. Y los carceleros, en son de broma, decían a los desgraciados: «Venid a enteraros de las noticias del diario de la noche».

Carlos Evremonde, llamado Darnay.

Este era el primer nombre de la lista correspondiente a La Force.

Cuando se pronunció este nombre, el llamado se dirigió al lugar reservado para los que habían de comparecer ante el tribunal al día siguiente. Tenía motivos para conocer esta costumbre, pues había presenciado la escena centenares de veces.

Aquella tarde había veintitrés nombres en la lista, pero solamente contestaron veinte a la llamada, porque uno había muerto en la prisión y los otros dos habían sido guillotinados ya y olvidados. La lista se leyó en la misma estancia donde Darnay viera a los presos que le dieron la bienvenida el día de su prisión, pero todos ellos habían sido asesinados ya y los que escaparon a la matanza murieron en la guillotina.

Se oyeron varias despedidas y algunas frases de aliento, y los presos que se quedaban se ocuparon inmediatamente en la organización de algunos festejos que tenían proyectados, de manera que apenas hicieron caso de los que se marchaban, no porque careciesen de sensibilidad, sino porque ya estaban acostumbrados.

Los presos nombrados fueron trasladados a la Conserjería, en donde pasaron una mala noche y al día siguiente comparecieron quince de ellos antes de que Carlos fuese llamado ante sus jueces. Los quince fueron condenados a muerte y en juzgarlos solamente se tardó una hora y media.

—Carlos Evremonde, llamado Darnay.

Sus jueces estaban sentados y sus cabezas se cubrían con sombreros adornados de plumas, pero todos los demás se tocaban con el gorro rojo, en el cual llevaban la escarapela tricolor. Al mirar al tribunal y a los asistentes, se podría haber creído que se había alterado el orden natural de las cosas y que los criminales juzgaban a los hombres honrados. La hez de la ciudad, los individuos más bestiales y crueles eran los que inspiraban las resoluciones del tribunal, haciendo comentarios, aplaudiendo o desaprobando e imponiendo su voluntad. Los hombres estaban armados en su inmensa mayoría y las mujeres, algunas llevaban cuchillos y puñales, y comían y bebían, en tanto que otras hacían calceta. Una de éstas mientras trabajaba, sostenía bajo el brazo una labor ya terminada. Estaba en primera fila, al lado de un hombre en quien Carlos reconoció a Defarge. Observó que una o dos veces ella le habló al oído, pero lo que más le llamó la atención fue que aquella pareja no lo mirasen ni por casualidad. Parecían estar esperando algo, y solamente dirigían miradas hacia el jurado. Debajo del Presidente se sentaba el doctor Manette, vestido como siempre, y a su lado estaba el señor Lorry. Carlos observó que estas eran las dos únicas personas que no se adornaban con los atributos soeces de la Carmañola.

Carlos Evremonde, llamado Darnay, era acusado por el fiscal de emigrado, y su vida pertenecía a la República, según el decreto que desterraba a todos los emigrados bajo pena de muerte. Nada importaba que este decreto llevara una fecha posterior a la llegada de Carlos a Francia. Existía el decreto, fue preso en Francia y por lo tanto pedía su cabeza.

—¡A muerte! —gritó el público—. ¡Muera el enemigo de la República!

El residente agitó la campanilla para acallar aquellos gritos y preguntó al preso si era cierto que había vivido varios años, en Inglaterra.

Darnay contestó afirmativamente.

—¿No eres, pues, un emigrado? ¿Qué te consideras, pues?

—De acuerdo con el sentido y el espíritu de la ley no me tengo por tal.

—¿Por qué no? —preguntó el presidente.

—Porque voluntariamente renuncié a un título que me era odioso y a una situación que me desagradaba. Dejé mi país para vivir de mi trabajo en Inglaterra, antes que del trabajo de los agobiados y desgraciados franceses.

—¿Qué pruebas tienes de eso?

Darnay dio el nombre de dos testigos: Teófilo Gabelle y Alejandro Manette.

—¿Te casaste en Inglaterra? —le preguntó, luego, el presidente.

—Sí, pero no con una inglesa, sino con una francesa de nacimiento.

—¿Cómo se llama? ¿A qué familia pertenece?

—Lucía Manette, hija única del doctor Manette, el excelente médico aquí presente.

Esta contestación ejerció muy buen efecto sobre el público, que, caprichoso como suelen ser las turbas, empezó a gritar vitoreando al doctor y algunos, tal vez los que con mayor ferocidad pidieron la cabeza del preso, derramaron lágrimas de emoción, Carlos Darnay había contestado siguiendo las instrucciones que le diera el doctor que previó todas las contingencias del interrogatorio.

El presidente le preguntó, entonces, por qué regresó a Francia cuando lo hizo y no antes.

—Sencillamente porque no tenía medios de vivir en Francia, exceptuando los que había renunciado, en tanto que en Inglaterra vivía dando lecciones de francés y de literatura francesa. Volví para responder al llamamiento que me dirigió un ciudadano francés, cuya vida ponía en peligro mi ausencia. ¿Hay en todo eso algo delictivo a los ojos de la República?

—¡No! —gritó entusiasmado el populacho. El presidente agitó la campanilla para imponer silencio, sin lograrlo, porque siguieron gritando hasta que se cansaron.

—¿Cómo se llama el ciudadano a que te refieres? —preguntó el presidente.

El acusado explicó que este ciudadano era su primer testigo y expresó la esperanza de que su carta, que le quitaron al prenderle, figuraría entre los documentos que el presidente tenía delante.

El doctor había cuidado de que estuviera la carta en cuestión y el presidente la leyó inmediatamente. Llamó luego al ciudadano Gabelle para que ratificase su contenido y el testigo lo hizo.

Enseguida se llamó a declarar al doctor Manette. Su popularidad y la claridad de sus respuestas produjeron grande impresión. Demostró que el acusado fue su amigo antes de ser su yerno, que había residido siempre en Inglaterra y que lejos de gozar del favor del gobierno aristocrático de aquel país, estuvo a punto de ser condenado a muerte, como enemigo de Inglaterra y amigo de los Estados Unidos. Desde aquel momento se identificaron el jurado y el pueblo, y cuando el doctor apeló al testimonio del señor Lorry, allí presente, el jurado declaró que se daba por satisfecho y que estaban dispuestos a votar si el presidente lo consentía.

A cada voto (los jurados lo hacían en voz alta e individualmente) el populacho aplaudía entusiasmado. Todas las voces resonaban en favor del preso y el presidente lo declaró libre.

Entonces se vio una de aquellas escenas extraordinarias en las que el populacho demuestra su inclinación hacia los sentimientos generosos. Tan pronto como se pronunció el fallo absolutorio, muchos de los asistentes empezaron a derramar lágrimas y a abrazar al preso, hasta el punto de que éste corrió peligro de perecer asfixiado, lo que no impedía que aquel mismo populacho se hubiera echado sobre él para destrozarlo si hubiese sido declarado culpable.

Gracias a que tuvo que salir para que pudieran continuar la tarea del tribunal, se vio libre, momentáneamente, de aquellas caricias. Llegó la vez de que fueran juzgados cinco acusados como enemigos de la República, por el delito de no haber expresado su entusiasmo por ella con hechos o con palabras. Y tan rápido anduvo el tribunal en compensar a la nación por aquella vida que había salvado, que los cinco desgraciados fueron condenados a muerte antes de que Carlos saliera de la sala. El primero de ellos comunicó la sentencia a Carlos levantando un dedo, señal de muerte acostumbrada en la prisión y luego todos gritaron irónicamente:

—¡Viva la República!

Aquellos cinco desdichados no tuvieron público que hiciera durar el juicio, porque en cuanto Darnay salió en compañía del doctor Manette, lo rodeó una multitud en la que le pareció reconocer a todos los asistentes al juicio, exceptuadas dos personas a las que en vano buscó con la mirada. La multitud lo hizo objeto de sus aclamaciones y abrazos; luego lo sentaron en un sillón y lo llevaron en triunfo a su casa.

El doctor se adelantó a aquella procesión con el fin de preparar a su hija, y cuando ésta vio a Carlos cayó desvanecida en sus brazos. Mientras él sostenía a Lucía sobre su pecho, el populacho empezó a bailar la Carmañola. Luego sentaron en el sillón a una joven, proclamándola diosa de la Libertad y se la llevaron en hombros entre gritos y cánticos.

Después de estrechar la mano del doctor que, orgulloso de sí mismo estaba a su lado y la del señor Lorry que, jadeante, se había abierto paso por entre la multitud, y después de besar a la pequeña Lucía y de abrazar a la buena señorita Pross, tomó a la esposa en sus brazos y se la llevó a sus habitaciones.

—¡Lucía! ¡Amor mío! ¡Ya estoy libre!

—¡Oh, querido Carlos, déjame que dé gracias a Dios!

Los dos inclinaron reverentemente la cabeza y cuando ella estuvo de nuevo en sus brazos, Carlos le dijo:

—Ahora, querida, da las gracias a tu padre. Nadie más en Francia podría haber hecho lo que él ha hecho por mí.

Lucía reclinó la cabeza en el pecho de su padre, el cual se sintió feliz de haber podido pagar la deuda de gratitud que con su hija tenía.

Y considerándose recompensado de sus antiguos dolores y orgulloso de su fuerza, le dijo:

—Sé fuerte, querida mía. No tiembles así. Yo lo he salvado.

Capítulo VII

Llaman a la puerta

Y
o lo he salvado». No era uno de tantos sueños antiguos que volvía, sino que Carlos estaba realmente allí. Y, sin embargo, su mujer temblaba y sentía un temor vago pero intenso.

Era imposible, en efecto, olvidar que otros tan inocentes como su esposo habían muerto en aquellos tiempos en que el pueblo se mostraba tan cruel y vengativo. Su padre, en cambio, le daba ánimos y se sentía satisfecho de haber logrado el éxito en su empeño de salvar a Carlos.

El menaje de la casa era sumamente sencillo, no solamente porque eso era lo más prudente, sino que también porque no eran ricos, y Carlos, durante su largo encierro, había tenido que pagar bastante caro el mal alimento que le vendían. Por estas razones y para evitarse un espía doméstico, no tenían criada; los ciudadanos que hacían de porteros les prestaban algunos servicios, y Jeremías, que el señor Lorry les había cedido casi por completo, dormía en la casa todas las noches.

La República Una e Indivisible de Libertad, Igualdad y Fraternidad o Muerte, había ordenado que sobre las puertas de todas las casas se inscribiera el nombre de sus habitantes. Por consiguiente en casa del doctor figuraba también el nombre de Jeremías Roedor, y cuando se acentuaron ya las sombras de la tarde, el posesor de este nombre regresó de llamar a un pintor que había de añadir a la lista el nombre de Carlos Evremonde, llamado Darnay.

En aquellos tiempos en que reinaba la desconfianza y el temor, la familia del doctor, como muchas otras, adquirían todos los días los comestibles y artículos necesarios, en pocas cantidades y en diversas tiendas. Desde hacía algún tiempo la señorita Pross y el señor Roedor llenaban las funciones de proveedores; la primera llevaba el dinero y el segundo el cesto. Todas las tardes, al encenderse el alumbrado público, salían en cumplimiento de sus deberes y compraban lo que se necesitaba en la casa. A pesar de que la señorita Pross pudiera haber conocido el francés perfectamente, aprendiéndolo en los largos años que llevaba viviendo con una familia francesa, no conocía más este idioma que el mismo señor Roedor, es decir, nada absolutamente. Por eso sus compras las hacía pronunciando un nombre ante el vendedor y si no había acertado agarraba lo que quería comprar y no lo soltaba hasta haber cerrado el trato. Y el regateo lo llevaba a cabo señalando siempre con un dedo menos que el vendedor, cualquiera que fuese el precio.

—Señor Roedor —dijo la señorita Pross con los ojos encarnados por haber llorado de felicidad— yo estoy dispuesta. Si queréis podemos salir.

Jeremías se puso a la disposición de su compañera.

—Hoy necesitamos muchas cosas, pero tenemos tiempo. Entre otras cosas hemos de comprar vino. Adonde vayamos encontraremos a esos gorros colorados brindando y emborrachándose.

—¡Cuidado, querida! —exclamó Lucía—. Tened cuidado.

—Seré prudente —contestó la señorita Pross—. Vos quedaos junto al fuego, cuidando de vuestro marido que habéis recobrado y no os mováis hasta que regrese.

Salieron dejando a la familia junto al fuego. Esperaban que llegase de su Banco el señor Lorry y estaban todos tranquilos, gozando de la dicha de verse reunidos.

De pronto Lucía preguntó:

—¿Qué es eso?

—Hija mía, cálmate —le dijo el doctor—. Cualquier cosa te sobresalta.

—Me pareció haber oído un ruido en la escalera —contestó Lucía.

—No se oye nada.

Apenas acababa de decir el doctor estas palabras, cuando se oyó llamar a la puerta.

—¿Qué será, padre? ¡Escóndete, Carlos! ¡Salvadlo, padre mío!

—Ya lo he salvado —contestó el doctor levantándose—. Déjame ahora que vaya a ver quién llama.

Tomó una lámpara de mano, cruzó las dos estancias vecinas y abrió. Se oyó enseguida cómo unos rudos pies pisaban el suelo y al mismo tiempo entraron en la estancia cuatro hombres cubiertos con el gorro rojo y armados de sables y pistolas.

—¿El ciudadano Evremonde, llamado Darnay?

—¿Quién le busca? —preguntó Darnay.

—Nosotros. Te conozco, Evremonde. Hoy te vi en el tribunal. Vuelves a ser prisionero de la República.

Y los cuatro hombres lo rodearon mientras su esposa y su hija se abrazaban a él.

—¿Por qué se me prende de nuevo?

—Ven con nosotros a la Conserjería y mañana lo sabrás. Mañana mismo has de ser juzgado.

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