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Authors: Geoffrey de Monmouth

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Historia de los reyes de Britania (5 page)

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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La isla se llamaba entonces Albión, y nadie la habitaba, a excepción de unos pocos gigantes. La amenidad del lugar, unida a la abundancia de pesca en sus ríos y de caza en sus bosques, infundieron muy pronto en Bruto y en sus compañeros el deseo de habitarlo. Por ello, después de recorrer las distintas regiones del país, proceden a limpiarlo de gigantes, obligándolos a refugiarse en las cavernas de las montañas, y se reparten entre ellos la tierra a suertes, por donación de su caudillo. Comenzaron a cultivar los campos y a construir casas, de manera que en poco tiempo aquel país parecía haber sido habitado desde siempre. Finalmente, Bruto llamó Britania —de su nombre— a la isla, y Britanos a sus compañeros, pues quería así que su nombre viviera eternamente. Más tarde, el idioma de su pueblo, que en otro tiempo se llamó troyano o griego oblicuo, fue llamado británico. En cuanto a Corineo, llamó a la parte del país que le cupo en suerte Corinea —también de su nombre—, y Corinenses a su gente, siguiendo el ejemplo de Bruto; tenía el privilegio de elegir provincia antes que los demás, y se decidió por la región que hoy se llama Cornubia
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, ya sea por alteración del nombre primitivo, ya por ser, como es, geográficamente, el
cornu
o cuerno de Britania. A Corineo le encantaba pelear contra gigantes, y en su provincia había más de ellos que en ninguna otra de las que fueron repartidas entre sus camaradas. Había uno, especialmente odioso, llamado Goemagog
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, de doce codos de estatura, que blandía una encina previamente arrancada de raíz como si fuese una rama de avellano. Un día, mientras Bruto celebraba una ceremonia en honor de los dioses en el puerto donde había desembarcado, llegó el gigante con veinte de los suyos e infligió cruel matanza a los Britanos. Éstos, sin embargo, acudiendo de todas partes, lograron vencerlos y mataron a todos, excepto a Goemagog, pues Bruto lo quería vivo para que midiera sus fuerzas en singular batalla con las de Corineo, a quien le complacía sobremanera competir con monstruos semejantes. Así que Corineo, exultante de gozo, se dispone a luchar y, arrojando las armas, se enfrenta a su adversario con las manos desnudas. Ya comienza el combate, y Corineo y el gigante se estrechan mutuamente el cuerpo con sus brazos de acero, haciendo resonar el aire con sus alientos entrecortados. Acto seguido, Goemagog, aprisionando a Corineo con todas sus fuerzas, le rompe tres costillas, dos del lado derecho y una del izquierdo. Furioso, Corineo recobra su vigor y, cargando al gigante sobre sus hombros, corre con toda la rapidez que le permite el peso que lleva encima hasta la orilla más cercana. Y allí, desde lo alto de una alta peña, se libera del fardo que llevaba sobre sus hombros, arrojando al mar al horrendo monstruo, quien, cayendo por entre las afiladas rocas, se quiebra en mil pedazos y tiñe las ondas con su sangre. Desde entonces, a aquel lugar que presenció la caída del gigante se le llamó Salto de Goemagog, y con ese nombre es conocido todavía hoy.

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Repartido su reino, pensó Bruto en construir una ciudad y, transmitiendo acción a su pensamiento, recorrió todo el país en busca del lugar idóneo para ello. Llegó en su recorrido al río Támesis, y deambuló por sus riberas hasta que halló el lugar que andaba buscando. Así, pues, fundó allí una ciudad, a la que llamó Nueva Troya. Con ese nombre fue conocida durante mucho tiempo, hasta que, por corrupción de la palabra, vino a llamarse Trinovanto
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. Más tarde, cuando Lud, hermano de Casibelauno —el que combatió a Julio César—, obtuvo el gobernalle del reino, rodeó la ciudad de nobilísimas murallas, así como de torres construidas con admirable arte, y ordenó llamarla Kaerlud, esto es, Ciudad de Lud. Esta medida provocó una disputa entre él y su hermano Nenio, que tomó muy a mal que Lud quisiera abolir el nombre de Troya en su propio país. De esa disputa ha tratado ya con suficiente amplitud el historiador Gildas, y yo prefiero pasarla por alto, pues desmerecería mi rústica manera de expresarme ante la de un escritor tan grande, que ha narrado esa historia en un estilo tan elocuente. Pues bien, cuando el antedicho caudillo fundó la antedicha ciudad, se la concedió de derecho a los ciudadanos que iban a habitarla, y les dio leyes con que regir pacíficamente la convivencia.

Gobernaba entonces en Judea el sacerdote Helí, y el Arca de la Alianza se encontraba en poder de los Filisteos. Los hijos de Héctor reinaban en Troya, después de expulsar a los descendientes de Antenor. En Italia reinaba Silvio Eneas, hijo de Eneas y tío de Bruto, tercero de los reyes latinos
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.

III.
LOS SUCESORES DE BRUTO HASTA LA LLEGADA DE JULIO CÉSAR
1. De Locrino a Bladud

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Conoció Bruto a Ínogen, su esposa, y engendró en ella tres ilustres hijos, llamados Locrino, Albanacto y Cambro. Cuando su padre dejó el siglo, en el vigésimo cuarto año de su llegada a Britania, lo sepultaron en la ciudad que había fundado y dividieron el reino entre ellos, retirándose cada uno a la parte que le había correspondido. Locrino, que era el primogénito, obtuvo la mitad de la isla, que en adelante se llamaría Logres
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, a partir de su nombre. A Cambro le tocó el país que se extiende más allá del río Severn, llamado ahora Gales, y que por mucho tiempo se conoció como Cambria, del nombre de su soberano; todavía hoy se llama Cambros a los Galeses en lengua británica. El menor, Albanacto, ocupó la región que en nuestros días y en nuestra lengua se llama Escocia, y le puso el nombre de Albania, del suyo propio.

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Reinaban los tres hijos de Bruto en perfecta paz y concordia cuando Humbro, rey de los Hunos, desembarcó en Albania, presentó batalla a Albanacto y le dio muerte, obligando a su gente a huir a Logres. Locrino, al recibir la noticia, llamó consigo a Cambro, su hermano y, reuniendo a todos los jóvenes de Britania, se dirigió al encuentro del rey de los Hunos, alcanzándolo junto al río que hoy se llama Humber. Comienza la batalla, y Locrino consigue poner en fuga a Humbro, quien, acosado, termina por ahogarse en las aguas del río, dejándole para siempre su nombre. Obtenida así la victoria, Locrino reparte con largueza entre sus camaradas los despojos del enemigo, no reteniendo para sí mismo más que el oro y la plata que las naves hunas guardaban.

Retuvo también para sí tres doncellas de admirable belleza, de las que una era hija de cierto rey de Germania; Humbro la había secuestrado, junto a las otras dos, mientras saqueaba el país de su padre. La joven se llamaba Estrildis, y su belleza era tan grande que no tenía par en el mundo, pues ni el marfil bruñido, ni la nieve recién caída, ni los lirios del campo, podían competir con la blancura resplandeciente de su cuerpo. Inflamado de amor, Locrino quiso compartir su lecho y unirse en matrimonio con ella, bajo la antorcha conyugal. Cuando Corineo lo supo, se indignó sobremanera, pues Locrino se había comprometido a tomar a su hija por esposa. El viejo guerrero se presentó ante el rey blandiendo su famosa hacha de doble filo con la diestra, y le habló de este modo:

—«¿Así me pagas, Locrino, las heridas que he recibido al servicio de tu padre, guerreando contra pueblos desconocidos? ¿Desprecias a mi hija y te rebajas a unirte en matrimonio con una mujer bárbara? ¡Si lo haces, obtendrás el castigo que mereces, mientras me queden fuerzas en esta mano diestra que ha arrebatado el gozo de vivir a tantos gigantes a lo largo de las costas tirrenas!».

Gritando esto una y otra vez, blandía el hacha como si fuese a descargar un golpe con ella cuando los amigos de ambos intervinieron y, apaciguado Corineo, obligaron a Locrino a cumplir su palabra. Así, pues, Locrino desposó a Güendolena, hija de Corineo, pero no consiguió olvidar el amor de Estrildis; antes bien, hizo construir una cámara subterránea en Trinovanto, encerró allí a su amada e hizo que la sirvieran con todos los honores domésticos de confianza, pues quería guardar una absoluta reserva en sus amores: el temor que le inspiraba Corineo le impedía mostrarlos abiertamente. Prefirió —como he dicho— mantener escondida a Estrildis, frecuentándola durante siete años enteros sin que nadie lo supiese, excepto sus más íntimos. Y, cuantas veces la visitaba, fingía que iba a ofrecer un sacrificio oculto a los dioses, consiguiendo que los demás diesen crédito a su ficción. En el ínterin, Estrildis quedó embarazada y dio a luz una niña de admirable belleza, a la que llamó Habren. Preñada también Güendolena, parió a su tiempo un niño, a quien se le dio el nombre de Madan; su abuelo Corineo fue el encargado de su educación.

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Pasó el tiempo. Cuando Corineo murió, Locrino repudió a Güendolena e instaló a Estrildis en el trono. Güendolena, profundamente indignada, se fue a Cornubia y, reuniendo a todos los jóvenes de la comarca, empezó a hostigar a Locrino con incursiones en su país. Ya están los dos ejércitos frente a frente, dispuestos a trabar combate a orillas del río Stour; allí Locrino, herido por una flecha, pierde la vida y todos los gozos que conlleva. Muerto el rey, Güendolena toma el gobernalle de la nación y, cegada del mismo furor que su padre, ordena que Estrildis y su hija Habren sean arrojadas al río que hoy se llama Severn, y decide, en virtud de un edicto publicado en toda Britania, que ese río tome en lo sucesivo el nombre de la niña asesinada: quería que fuese recordada siempre, pues fue su esposo quien la engendró. Todavía hoy el río es llamado, en lengua británica, Habren, que, por corrupción del nombre, es lo mismo que Severn.

Quince años reinó Güendolena tras la muerte de Locrino, que había reinado diez años. Cuando vio que su hijo Madan era ya un hombre, le transmitió el cetro del reino, contentándose ella con la región de Cornubia, donde pasó el resto de su vida.

En aquel tiempo gobernaba en Judea el profeta Samuel. Silvio Eneas reinaba todavía en Italia, y florecía en Grecia el arte del famoso poeta Homero.

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Mientras Madan tenía el cetro, su esposa le dio a luz dos hijos, Mempricio y Malim. El hijo de Locrino mantuvo diligentemente el reino en paz por espacio de cuarenta años. Al morir, surgió la discordia entre sus hijos acerca de la herencia paterna, pues cada uno de los dos anhelaba poseer él solo toda la isla. Mempricio, deseoso de conseguir sus fines, se entrevistó con Malim al objeto de buscar la concordia entre ambos, pero, inflamado por la antorcha de la traición, lo mató en presencia de los que habían asistido a la conferencia. Habiendo, así, obtenido el gobierno de toda la isla, ejerció sobre el pueblo una implacable tiranía, haciendo matar a la mayoría de los varones más nobles del país. Además, como aborrecía a todos sus parientes, porque temía que alguno de ellos pudiera sucederlo en el trono, los fue eliminando violentamente o a traición. Abandonó, por si fuera poco, a su esposa, que le había dado al famoso joven Ebrauco, y se entregó a la sodomía, prefiriendo el amor no natural a las inclinaciones naturales. Finalmente, en el vigésimo año de su reinado, mientras se encontraba cazando, se separó de sus compañeros y cabalgó hacia cierto valle, en el que, rodeado de una grey de lobos rabiosos, fue miserablemente devorado.

Saúl reinaba entonces en Judea y Euristeo en Lacedemonia.

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Muerto Mempricio, su hijo Ebrauco, varón de alta estatura y de admirable fuerza, recibió el trono de Britania, que ocuparía durante treinta y nueve años. Fue el primero, después de Bruto, en conducir la escuadra a las costas de Galia y, llevando la guerra al interior, asoló las provincias matando hombres y saqueando ciudades; regresó victorioso, trayéndose consigo riquísimo botín de oro y de plata. Después fundó una ciudad, al otro lado del Humber, a la que llamó, de su nombre, Kaerebrauc, esto es, Ciudad de Ebrauco
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.

Reinaba entonces en Judea David, Silvio Latino en Italia, y Gad, Natán y Asaf profetizaban en Israel. Fundó también Ebrauco la ciudad de Alclud
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en Albania, y la fortaleza del monte Agned, que ahora se llama Castillo de las Doncellas y Monte Doloroso
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.

Engendró Ebrauco veinte hijos en las veinte mujeres que tuvo, así como treinta hijas, y durante cuarenta años gobernó con firmeza el reino de Britania. Los nombres de sus hijos fueron éstos: Bruto el del Verde Escudo, Margadud, Sisilio, Regin, Morvid, Bladud, Jagon, Bodloan, Kincar, Spaden, Gaul, Dardan, Eldad, Ivor, Cangu, Héctor, Kerin, Rud, Asáraco y Buel; y los nombres de sus hijas: Gloigin, Ignogin, Oudas, Güenlian, Gaurdid, Angarad, Güenlodoe, Tangustel, Gorgon, Medlan, Metael, Ourar, Mailure, Kambreda, Ragan, Gael, Ecub, Nest, Chein, Stadud, Gladus, Ebrein, Blangan, Abalac, Angaes, Gálaes (su belleza no tuvo par en Britania ni en Galia), Edra, Anor, Stadiald y Egron. Su padre las envió a todas a Italia, a la corte de Silvio Alba, que había sucedido a Silvio Latino en el trono: se casaron allí con nobles troyanos, con los que las mujeres latinas y sabinas rehusaban unirse en matrimonio. En cuanto a los hijos, condujeron, con su hermano Asáraco como jefe, la escuadra a Germania, donde, con la ayuda de Silvio Alba, sometieron al pueblo y se apoderaron del reino.

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Bruto, apodado el del Verde Escudo, permaneció junto a su padre, se encargó al morir éste de las tareas del gobierno y reinó durante doce años en Britania. Lo sucedió su hijo Leil, amante de la paz y de la justicia; aprovechando la prosperidad de su reino, construyó en el norte de Britania una ciudad que, de su nombre, llamó Kaerleil
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.

Salomón empezaba entonces a construir el Templo del Señor en Jerusalén, y la reina de Saba venía a escuchar su sabiduría. Al mismo tiempo, Silvio Epito sucedía a su padre, Alba, en el reino de Italia.

Veinticinco años vivió Leil tras acceder al trono. Al final, su debilidad como gobernante era manifiesta. Como respuesta a su falta de firmeza, el fantasma de la guerra civil volvió a aparecer en Britania.

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Después de Leil, reinó su hijo Rud Hudibrás durante treinta y nueve años. Tras las disensiones civiles, logró restablecer la concordia. Fundó Kaerreint, esto es, Cantuaria
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. Fundó, además, Kaergüeint, esto es, Güintonia
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, y la fortaleza del monte Paladur, que ahora se llama Seftonia
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. Mientras se construían las murallas de esta última ciudad, un águila habló, y hubiera dado cuenta cumplida de sus palabras, como de lo demás, si me hubiesen parecido auténticas.

Capis, hijo de Epito, reinaba entonces en Italia, y Ageo, Amos, Jehú, Joel y Azarías profetizaban en Israel.

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