Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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Contra la opinión de los mandatarios europeos, partidarios de centrarse en la reorganización de la paz y en la determinación de garantías para impedir una nueva agresión alemana, Wilson presentó como asunto prioritario de las conversaciones la creación de la Sociedad de Naciones (SDN). Desde comienzos de febrero se debatieron distintos proyectos al respecto, hasta que el 28 de abril se aprobaron unos Estatutos coincidentes, en sustancia, con las ideas de Wilson. La SDN quedaba constituida por dos órganos deliberativos con sede en Ginebra: la Asamblea General, compuesta por todos los Estados miembros (32 en el momento de su fundación), y el Consejo, integrado por cinco deseados permanentes (inicialmente los de Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Italia y Japón) más otros cuatro elegidos para un período de tres años. La organización se completa con un Secretariado Permanente, cuyo presidente es nombrado por el Consejo, y un conjunto de organismos especializados, entre los cuales destacan el Tribunal Permanente de justicia Internacional, con sede en La Haya, y la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La SDN nació con el objetivo básico de garantizar la independencia política e integridad territorial de los Estados miembros, tomando como fundamento la idea de justicia, el desarme y el arbitraje amistoso para resolver las diferencias. Aunque se preveían sanciones económicas y militares para los Estados que no aceptaran el arbitraje, el hecho de que las decisiones debieran ser adoptadas por unanimidad y la inexistencia de una fuerza militar internacional convirtieron en inoperantes tales propósitos. La debilidad del nuevo organismo queda puesta de relieve por el mantenimiento de determinadas reservas, concebidas fundamentalmente en beneficio de Estados Unidos, como se contempla en el artículo 21 del pacto de constitución: «Nada de lo contenido en este Pacto debe considerarse que afecta a la validez de los compromisos internacionales, tales como los tratados de arbitraje y los entendimientos regionales como la doctrina Monroe, para asegurar el mantenimiento de la paz».
Pocos días después de la firma del pacto (covenant) de creación de la SDN, la Conferencia de Paz presentó a Alemania el texto del tratado de paz bilateral, elaborado sin la participación alemana, lo cual constituía una novedad en los usos diplomáticos y, al mismo tiempo, una humillación para la potencia vencida, que con justicia lo consideró una imposición (Diktat). Aunque Alemania rechazó el texto y en algún momento pensó en reiniciar las operaciones militares, finalmente cedió (de nuevo la firmeza de Wilson resultó determinante) y el 28 de junio se firmó en el Salón de los espejos del palacio de Versalles el Tratado por el que se regulaba la situación de Alemania. Se trata del texto fundamental emanado de la Conferencia de Paz y sobre el que se fundaron de hecho las relaciones internacionales de los años siguientes, aunque a su vez constituyó una fuente de graves problemas. Todas las cláusulas del Tratado eran negativas para Alemania, ante todo porque se la consideraba única responsable de la guerra, tal como declaraba el artículo 231: «Alemania reconoce que es responsable, por haberlos causado, de todos los daños sufridos por los gobiernos aliados y asociados y por sus nacionales, como consecuencia de la guerra que les fue impuesta por su agresión». Por esta razón se le obligaba a pagar «reparaciones» de guerra (y no simples «indemnizaciones», con lo que usualmente se castigaba a los vencidos), cuyo montante sería fijado antes de mayo de 1921. En calidad de anticipo de las reparaciones debía entregar de forma inmediata 20 000 millones de marcos oro y ceder a los vencedores sus navíos mercantes, otorgarles en los intercambios comerciales el trato de nación más favorecida, reconocer la internacionalización de sus vías fluviales y abrir el canal de Kiel a la navegación. En el orden territorial, Alemania perdía casi la séptima parte del territorio del II Reich y unos seis millones y medio de población, aproximadamente el 10% del total (Alsacia y Lorena pasaron a Francia, los cantones de Eupen y Malmédy a Bélgica, Schleswig a Dinamarca, Posnania y Prusia oriental a Polonia), y los puertos de Danzig y Memel quedaban bajo control de la SDN, así como el Sarre (la explotación de sus minas de hulla fue cedida a Francia en compensación por las pérdidas de guerra). La situación de la Alta Silesia sería regulada por un plebiscito (tuvo lugar en 1921 y vencieron los partidarios de la unión con Alemania) y la totalidad de las colonias alemanas fue confiada por la SDN a las potencias vencedoras, bajo la forma de «mandatos». Francia pretendió obtener amplias garantías en la zona del Rhin y, aunque no consiguió su propósito, logró la desmilitarización de una franja de 50 kilómetros de profundidad en la orilla derecha y su ocupación por las tropas interaliadas durante 15 años. Alemania quedaba privada de su flota de guerra, que debía ser entregada a los vencedores, los efectivos totales de su ejército reducidos a un máximo de 100 000 hombres, se suprimía el servicio militar obligatorio y se le privaba de tanques, artillería pesada y aviación militar.
Al Tratado de Versalles siguieron los conocidos como «Tratados secundarios» destinados a regular la situación del resto de las potencias vencidas: el de Saint Germain-en-Laye (10-10-1919) relativo a Austria, el de Trianon (4-6-1920) a Hungría, el de Neuilly (27-11-1919) a Bulgaria y el de Sèvres (11-8-1920) al antiguo Imperio otomano. El resultado de todo ello fue la definitiva desaparición del Imperio austro-húngaro y del otomano, la disminución territorial de los países vencidos y la creación de un nuevo mapa de Europa. Mediante una complicada operación de recortes territoriales y anexiones, se crearon dos nuevos Estados: Yugoslavia (resultado de la unión de Serbia, Montenegro, Croacia, Eslovenia y Bosnia-Herzegovina) y Checoslovaquia (constituida por Bohemia, Moravia, Eslovaquia y Rutenia); Polonia, a la que se agregó Galicia occidental y territorios de Prusia oriental, se convirtió en Estado independiente, lo cual no ocurría desde finales del siglo XVIII; Rumania incremento su extensión; Italia logró el Trentino, el Alto Adigio y la península de Istria, mientras que los territorios árabes del Imperio otomano (Libia, Egipto, Palestina, Líbano, Siria y Mesopotamia) pasaron a depender de Inglaterra y Francia bajo la forma de «mandatos».
En apariencia la reordenación de Europa respondió a lo contemplado en el quinto de los Catorce Puntos de Wilson, el que establecía el derecho de las naciones a determinar su propio gobierno, pero no se ajustaba a la realidad histórica, política y cultural de Europa central y oriental y la solución no contentó a casi nadie. En realidad se fijaron fronteras de manera artificioso, aunque se trató de respetar los límites naturales de ríos, cordilleras y mares, y en general varias minorías nacionales se vieron obligadas a integrarse en Estados «extranjeros» (así pensaron los alemanes de los Sudetes, desde ahora pertenecientes a Checoslovaquia, o los croatas, impelidos a unirse con los serbios). La reordenación territorial suscitó sentimientos encontrados entre los países vecinos: unos consideraban vejatorio el engrandecimiento de los próximos (caso de Bulgaria, a pesar de que casi no perdió extensión), otros aspiraban a nuevas posesiones (Grecia, que obtuvo la Tracia, reivindicó otros territorios del antiguo Imperio otomano) y algunos se sintieron tratados con suma injusticia (Hungría, que perdió las dos terceras partes de su territorio de antes de la guerra y más del 50% de su población, emprendió desde el primer momento una política revisionista que había de causar serios problemas poco después). Con todo, las consecuencias inmediatas más relevantes derivadas del general descontento por los tratados de paz surgieron en Italia y en Alemania. Hasta tal punto se sintió maltratada Italia en el reparto europeo que abandonó temporalmente la Conferencia de Paz y consideró que había sido inútil su participación en la guerra (es el sentimiento de «victoria mutilada» del que sacaron notable provecho primero los nacionalistas agrupados en torno a G. D´Annunzio y, poco después, los fascistas). En Alemania fue unánime el rechazo de Versalles y como ha apuntado.
A. Wahl (1999, 23) ciertas organizaciones se especializaron en la búsqueda de argumentos en su contra y de los signatarios alemanes, construyendo de esta forma uno de los mitos que alimentaron a los enemigos de la república de Weimar y del que Hitler supo aprovecharse mejor que nadie.
En realidad, Alemania no quedó tan mal como pueden dar a entender las críticas a Versalles, pues mantuvo un amplio territorio, homogéneo y rico en recursos económicos, pero sufrió una convulsión moral y política y un desfondamiento militar que la relegó a un segundo plano en el concierto internacional. Esta circunstancia, unida al aislamiento de Rusia y la ocupación preferente del Reino Unido en sus asuntos coloniales, propició que Francia volviera a ser la potencia hegemónica en Europa continental. Este hecho, junto a los principios establecidos por Wilson y el estrecho paralelismo entre las fluctuaciones de la economía mundial y las fases de tensión y entendimiento internacionales, determinan el orden mundial entre 1919 y 1930 (P. Milza, 1977a, 114-115). Las relaciones internacionales en este período pasan por dos fases: una primera, que llega a 1924, en la que predomina la desunión entre las potencias vencedoras de la guerra y el progresivo afianzamiento de la influencia internacional de Estados Unidos y una segunda, hasta 1930, desarrollada en un contexto de prosperidad económica y caracterizada por la búsqueda de un sistema de seguridad colectiva bajo los auspicios de la SDN. La crisis de 1929 y la ascensión al poder del partido nazi cambiaron de forma radical el sistema.
Los «principios» introducidos por Wilson en la diplomacia marcaron una diferencia apreciable respecto a la época anterior a la guerra. El primero, el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, sirvió para remodelar el mapa de Europa, como se acaba de decir, y para terminar con el procedimiento, típicamente europeo, de utilizar las colonias como moneda corriente de cambio. También rompía con el sistema europeo el segundo principio: el reconocimiento de la igualdad de todos los Estados, grandes o pequeños. De acuerdo con ello, se acababa la idea de regular las relaciones internacionales mediante tratados entre las grandes potencias, sustituidos a partir de ahora por el tercer principio: la seguridad colectiva, responsabilidad preferente de la SDN. De acuerdo con estos principios, por lo demás continuamente transgredidos en la práctica, se inició una fase de «diplomacia abierta», desarrollada fundamentalmente a través de encuentros y conferencias internacionales destinados a establecer acuerdos entre los países de manera transparente.
En los primeros años de la posguerra las conferencias internacionales resultaron escasamente operativas ante la inestabilidad y la desunión entre los vencedores. El núcleo de las divergencias lo constituía el encontrado punto de vista respecto a Alemania entre Francia y el grupo anglosajón (Estados Unidos y el Reino Unido). Francia pretendía debilitar a Alemania para garantizar por completo la seguridad de las fronteras y, al mismo tiempo, intentaba paliar las pérdidas económicas sufridas durante la guerra gracias a las reparaciones y a la explotación en su provecho de la industria minero-siderúrgica del Ruhr. Estados Unidos y el Reino Unido no coincidían en el debilitamiento de Alemania, sino todo lo contrario, bien porque la consideraban un punto esencial para su expansión económica en Europa (tal fue la consideración dominante de Estados Unidos), bien porque temían un excesivo afianzamiento de la influencia francesa en el continente (éste era el caso del Reino Unido). En un orden más concreto, las divergencias resultaban numerosas. Francia y el Reino Unido se disputaron el control de los territorios perdidos por el Imperio otomano en Oriente Medio y apoyaron respectivamente al nuevo régimen de Mustafá Kemal en Turquía y a Grecia en el contencioso entre ambos países por la disputa de territorios. Italia no desistió en sus reivindicaciones territoriales en la costa dálmata frente a la oposición del Reino Unido, de Francia y de Estados Unidos. A estos contenciosos hay que añadir las numerosas disputas fronterizas entre los nuevos países y en particular entre Polonia y Rusia (que dio lugar en 1920 a una guerra) y la inquietud provocada entre los europeos por la negativa del senado de Estados Unidos a ratificar el Tratado de Versalles, decisión calificada de egoísta en Europa. Con todo, los dos asuntos más problemáticos en los primeros años de la posguerra fueron el de las reparaciones que correspondía pagar a Alemania y las disputas franco-alemanas en la zona del Ruhr. En la conferencia de Spa (julio de 1920) se fijó el reparto de las reparaciones entre los países vencedores: el 52% debía cobrarlo Francia; el 22%, el Reino Unido; el 10%, Italia; el 8%, Bélgica; y el 6,5%, los países balcánicos. El montante final a pagar por Alemania quedó establecido en abril de 1921 en 132 000 millones de marcos oro. A partir de este instante se sucedió un continuo pulso entre Alemania y Francia: mientras que la primera intentó rehusar el pago o, cuanto menos, demorarlo, Francia lo exigió perentoriamente y con este propósito tropas francesas y belgas ocuparon en 1923 la zona del Ruhr, hecho éste el más conflictivo del período.
Las relaciones intereuropeas experimentaron un cambio apreciable a partir de 1924, gracias a la mejora de la situación económica (ese año finaliza la fase de depresión), el acceso de la izquierda al poder en Francia y el Reino Unido (mejoraron las relaciones de ambos países con la Unión Soviética y Francia se mostró dispuesta a abandonar la política de presión hacia Alemania) y el papel desempeñado por nuevos hombres de Estado (Briand en Francia, Chamberlain en el Reino Unido y Stresemann en Alemania, todos favorables a un acercamiento diplomático). Todo ello contribuyó a facilitar el entendimiento entre los países europeos, favorecido, asimismo, por la recuperación diplomática de Alemania tras su acuerdo con la Unión Soviética en Rapallo (1922) y por la necesidad general de lograr la estabilización financiera y el pago de los numerosos empréstitos concertados desde el comienzo de la guerra. Las conferencias internacionales celebradas a partir de 1924 constituyeron, en consecuencia, otros tantos pasos a favor de la distensión internacional.
El grave conflicto de las reparaciones fue momentáneamente resuelto, con general aceptación, incluso por parte alemana, mediante el Plan Dawes (1924), que establecía el pago escalonado de las reparaciones de guerra de acuerdo con las posibilidades alemanas, contando, como garantía, con hipotecas sobre la industria y los ferrocarriles alemanes, con determinados impuestos y el control financiera de los países beneficiarios. Este plan, por otra parte, resultó muy favorable para los objetivos norteamericanos de expansión económica en Europa por la concesión de importantes créditos a Alemania. Pero la actuación decisiva a favor del clima de entendimiento fue la conferencia de Locarno (octubre de 1925), a partir de la cual nació un nuevo orden internacional en Europa, basado en la reactivación de la Sociedad de Naciones y en la seguridad colectiva (R. Miralles, 1996, 177). En Locarno se reunieron Briand, Chamberlain, Stresemann, el belga Vandervelde y Mussolini, quienes acordaron la garantía de las fronteras occidentales de Alemania, con lo cual se puso fin a los contenciosos de este país con Bélgica y con Francia (entre otras cosas, se consolidó el reconocimiento alemán de la pertenencia a Francia de Alsacia y Lorena), la desmilitarización de la zona del Rhin, la evacuación por Francia de los territorios ocupados en 1923 y la admisión de Alemania en la SDN, hecho este último materializado en septiembre de 1926 y que consagró la reconciliación franco-alemana. Estos acuerdos abrieron un horizonte optimista acerca de la unidad de los europeos e incluso dieron lugar a un cierto sentimiento de «ciudadanía europea», en realidad meramente formal. Se habló del «espíritu de Locarno» como sinónimo de paz y cooperación para designar el nuevo rumbo en las relaciones internacionales, el cual se prolongó y completó en el Pacto Briand-Kellogg, propuesto por el jefe del gobierno francés, Aristide Briand, al secretario de Estado norteamericano Frank Kellogg. Firmado en París en agosto de 1928 por 15 países, entre ellos Alemania, a él se adhirieron otros 57 Estados que se comprometieron a renunciar a la guerra para resolver las controversias internacionales. Aunque la declaración era más de intenciones, y un tanto teatral, que otra cosa, no cabe minusvalorar su importancia como paso en el derecho internacional, pues introducía una innovación capital, incluso sobre el pacto constitutivo de la SDN, al declarar que la guerra dejaba de ser uno de los atributos fundamentales de un Estado (Ch. Zorgbibe, 1997, 452).