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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (12 page)

BOOK: Historia de los griegos
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El nuevo rey de aquel país, Ciro
el Grande,
había conquistado ya Babilonia y la Mesopotamia, cuando Creso le declaró la guerra. Pero justamente el día de la batalla hubo un eclipse de luna. Los dos ejércitos se espantaron tanto que se negaron a combatir. Poco después, Creso fue a Delfos para consultar al oráculo. Y éste le contestó que, si lograba atravesar con sus tropas el río Halys, destruiría un poderoso Imperio. La profecía se cumplió. Creso atravesó el río Halys, presentó batalla, y perdió un poderoso Imperio: el suyo. Heródoto cuenta que, al capturarle, Ciro le puso sobre una parrilla para «sacrificarle a los dioses», como entonces se decía gentilmente, asado en su punto. En aquel momento, Creso se acordó de Solón quien, aunque con mucha diplomacia, le había exhortado a la prudencia, e invocó su nombre por tres veces. Ciro quiso saber quién era aquel Solón. Y una vez oída su historia, quedó tan impresionado que mandó desatar al prisionero. Demasiado tarde, pues el fuego ya ardía. Pero algún dios misericordioso envió un buen temporal que apagó la hoguera.

Así narraba Heródoto los grandes acontecimientos históricos. Según él, no solamente Creso se puso a salvo, sino que se hizo amigo de Ciro y gozó toda la vida de su hospitalidad. El trono, empero, no lo recuperó. Y la anexión de la Lidia permitió a Persia asomarse el Mediterráneo, justo frente a Grecia, que se las daba de dueña con la flota ateniense.

A la sazón la corona de Ciro la ceñía Darío, un
condottiero
de ejércitos más que un verdadero hombre de Estado, y, como tal, propenso a calibrar la importancia de un Imperio por su extensión. De conquista en conquista, se había introducido ya en el continente europeo, engullendo Tracia y Macedonia e instalándose así en la vertiente montañosa de la Grecia meridional.

Los historiadores dicen que Darío había concebido el grandioso proyecto de imponer al mundo la civilización oriental, destruyendo todos los centros de la occidental. Lo dudamos, porque, cuando Hipias, al refugiarse en su Corte tras el exilio, empezó a atizarle contra la propia patria, Darío contestó; «Pero, ¿quiénes son esos atenienses?» Evidentemente, era la primera vez que oía hablar de ellos. No era hombre de grandes concepciones estratégicas. Seguía una lógica militar propia, la sencillísima de todos los generales desde que el mundo es mundo, y, según la cual, la conquista de un país no está afirmada si no es seguida por la de los países limítrofes. Había sido la aplicación de este principio lo que le llevó a anexionarse también las islas del Egeo oriental, porque éstas amenazaban las costas de Asia Menor donde se había instalado.

Entre sus conquistas, hubo también la de Mileto, que soportó mal el yugo persa. Aristágoras, uno de los irredentistas más encendidos, fue a solicitar ayuda de Esparta, que declinó. Era una ciudad de campesinos que no veían más allá de sus narices. Aristágoras se trasladó a Atenas y halló buena acogida. Los atenienses eran armadores y mercaderes, para los cuales el mar lo significaba todo. Las ciudades del Egeo eran casi todas colonias jonias, o sea fundadas y pobladas por gente del Ática. Y Aristágoras era un gran orador: cualidad que para los buenos gustadores de Atenas era muy apreciada.

Tal vez los sucesores de Clístenes no sabían con exactitud lo que, en el llamado equilibrio de fuerzas mundiales, representaba Darío. Y de todos modos, tampoco tuvieron una idea exacta de la importancia histórica que entrañaba la decisión de atajarle el paso. Tan sólo hoy, ante los hechos consumados, podemos decir que gracias a aquello fue posible el nacimiento de Europa. Si Darío hubiese pasado entonces, el Occidente se habría quedado como tributario del Oriente quién sabe durante cuántos siglos y con qué consecuencias. Pero de momento es lícito pensar que los atenienses fueron tentados solamente por la idea de contribuir al rescate de algunas ciudades que constituían sus Trento y Trieste. Y fue tal vez con cierta ligereza que decidieron enviar allí a una pequeña flota de veinte naves en ayuda de los insurgentes.

Acabó mal porque, en la flota de la liga jónica que se formó para la ocasión, el contingente de Samos desertó en el momento de la batalla que se libró en aguas de Lade y que significó para los griegos una derrota colosal. Los persas reconquistaron Mileto, mataron a todos sus habitantes varones y redujeron las islas jónicas a tales condiciones que no volvieron a recobrarse nunca más. Y, con gran alegría de Hipias, declararon la guerra a Atenas.

CAPÍTULO XVII

Milcíades y Arístides

El destino de Grecia, que muy poco después había de desaparecer como nación por el hecho de no haber logrado serlo, fue preanunciado por el espectáculo que ofreció en aquel año 490 antes de Jesucristo, cuando seiscientas naves y doscientos mil soldados persas se asomaron a sus puertas. Los Estados septentrionales se rindieron cada uno por su cuenta; Eubea se sometió; Esparta pidió consejo a los dioses, que le dieron el de evitar los «líos». Total: que al lado de Atenas sólo formó la pequeña Platea, ciudad de segundo orden, que mandó su modesto ejército a alinearse junto al que con gran prisa había preparado Milcíades.

Era éste un caudillo que hubiese hecho muy buena figura también en la Italia del siglo XV, de esos que, cuando nacen en el momento justo, o sea en el del peligro, representan una bendición para su país. Había en él algo que recuerda a McArthur, y debía conducirle a los mismos éxitos y a los mismos excesos. Con veinte mil hombres someramente armados, sintéticamente adiestrados y con escasa tradición militar, Milcíades tenía que afrontar a doscientos mil y en condiciones particularmente difíciles a causa de un reglamento que le imponía compartir los turnos de mando con otros nueve generales. Los atenienses no querían que de una guerra volviesen a casa «héroes», dispuestos tal vez a sacar provecho de los méritos militares para una carrera política. Pero en determinados casos ciertas preocupaciones acarrean la parálisis.

La gran suerte de Milcíades fue que el día de la batalla en la llanura de Maratón, el turno de mando le tocase a Arístides, el cual, reconociendo, como hombre honrado que era, la superior capacidad de su colega, renunció en su favor. Milcíades había comprendido cuál era el punto flaco de los persas; eran valientes soldados individualmente, pero no tenían ninguna idea de la maniobra colectiva. Y sobre ésta apostó. De dar crédito a los historiadores de la época —que desgraciadamente eran todos griegos—, Darío perdió siete mil hombres y Milcíades ni siquiera doscientos. No nos parece muy creíble. Pero lo cierto es que fue una gran y sorprendente victoria. Todos sabemos cómo el mensajero mandado a anunciarla a Atenas, Fedípides, cayó muerto, con los pulmones reventados, dando un ejemplo que ningún maratoniano, hasta Zatopek, ha vuelto a tener la fuerza y el valor de seguir. Mientras corría, llegaron también a Maratón los espartanos. Estaban sinceramente apenados por su retraso y pidieron humildemente perdón por él a los vencedores.

Henchido de orgullo y con el pecho cubierto de medallas, Milcíades pidió setenta naves. Los atenienses no comprendieron qué quería hacer con ellas, pero, por gratitud, se las dieron. El general, convertido en almirante, las condujo a Paros a cuyos habitantes intimó que le entregasen cien talentos, algo así como quinientos millones de liras. He aquí lo que quiso hacer con aquella flota: cobrarse el servicio que había prestado a su patria, la cual se había olvidado de pagárselo. El Gobierno le reclamó, pero le impuso entregar tan sólo la mitad de lo que se había embolsado. Milcíades no llegó a tiempo de restituirlo porque la muerte se lo llevó, por suerte suya y de su país. A saber cuántas cosas habría imaginado si hubiese quedado con vida.

Sobrevivióle Arístides, cuyas vicisitudes nos demuestran, desgraciadamente, que la honestidad en política no encuentra siempre su recompensa, y que la historia, como las mujeres, siente debilidad por los bribones.

Era el hombre hacia el cual todo el público volvió la mirada cuando una noche, en el teatro, un actor declamó ciertos versos de Esquilo que decían: «Él no pretende parecer justo, sino serlo. Y de su ánimo no germinan, como trigo de fértil gleba, más que sabiduría y mesura», pues cada uno vio en esta descripción su retrato. Era el hombre que no sólo había cedido su turno de mando a Milcíades, sino que después de la batalla, habiendo recibido en custodia las tiendas del enemigo, dentro de las cuales se acumulaban cuantiosas riquezas, las había entregado intactas al Gobierno; cosa que también en aquéllos tiempos, como se ve, causaba gran impresión. Su rectitud era tan universalmente reconocida que, cuando Atenas y sus aliados convinieron en formar una liga e instituir un fondo común en Delos, fue él, por votación unánime, designado para administrarlo.

No nos maravilla, porque había sido amigo y discípulo de Clístenes. Y había pasado la juventud combatiendo, en nombre del orden democrático, la corrupción política y las malversaciones de sus funcionarios. Desgraciadamente, son cualidades que la gente admira, pero no ama. Y acaso le faltaba a Arístides aquel don de la «simpatía» que había sido la fuerza de Pisístrato y le había permitido hacerse perdonar su cinismo. El hecho es que fue batido por su adversario Temístocles, del que tal vez le separaba más bien una rivalidad sentimental que una oposición ideológica. Habían estado ambos perdidamente enamorados de la misma muchacha, Estesilao de Ceo. A la sazón, ella había muerto. Pero los rencores habían sobrevivido, y la mala fortuna quiso que las buenas cualidades, entre los dos, estuviesen equitativamente repartidas: al superior carácter de Arístides se oponía la superior inteligencia de Temístocles, orador brillante y hombre político de recursos inversamente proporcionales a los escrúpulos. «No había —dice Plutarco de él— aprendido gran cosa, cuando los maestros trataron de enseñarle cómo hay que
ser;
pero había aprovechado ampliamente las lecciones cuando le instruyeron sobre los métodos de
triunfar.»

Venció él, y con escasa caballerosidad propuso el ostracismo para Arístides. Era el único medio de librarse de semejante hombre de bien. Y no dice mucho a favor de los atenienses el hecho de que los tres mil votos se encontraron también en esa ocasión. Los motivos de esta desdichada medida los expresó con claridad un pobre rústico analfabeto, que el día de la votación, se dirigió a Arístides sin saber quién era éste, para rogarle que inscribiese en la pizarra su aprobación a la propuesta de Temístocles. «¿Por qué quieres mandar al exilio a Arístides? ¿Te ha hecho algo?», preguntó Arístides. «No me ha hecho nada —respondió el otro—, pero no puedo aguantar más oírle llamar "el Justo". ¡Me ha roto los cascos con su justicia!» Arístides sonrióse de tanto rencor, típico de la mediocridad contra lo sobresaliente, e inscribió el voto de aquel hombre contra él. Y tras haber oído el veredicto condenatorio, dijo sencillamente: «Espero, atenienses, que no volváis a tener ocasión de acordaros de mí.» Así, después de Clístenes, que lo había inventado, también su mejor amigo y alumno caía víctima del ostracismo. Pero también esta vez había un motivo, aunque cruel e injusto: Atenas, en aquel momento, necesitaba más de Temístocles que de Arístides. Los persas se hallaban de nuevo a sus puertas.

Esta vez los conducía Jerjes, que sucediera a su padre en 485 y ardía en deseos de vengar la única derrota de éste. Empleó cuatro años en preparar la expedición. Y lo que en 481 se puso en marcha para el gran castigo era un ejército que Heródoto calculó en más de dos millones y medio de hombres, apoyado por una flota de mil doscientas naves. «Cuando se paraban a beber en un sitio, los ríos se secaban», añade el historiador para hacer más creíbles sus cifras. Los espías griegos que Temístocles mandó para procurarse informaciones fueron descubiertos. Pero Jerjes ordenó que se les soltase. Prefería que los griegos se enteraran y que, sabiendo, se rindiesen.

Los Estados del Norte lo hicieron. Al ver a los ingenieros fenicios y egipcios construir un puente de setecientas barcas, sobre el que extendieron encima una capa de troncos de árbol y tierra, y excavar después un canal de dos kilómetros para atravesar el istmo del monte Atos, aquellos pobres campesinos pensaron que Jerjes debía ser una encarnación del dios Zeus y que, por lo tanto, era inútil resistirle. Como de costumbre, al lado de la temeraria Atenas, de momento sólo estuvo Platea. A ésta se agregó Tespias. Y, poco después, Esparta decidióse finalmente a unirse a la coalición. Su rey, Leónidas, condujo en las Termópilas un extenuado grupo de trescientos hombres, todos viejos, pues los jóvenes tenían que quedarse a actuar de simiente en casa. Y de dar crédito a los historiadores griegos, aquéllos hubieran rechazado solos a los dos millones y medio de enemigos, si unos traidores no hubiesen guiado a éstos, por un sendero oculto, cogiendo de revés a Leónidas. Éste cayó con doscientos noventa y ocho de los suyos, tras haber causado veinte mil muertos al enemigo. De los dos supervivientes, uno se suicidó por vergüenza y el otro se rehabilitó, cayendo en Platea.

Una lápida fue colocada en conmemoración del episodio. En ella está escrito; «Ve, extranjero, y di en Esparta que nosotros caímos aquí en obediencia a sus leyes.»

La noticia del desastre llegó a Temístocles el día siguiente de la batalla naval de Artemisium, donde, si bien se encontrase a uno contra diez, logró no perder. La víspera, los otros almirantes querían retirarse. Mas los eubeos, temerosos de un desembarco persa, le habían enviado treinta talentos —algo así como cien millones de liras— para que él les decidiera a batirse. Temístocles les dio la mitad. El resto de la propina se la guardó. El desastre de las Termópilas no le permitió reanudar la batalla el día siguiente. Era preciso mandar la flota a Salamina para embarcar a los atenienses, que comenzaban a huir ante el ejército de Jerjes en marcha hacia la ciudad. Ésta no se rindió. Un diputado que lo había propuesto fue muerto en la Asamblea, y su esposa y sus hijos lapidados por las mujeres.

Los persas saquearon una ciudad desierta, y creyeron haber vencido porque, mientras tanto, su flota había entrado también en la rada.

En este punto se vio quién era Temístocles. No pudiendo oponerse a sus colegas que, unánimes, querían huir, mandó a escondidas un esclavo suyo a Jerjes para informarle del plan de retirada que había de efectuarse la noche siguiente. Si aquel mensaje hubiese sido descubierto, Temístocles habría pasado por un traidor. En cambio, llegó a su destino. Jerjes, para que el enemigo no le rehuyese, le cercó, y Temístocles alcanzó su objetivo: el de obligar a los griegos a batirse.

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