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Authors: Ian Shaw & Stan Hendrickx & Pierre Vermeersch & Beatrix Midant-Reynes & Kathryn Bard & Jaromir Malek & Stephen Seidlmayer & Gae Callender & Janine Bourriau & Betsy Brian & Jacobus Van Dijk & John Taylor & Alan Lloyd & David Peacock

Tags: #Historia

Historia del Antiguo Egipto (61 page)

BOOK: Historia del Antiguo Egipto
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Akhenaton había intentado rehacer la sociedad egipcia y fracasó en su empeño a pesar de que al principio contó con el apoyo del ejército. Lo peor de todo fue que, a ojos de todos excepto de la pequeña élite amárnica, en realidad había destrozado la sociedad egipcia.Ya hemos visto que, como reacción al modo en que Akhenaton había intentado monopolizar las creencias funerarias de sus súbditos, las costumbres funerarias postamárnicas reflejan una actitud completamente diferente hacia el rey. El monopolio de Akhenaton no se limitó a la vida en el más allá, también afectó profundamente a la vida sobre la tierra. Tradicionalmente, el acceso a la imagen de culto del dios en el templo estaba restringido al rey y al sacerdocio profesional que lo representaba. Para la gran mayoría de la población, el único medio de entrar en contacto con el dios de su ciudad natal, sin la intervención del Estado o de los funcionarios encargados del culto del templo, era durante las procesiones, que tenían lugar con regularidad con ocasión de las fiestas religiosas, cuando las imágenes de los dioses eran llevadas desde un templo hasta otro. Estas celebraciones, bastante frecuentes, eran días de fiesta y representaban un papel enormemente importante en la vida religiosa y social de la gente. La mayor parte de los egipcios tenía un fuerte vínculo emocional con su ciudad natal y su dios, el «dios de la ciudad», al cual eran leales de por vida. El dios de la ciudad también lo era de la necrópolis local, el «señor del enterramiento», que garantizaba «un enterramiento importante tras la vejez» a sus leales servidores.

Akhenaton no sólo había prohibido todos los dioses, excepto Atón, y abolido el culto diario en sus templos, sino que también había terminado con las fiestas y sus procesiones; al hacerlo había socavado la identidad social de sus súbditos. Había reclamado toda la devoción y lealtad para él mismo, de quien ahora dependía por completo la prosperidad del país y la felicidad de sus habitantes. Era el «dios de la ciudad», no sólo de Akhetaton, sino de todo el país, y su recorrido diario en carro a lo largo del camino real en Amarna reemplazaba a las procesiones. Con anterioridad al Período Amárnico, durante la XVIII Dinastía se había producido una clara evolución tendente a una relación más personal entre las deidades y sus adoradores. Esto terminó abruptamente cuando Akhenaton proclamó un dios que sólo podía ser adorado por su hijo, el rey, al tiempo que toda la devoción individual y personal tenía que ser dirigida hacia el propio soberano. Esta usurpación real de la piedad personal comprometió seriamente la credibilidad del dogma de la realeza divina.

En el período posterior a Amarna, el equilibrio de poder entre el dios y el rey sufrió un cambio dramático: el rey perdió la posición central que había ocupado en la vida de sus súbditos, mientras que el dios adquirió muchos de los aspectos tradicionales de la realeza. En la teocracia representativa tradicional, los dioses encarnaban el orden cósmico tal cual había sido creado al comienzo del tiempo, mientras que el rey, como su intermediario, representaba a los dioses sobre la tierra, manteniendo el orden cósmico mediante los rituales del templo y poniendo en práctica su voluntad mediante el hecho de reinar. Sólo en raras ocasiones se revelaban los dioses directamente y, cuando lo hacían, lo hacían ante el rey.

Tras el Período Amárnico, el problema de la unidad y la pluralidad de los dioses, que Akhenaton había intentado resolver negando la existencia de todas las divinidades excepto una, fue resuelto de un modo distinto: Amón-Ra se convirtió en un dios universal y trascendente, que existía lejano, independiente de su creación; los otros dioses eran aspectos suyos, sus manifestaciones inmanentes. Esta situación queda expresada con elegancia en una colección de himnos a Amón (preservada en un papiro actualmente en Leiden), según la cual Amón «comenzó a manifestarse cuando nada existía; sin embargo, el mundo no estaba vacío de él al principio». Este dios universal era ahora el verdadero rey y, si bien los títulos tradicionales del faraón no cambiaron —estaban enraizados en la mitología y expresaban su divinidad—, en realidad se había vuelto más humano que nunca antes en la historia de Egipto. El hecho de que Ay, Horemheb, Ramsés I e incluso Seti I fueran todos plebeyos antes de sentarse en el trono puede haber tenido algo que ver en la velocidad con la que tuvo lugar el cambio. La teocracia representativa se había convertido en una teocracia directa: el rey había dejado de ser el representante de los dioses sobre la tierra que llevaba a cabo su voluntad; ahora el dios se revelaba de forma directa a cada ser humano e intervenía directamente, tanto en los acontecimientos de la vida diaria como en el curso de la historia.

El nuevo dios trascendente se convirtió en un dios personal, cuya voluntad determinaba el destino del país y de las personas. En los textos esto se expresa salvando la distancia que separa estar lejos y, al mismo tiempo, cerca: «Lejos, es como uno que ve, cerca es como uno que escucha». Amón-Ra miraba a sus adoradores desde lejos, pero al mismo tiempo estaba cerca, porque escuchaba sus oraciones y se revelaba a ellos mediante manifestaciones de su voluntad, por medio de su intervención divina.

Esta forma nueva de experiencia religiosa, llamada generalmente «piedad personal», es muy característica del Período Ramésida, si bien sus comienzos, suprimidos por Akhenaton, se remontan a mediados de la XVIII Dinastía. Los salmos penitenciales, inscritos sobre ostraca y estelas votivas por miembros alfabetizados de la población ordinaria, eran una forma en la que se expresaba esta piedad. Cuando un individuo había cometido un pecado, la intervención divina podía suponer un castigo divino, sobre todo si el pecado no había sido detectado ni castigado por los tribunales humanos. Estos himnos penitentes atribuían la enfermedad (a menudo la ceguera, si bien probablemente la palabra se utilizaba en sentido metafórico) a un pecado oculto, que una vez revelado por el texto de la estela votiva dejaba de ser secreto, lo cual permitía que el dios «regresara» a su adorador y le devolviera la «vista». No sólo los individuos podían pecar, sino también el país. En un texto de este tipo, inscrito a finales del Período Amárnico en la pared de una tumba tebana (TT 139), se ruega a Amón que regrese y en la Estela de la Restauración de Tutankhamon se dice que los dioses habían abandonado Egipto.

Otro tipo de estela votiva demuestra que también se pensaba que Dios era capaz de intervenir positivamente en la vida de su adorador; por ejemplo, salvándolo de un cocodrilo o haciendo que sobreviviera a la picadura de un escorpión o una serpiente. Muchos dioses recibían estelas u objetos especialmente fabricados como acción de gracias por haber salvado a sus adoradores. Incluso había un dios especial, llamado Shed, cuyo nombre significa «salvador» y que, probablemente no por casualidad, aparece por primera vez en Amarna, es posible que a pesar de la prohibición oficial. Algunas personas fueron incluso más allá y pusieron sus vidas en manos de su dios personal, hasta el punto de entregar todas sus posesiones a su templo.

Incluso el rey podía recurrir a este dios en sus horas de necesidad. Cuando todo parecía perdido y Ramsés II estaba a punto de ser capturado e incluso muerto en la batalla de Qadesh a manos de sus enemigos hititas, hizo un llamamiento al dios Amón, y la llegada de los refuerzos del rey en el momento crítico fue interpretada como una prueba de la intervención personal de la divinidad. Esto demuestra claramente que el rey ya no representaba al dios sobre la tierra, sino que estaba subordinado a él; al igual que el resto de los seres humanos estaba sometido a la voluntad del dios, incluso si en términos mitológicos tradicionales seguía siendo considerado como el faraón divino y en sus monumentos se siguiera enfatizando este aspecto. Como resulta evidente, la distancia entre el dogma teológico y la realidad diaria se había ensanchado de forma considerable.

Una vez que se hubo reconocido la voluntad del dios como el factor gobernante de todo lo que sucedía, se hizo necesario conocer con antelación cuál era esa voluntad. Los oráculos, cuya consulta quizá comenzara durante el Reino Antiguo y estaba limitada al rey (durante la XVIII Dinastía fueron utilizados para buscar la aprobación del dios respecto a una ascensión al trono, un intercambio comercial importante o una expedición militar), comenzaron a ser utilizados durante la Epoca Ramésida para consultar al dios sobre todo tipo de cuestiones de la vida de los seres humanos. Los sacerdotes sacaban en procesión fuera del templo la imagen del dios sobre su barca portátil y se colocaba delante de él un trozo de papiro o un ostraca con una pregunta; entonces, el dios indicaba su aprobación o negación haciendo que los sacerdotes se movieran ligeramente hacia delante o hacia atrás o mediante algún otro movimiento de la barca.

Nombramientos, disputas sobre propiedades, acusaciones de crímenes y más tarde incluso personas que buscaban la tranquilidad de saber por boca de la deidad que alguien viviría en el más allá fueron sometidas a la voluntad del dios.

Todos estos cambios minimizaron aún más el papel del rey como representante del dios en la tierra; el soberano dejó de ser una divinidad y el propio dios se convirtió en soberano. Una vez que Amón fue reconocido como verdadero rey, el poder político de los soberanos terrenales pudo ser reducido al mínimo y transferido al sacerdocio de Amón. Las momias de los antepasados regios dejaron de ser consideradas antiguas encarnaciones del dios sobre la tierra, por lo que, con pocos escrúpulos, sus tumbas pudieron ser robadas y sus cuerpos desvendados.

11. EGIPTO Y EL MUNDO EXTERIOR
IAN SHAW

Desde el primer momento, las expediciones relacionadas con el comercio, la explotación de minas y la guerra pusieron a Egipto en repetido contacto con los extranjeros. Las regiones con las que Egipto gradualmente fue estableciendo lazos comerciales y políticos pueden ser agrupadas en tres zonas básicas: África (sobre todo Nubia, Libia y Punt), Asia (Siria-Palestina, Mesopotamia, Arabia y Anatolia) y el norte y este del Mediterráneo (Chipre, Creta, los «pueblos del mar» y los griegos).

Con el paso del tiempo, los vecinos africanos al sur de los egipcios incluyeron varios grupos étnicos diferentes en Nubia (sobre todo el Grupo A, el Grupo C, la civilización de Kerma, la cultura «pan-grave», el reino de Kush, la cultura Ballana y los blemmios) y Etiopía (las culturas preuxmitas y la civilización de Axum); mientras que al noreste, más allá de la península del Sinaí, encontraron muchas ciudades y poblados en las colinas y la llanura costera del Levante (y, más hacia el norte y el este, un cambiante mosaico de reinos e imperios en Anatolia y Mesopotamia). Hacia el oeste, en el Sahara, entraron en contacto con varios pueblos diferentes a los que ahora conocemos con el nombre genérico de «libios». Respecto a estos últimos, pocos son los documentos arqueológicos que han sobrevivido, si bien basándose en referencias textuales se suele considerar que eran nómadas o al menos dependían de formas de pastoreo para su supervivencia, y que sólo cuando se convirtieron en parte de la sociedad egipcia a finales del Reino Nuevo y el Tercer Período Intermedio pueden apreciarse o reconstruirse aspectos de su cultura.

La identidad racial y étnica de los egipcios

Existen varios modos de definir a los egipcios como un grupo racial y étnico característico; pero la cuestión de sus raíces y el sentido de su propia identidad ha provocado un considerable debate. Lingüísticamente pertenecen a la familia afroasiática (hamito-semita), pero esto no es sino otro modo de decir que, como implica su posición geográfica, su lengua posee algunas similitudes con lenguas contemporáneas tanto de África como de Oriente Próximo.

Los estudios antropológicos sugieren que la población predinástica incluía una mezcla de tipos raciales (negroide, mediterráneo y europeo), pero es precisamente la cuestión de los restos humanos de comienzos del Período Faraónico la que ha demostrado con los años ser la más controvertida. Si bien los restos antropológicos de esta época fueron interpretados antaño por Bryan Emery y otros como pruebas de una rápida conquista de gentes venidas del este, cuyos restos eran racialmente distintos de los de los egipcios, hoy día algunos especialistas sostienen que puede haber existido un período de cambio demográfico mucho más lento, en el que probablemente estuviera implicada una infiltración gradual a través del delta oriental de un tipo físico diferente procedente de Siria-Palestina.

La iconografía de las representaciones egipcias de los extranjeros sugiere que durante gran parte de su historia se vieron a sí mismos a medio camino entre los africanos negros y los asiáticos, más pálidos. No obstante, también está claro que un origen sirio-palestino o nubio no eran factores negativos en términos de categoría individual o perspectivas de ascenso profesional, sobre todo en el cosmopolita ambiente del Reino Nuevo, cuando los cultos religiosos y los avances técnicos asiáticos fueron ampliamente aceptados. De este modo, los rasgos evidentemente negroides del alto funcionario Maiherpri no le impidieron conseguir el privilegio especial de una tumba en el Valle de los Reyes en época de Tutmosis III (1479-1425 a.C.). Igualmente, un hombre llamado Aperel, cuyo nombre indica sus raíces próximo orientales, alcanzó el rango de visir (el cargo civil más importante, sólo por debajo del faraón) a finales de la XVIII Dinastía.

La iconografía de la guerra y la conquista: pruebas textuales y visuales

El término «nueve arcos» se utilizaba con frecuencia para referirse a los enemigos de Egipto, cuya identidad específica varió dependiendo del momento, si bien por lo general incluía a asiáticos y nubios. Eran representados como una fila de arcos o un número variable de cautivos atados, y el motivo aparecía a menudo decorando sandalias, escabeles y estrados, de modo que el faraón pudiera caminar simbólicamente sobre sus enemigos. Como es obvio, la representación en el sello de la necrópolis del Valle de los Reyes de nueve enemigos atados coronados por un chacal estaba destinada a proteger la tumba de las depredaciones de los extranjeros y otras fuentes del mal.

En el arte egipcio abundan las representaciones de extranjeros cautivos atados. Varios objetos de prestigio de finales del Predinástico y del Dinástico Temprano (como la Paleta de Narmer) incluyen escenas en las que el rey mata o humilla a extranjeros atados. La escena del faraón golpeando a los enemigos no sólo es uno de los aspectos más duraderos del arte faraónico (todavía aparece en los pilonos de los templos de la época romana), sino que es uno de los primeros iconos reconocibles de la realeza; el primer ejemplo conocido es una representación esquemática en el muro de la Tumba 100 de Hieracómpolis, de finales del Predinástico, en el cuarto milenio a.C.

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