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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (13 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Jerjes, desde tierra firme, asistió a la catástrofe de su flota, que perdió doscientas naves contra cuarenta griegas. Los únicos de entre sus marineros que sabían nadar eran también griegos, que se unieron al enemigo. Los demás se ahogaron.

Así, por segunda vez desde Maratón, Atenas salvóse a sí misma y a Europa en Salamina. Corría el año 480 antes de Jesucristo.

CAPÍTULO XVIII

Temístocles y Efialtes

Cuando, una vez consumados los hechos, los generales y almirantes griegos se reunieron para decidir quién, entre ellos, había sido el mayor artífice de la victoria y recompensarle, cada uno dio dos votos: uno a sí mismo y el otro a Temístócles.

Éste había continuado, aun después de Salamina, haciendo de las suyas. Después de la batalla naval, había vuelto a mandar el mismo esclavo, de absoluta confianza, a informar a Jerjes que él había logrado disuadir a sus colegas de que persiguiesen a la flota derrotada. ¿Lo había hecho realmente? ¿Y por qué motivo advertía de ello a su adversario? Tal vez porque no se sentía seguro y prefería que éste se retirase. Pero la continuación de sus vicisitudes nos hace vislumbrar más graves sospechas. Sea como fuere, también esta vez Jerjes le hizo caso. Dejó en Grecia trescientos mil hombres bajo el mando de Mardonio. Y con los demás, entre los que la disentería causaba estragos, se retiró desalentado a Sardes. Hubo un año de tregua porque en ambas partes sentíase necesidad de recobrar alientos. Después, un ejército griego de cien mil hombres conducidos por el rey de Esparta, Pausanias, fue a alinearse en Platea frente al persa. El encuentro tuvo lugar en agosto de 479, y de nuevo nos hallamos ante cifras poco dignas de crédito. Heródoto dice que Mardonio perdió doscientos sesenta mil soldados, y esto puede ser. Pero añade que Pausanias perdió ciento cincuenta y nueve, y esto ya nos parece inverosímil.

De todos modos, fue una gran victoria terrestre, a la que pocos días después se añadió otra marítima, en Micala, donde la flota persa quedó destruida. Como después de la guerra de Troya, los griegos fueron de nuevo dueños del Mediterráneo. O mejor dicho, lo fueron los atenienses, que eran los que habían dado la mayor contribución. Temístocles, el hombre de las «emergencias» y de los «hallazgos», supo aprovechar para sí aquella posición. Organizó una confederación de ciudades griegas de Asia y del Egeo, que se llamó «Delia» porque se escogió como protector al Apolo de Delos, en cuyo templo se convino depositar el tesoro común. Pero pidió y obtuvo que Atenas, además de ser su guía, contribuyese no ya con dinero, sino con naves. Así ésta tuvo un pretexto para desarrollar aún más su flota, con la que reforzó el dominio naval que ya ostentaba.

Temístocles leía con claridad el destino de su patria. Sabía que de la parte de tierra no había que esperarse nada bueno, y no sosegó hasta que hizo aceptar al Gobierno el proyecto de encerrar la ciudad hasta el puerto de El Pireo —que es un buen trecho de camino—, dentro de una enorme valla, y que ésta fuese abierta sólo sobre el mar, donde su fuerza era ya suprema. Preveía las luchas con Esparta y con los demás Estados del interior, celosos del poderío ateniense. Y al mismo tiempo tomó la iniciativa de los tratados de paz con Jerjes porque quería el mar despejado y abierto al comercio.

Mas, al igual que Milcíades, se proponía hacerse pagar también los servicios que prestaba, y lo hizo sin reparar en los medios. La democracia había enviado al exilio a muchos aristócratas conservadores y propietarios, poseedores de conspicuas fortunas. Propuso hacerles llamar, se embolsó las gratificaciones y les dejó en el destierro. Un día se presentó con la flota en las islas Cicladas y les impuso una multa por la ayuda que, obligados con violencia, habían prestado a Jerjes. Con escrupulosa exactitud entregó el total al Gobierno; pero guardó en su bolsillo las sumas que algunas de aquellas ciudades le habían deslizado en él para quedar eximidas del castigo.

Si la guerra hubiese continuado, los atenienses tal vez se lo habrían perdonado. Pero la gran borrasca había pasado ya y todos deseaban volver a la normalidad que significaba, sobre todo, honestidad y orden administrativo, por lo que la Asamblea recurrió otra vez el ostracismo para condenar a aquel que, apoyándose en el mismo, había hecho condenar al virtuoso Arístides.

Temístocles se retiró a Argos. Era riquísimo. Sabia gozar también de la vida al margen de las ambiciones políticas. Y acaso no habría vuelto a dar que hablar si los espartanos no hubiesen mandado a Atenas un legajo de documentos de los que resultaba que Temístocles había negociado secreta y traidoramente con Persia, de acuerdo con su regente Pausanias, que ellos habían condenado ya a muerte.

La Historia no ha puesto en claro si esta denuncia correspondía a la verdad. El «affaire» Temístocles semeja un poco al de Tukachevski, el mariscal soviético que los alemanes, para librarse de él, denunciaron como traidor a Stalin. Mas el brillante estratega, enterado de lo que estaba a punto de caerle encima, buscó refugio precisamente en la Corte de Artajerjes, el sucesor de Jerjes. ¿No había preparado Temístocles, hombre previsor, el terreno, el día que mandó a los persas la famosa información que permitió su retirada, tras el desastre de Salamina, con toda tranquilidad? Artajerjes le recompensó del favor con suntuosa hospitalidad, le aseguró una cuantiosa pensión, y prestó oído complaciente a los consejos que Temístocles le dio de reanudar la lucha contra Atenas, y a los criterios que había que seguir para llevarla a buen término.

La muerte, llevándose a los sesenta y cinco años, en 459, a aquel «padre de la patria» que se disponía a convertirse en el sicario, puso fin a la carrera de un inquietante personaje, que parecía encarnar todas las cualidades y los vicios del genio griego.

Mientras tanto, en Atenas se había creado una situación nueva. Los dos partidos —el oligárquico y el democrático, dirigido el primero por Cimón, hijo de Milcíades, y el segundo por Efialtes— no estaban ya equilibrados como antes, cuando se alternaban en el poder. Por dos motivos; en primer lugar porque la guerra había sido ganada por la flota, arma y feudo de la burguesía mercantil, a costas del Ejército que, arma y feudo de la aristocracia terrestre, casi no había tomado parte en ella. Y, además, porque la valla dentro de la cual Atenas proyectaba encerrarse y que ya estaba comenzada, acentuaba su vocación, burguesísima, de emporio marítimo, Cimón fue la víctima de esta situación. De su padre no había heredado ninguno de aquellos cínicos recursos que habían labrado su suerte. Era un hombre honesto, de gran carácter y políticamente desmañado. Pero no fue éste el motivo de su derrota, pues también su adversario era íntegro y esquinado.

De ese Efialtes, cuya acción fue decisiva, pues allanó el camino a Pericles e inauguró el período áureo de Atenas, sabemos solamente que era un hombre pobre, incorruptible, melancólico e idealista. Atacó a la aristocracia en su castillo roquero, el Areópago o Senado, o sea en el plano constitucional, revelando ante la Asamblea todos los manejos que se perpetraban en aquél para convertir prácticamente en inoperante la democracia. Sus acusaciones eran documentadas e incontrovertibles. Ellas pusieron a la luz todos los manejos y todas las intrigas a que se entregaban los senadores, con la colaboración de los sacerdotes, para imprimir un aval religioso a sus decisiones, que tendían solamente a salvaguardar los intereses de casta.

El Areópago salió malparado de aquella campaña. No solamente no logró salvar a varios de sus miembros, condenados unos al destierro y otros a muerte, sino que se vio despojado de casi todos sus poderes y reducido a una posición subordinada con respecto a la Asamblea, o Cámara de diputados. Pero Efialtes pagó cara su victoria. Después de algunas tentativas infructuosas para corromperle, no les quedó a sus adversarios, para desembarazarse de él, más que el puñal de un asesino. Fue muerto el 461. Pero, como de costumbre, el delito no «pagó». Al revés, hizo más aplastante e irrevocable el triunfo de la democracia y costó el ostracismo a Cimón, que probablemente nada tuvo que ver con el atentado.

Las perspectivas para Atenas no podían ser más brillantes cuando Pericles, sucesor natural de Efialtes, hizo su debut político. En el mismo año 480 que Atenas había derrotado a los persas en Salamina, los griegos de Sicilia habían batido en Himera a los cartagineses. En todo el Mediterráneo oriental el Occidente, representado por la flota ateniense, tomaba la delantera al Oriente, representado por los persas y los fenicios. Las victorias de Maratón, de Platea, de Himera y de Micala no eran definitivas.

Contra los persas se siguió combatiendo durante decenios, pero los teatros de la guerra se alejaban cada vez más hacia el Este. El Mediterráneo oriental estaba abierto ya para la flota de Atenas, que podía disfrutarlo a su antojo.

La ciudad poseía todas las condiciones para convertirse en una gran capital. Mercaderías y oro afluían a ella. Y sobre todo afluían hombres de diversas civilizaciones para crear en ella aquel cruce de culturas del que salió una nueva: la que suele llamarse precisamente «la civilización griega», la civilización del Partenón, de Fidias, de Sófocles, de Eurípides, de Sócrates, de Aristóteles y de Platón. Fue un florecimiento rápido y ágil, que en dos siglos dio a la humanidad lo que otras naciones no han dado en milenios.

Tercera parte
La edad de Pericles
CAPÍTULO XIX

Pericles

La mayor fortuna que puede tenerse en este mundo es nacer en el momento oportuno. Muy probablemente cada generación tiene sus Césares, sus Augustos, sus Napoleones y sus Washington. Pero si les toca actuar en una sociedad que no les acepta por demasiado acerba o demasiado marchita, acaban, habitualmente, en vez de en el poder, en la horca o en la oscuridad.

Pericles fue uno de los pocos venturosos. Tuvo de su parte tantas y tan felices circunstancias, se encontró dotado de cualidades que tan bien respondían a las necesidades de su tiempo, que la Historia —que siempre se inclina ante la suerte— ha terminado por dar su nombre al más glorioso y floreciente período de la vida ateniense. La
Edad de Pericles
es la Edad de Oro de Atenas.

Era hijo de Jantipo, un oficial de marina que en Salamina conquistó los galones de almirante y mandó la flota en la victoriosa batalla de Micala; y de Agarista, sobrina segunda de Clístenes. Era, pues, un aristócrata, pero ligado ideológicamente al partido demócrata: el de más seguro porvenir. Alga debía designarle desde niño a una posición de primer plano, porque desde entonces se hizo circular sobre su origen una leyenda que ponía en causa la sobrenatural. Decíase que Agarista, poco antes de traerle al mundo, había sido visitada en sueños por un león.

En realidad, el pequeño Pericles no mostró mucha semejanza con el león. Era más bien delicado y débil, con una curiosa cabeza en forma de pera, que después se tornó en blanco de las malas lenguas y de los
chansonniers
de Atenas, que la hicieron objeto de infinitas burlas. Pero su familia le dio desde el principio una educación de príncipe heredero, y él la aprovechó con mucha inteligencia. Historia, economía, literatura y estrategia eran su yantar cotidiano. Se lo proporcionaban los más insignes maestros de Atenas, entre los cuales destacaba Anaxágoras, al cual el discípulo siguió después mostrando profundo afecto.

De chico, Pericles debió de ser prematuramente serio, precozmente imbuido de su propia importancia y con destacadas características de «primero de la clase», bien impopular entre sus coetáneos. Porque desde el primer momento que entró en la política —y entró muy pronto— no cometió ninguno de esos errores en los que habitualmente caen, por atolondramiento, los debutantes. Lo prueba el sobrenombre de Olímpico que en seguida le atribuyeron y que usaron también sus adversarios, aun cuando fuese con un asomo de ironía. Había verdaderamente en él algo que parecía provenir de lo alto. Tal vez era su modo de hablar que suscitaba esa impresión. Pericles no era un orador fecundo, enamorado de su propia palabra, como Cicerón o Demóstenes. Raramente pronunciaba discursos; cuando lo hacía era brevemente, y se escuchaba, eso sí, mas para controlarse, no para embriagarse. Tenía la lógica geométrica de la estatuaria y de la arquitectura de aquel período. En su fuero interno, no existían pasiones. Había solamente hechos, datos, cifras y silogismos.

Pericles era un hombre honesto, pero no a lo Arístides que de la honestidad había querido hacer una religión en medio de compatriotas estafadores, que querían ser administrados por un hombre de pro que, sin embargo, les dejase continuar sus latrocinios. Como Giolitti, Pericles fue honesto de sí, y, efectivamente, salió de la política con el mismo patrimonio con el que había entrado; mas para los demás se mostró tolerante. Y fue sobre todo por este buen sentido, creemos, que los atenienses no se cansaron de elegirle para los más altos cargos durante casi cuarenta años seguidos, desde 467 a 428 antes de Jesucristo, y reconocieron a su cargo de
strategos autokrator
más poderes que cuantos le reconocía la Constitución.

Demócrata auténtico, aunque sin gazmoñería, Pericles no cometió abusos. Para él, el régimen mejor era un liberalismo ilustrado y de progresivo reformismo, que garantizase las conquistas populares dentro del orden y excluyese la vulgaridad y la demagogia.

Es el sueño que acarician todos los hombres de Estado sensatos. Pero la suerte de Pericles consistió precisamente en el hecho de que Atenas, después de Pisístrato, Clístenes y Enaltes, estaba en condiciones de poderlo realizar y contaba con la clase dirigente adecuada para hacerlo.

La democracia, sancionada por las leyes, hallaba aún algunas dificultades de aplicación a causa del desequilibrio económico entre clase y clase. Pericles introdujo la «quinta» en el ejército, de modo que el servicio de las armas no acarreara, para los pobres, la ruina de la familia y concedió un pequeño estipendio a los jurados de los tribunales, a fin de que tan delicada función no fuese un monopolio de los ricos. Extendió la ciudadanía a varias categorías de personas que por una razón u otra estaban inhabilitadas para ella, pero impuso, o se dejó imponer, una especie de racismo que prohibía la legitimación de los hijos habidos con un extranjero. Medida absurda, que más tarde él mismo había de pagar.

Su mejor arma política fueron las obras públicas. Podía emprender cuantas quisiera, porque con los mares libres y con una flota como la ateniense, el comercio navegaba a toda vela y el Tesoro rebosaba dinero. Y, por lo demás, todos los grandes estadistas son también grandes constructores. Pero lo que distingue a Pericles de los otros no es tanto el volumen como la perfección técnica y el gusto artístico que quiso imprimir a sus realizaciones. Disponía, desde luego, para llevar a cabo su obra, de hombres idóneos: maestros como Ictino, Fidias, Mnesicles. Pero fue Pericles quien les llamó a Atenas, seleccionándolos y supervisando los planes. Así, bajo su mandato, fue realizado el amurallamiento que Temístocles proyectaba para aislar, tierra adentro, la ciudad y su puerto. Viendo en él una fortaleza inexpugnable los espartanos mandaron un ejército para destruirla. Pero resistió. Pericles encontró algunas dificultades para convencer a sus conciudadanos de elevar el Partenón, la más grande herencia arquitectónica y escultórica que Grecia nos ha dejado. El presupuesto preveía un gasto de más de diez mil millones de liras. Y los atenienses, por mucho que amasen lo bello no estaban dispuestos a pagar tanto. Es característica de Pericles la estratagema a la que recurrió para convencerles. «Bien —dijo, resignándose—, entonces consentidme que lo construya por mi cuenta, quiero decir que en el frontón, en vez del nombre de Atenas, será inscrito el de Pericles.» Y por envidia y emulación se consiguió lo que la avaricia había impedido.

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