Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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Para la mayor parte de la población de los países industrializados la desconfianza hacia el futuro fue un sentimiento más acusado que el optimismo. La civilización occidental y, en definitiva, el liberalismo no acababan de convencer porque no eran capaces de superar los vicios adquiridos. Tampoco la ciencia, contra lo que se venía pensado decenios atrás, ofrecía seguridad. Así pues, se acentuaron las actitudes de carácter irracional y muchos dejaron de creer en el progreso, la gran idea de la sociedad satisfecha del siglo XIX. Interesaron mucho las civilizaciones no occidentales (sobre todo entre escritores y artistas) y, ante todo, se volvió a la religión. Los teólogos protestantes, entre ellos Karl Barth, un destacado pensador, reflejaron de forma especial la crisis de conciencia de la posguerra y se convirtieron en adalides de la desconfianza hacia la razón. No se llega a Dios mediante el raciocinio, afirmó Barth, sino desde una actitud humilde de escucha de la palabra divina (la Biblia) que alimenta la fe ciega. La confianza en las enseñanzas de la Biblia frente a las teorías científicas, en particular el evolucionismo, adquirió dimensiones populares y, en consecuencia, esperpénticas en Estados Unidos, donde, por lo demás, el puritanismo se apoderó de la mayor parte de la sociedad y marcó los usos cotidianos dominantes. La Iglesia Católica, gobernada por el papa Pío XI, puso todo su esfuerzo en la lucha contra la secularización y sus raíces, el racionalismo y el individualismo, objeto de ataques continuos. En los países católicos se potencian las misiones, donde se predica el temor a la pena eterna, y las peregrinaciones a los lugares sacros en busca de un milagro para los enfermos o los desesperados; se fundan partidos políticos católicos (el más relevante, el Partido Popular Italiano) y se crea la Acción Católica de laicos, con el objetivo de influir en todos los ámbitos de la actividad social. En Europa oriental, la Iglesia Ortodoxa acentúa su tradicionalismo y, a diferencia de la católica, se compromete con los movimientos nacionalistas, con los cuales muchas veces se confunde, dando lugar a «un populismo religioso que encuentra en el clero parroquias una de sus canteras de dirigentes preferentes. Muchas veces se verá actuar a estos jefes simultáneamente en sus tareas parroquiales y en sus actividades políticas» (A. Yetano, 1996, 72).
No son ajenos los intelectuales y artistas a este sentimiento de rechazo del racionalismo, antes al contrario, la valoración de lo irracional y la crítica inmisericorde a la civilización occidental alimentó buena parte de la creación artística y del ensayismo de la década. André Breton lanzó la ofensiva más directa en el Manifiesto surrealista (1924), acta de nacimiento de un movimiento de gran alcance que inspiró muchas creaciones literarias (F. Aragon, Paul Eluard, René Char), plásticas (Joan Miró, Dalí, F. Masson) y cinematográficas (Luis Buñuel). El surrealismo, se decía en su primer manifiesto, «es un medio de liberación del espíritu», antirracionalista y antimaterialista, que recurre al «puro automatismo psíquico para expresar […] la verdadera función del pensamiento, en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, sin someterse a preocupación estética y moral alguna». Joan Miró, en uno de los primeros cuadros surrealistas, El carnaval de Arlequín (1924-1925), presentó una multitud de objetos flotando en el espacio, mezclando en aparente desorden formas geométricas y realistas. Años más tarde explicó que en ese cuadro intentó «plasmar las alucinaciones que me producía el hambre que pasaba. No es que pintara lo que veía en sueños, sino que el hambre me provocaba una especie de trance parecido al que experimentan los orientales» (J. A. Ramírez, 1997, 253).
El hambre, el hastío frente a un tipo de sociedad, el ansia de cambio o cualquier otro sentimiento, poco importa el dominante, impulsaron a la búsqueda de nuevos valores, no sin dejar de criticar la sociedad de la época, sin que nada quedara a salvo, pues el sentimiento pesimista fue muy profundo. En 1918 lo expuso con gran éxito editorial Oswald Spengler en el primer volumen de su obra intencionadamente titulada La decadencia de Occidente. Mediante una mezcla de ideas nietzscheanas y de lenguaje tomado de la biología, Spengler presentó una tesis sugestiva basada en la distinción entre civilización y cultura: la cultura es un organismo vivo en crecimiento según un impulso metafísico y la civilización, la etapa decadente de esa cultura. Tras individualizar ocho culturas en la historia universal, cada una de ellas sometidas a su ciclo vital, terminaba afirmando que la occidental llegaba a su fin empujada por el materialismo y el racionalismo. Desde posiciones ideológicas y personales muy distintas a las de Spengler, Franz Kafka reflejó el ambiente opresivo de su tiempo como una situación sin salida: el protagonista de El proceso (1925) nunca supo la razón de su arresto y condena a muerte, y el agrimensor de El castillo (1926) se agotó sin averiguar quién era el monstruo burocrático que debía concederle permiso para establecerse en el pueblo. El predominio del escepticismo entre los creadores no fue obstáculo, con todo, para que algunos, como los surrealistas, los componentes de la Bauhaus o escritores y cineastas rusos como Gorki y Eisenstein, adquirieran compromisos políticos e incluso llegaran a participar activamente en la acción política.
A pesar de todo, una vez finalizada la Guerra Mundial dio la sensación de que el sistema político liberal había salido fortalecido del conflicto. Por de pronto, había sido vencido el autoritarismo decimonónico vigente en los imperios centrales y, al menos formalmente, en toda Europa —la URSS fue un caso particular— se establecieron regímenes constitucionales, con parlamentos, sistema multipartidista y elecciones teóricamente libres mediante sufragio universal. Los nuevos países surgidos de la descomposición de los antiguos imperios se dotaron de una constitución inspirada en la de la III República francesa (es el caso de Austria, Polonia, Estonia, Letonia, Lituania), y en aquellos en los que la corona mantuvo la preeminencia política (Grecia, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria) se atribuyeron amplias competencias a los parlamentos. Pero en realidad, también la impresión de normalidad democrática resultó un espejismo o, en todo caso, no pudo consolidarse. Como veremos más adelante, en los países mediterráneos y en los del Este no tardaron en surgir gobiernos autoritarios y en Italia los fascistas alcanzaron el poder en octubre de 1922.
La política de la década quedó condicionada por dos grandes preocupaciones: el temor al contagio revolucionario bolchevique y el control de las exigencias reivindicativas de las masas. El miedo a la revolución se alimentó no sólo de los acontecimientos ocurridos en Rusia, sino también de las revueltas políticas de 1918-1919 en Alemania y Hungría, de la actividad de la III Internacional y del movimiento huelguístico surgido en los primeros años de la paz y fue utilizado por las clases dirigentes para justificar medidas represivas o para limitar las libertades democráticas. El otro problema exigió respuestas mucho más matizadas, diferentes según los países: donde la democracia estaba bien asentada, los sectores políticos dominantes asumieron, en parte, las reivindicaciones de las masas y lograron mantener la vigencia del sistema, pero allí donde no existía una tradición democrática consolidada o las dificultades de posguerra fueron especialmente acusadas, nacieron nuevos partidos (los fascistas) sustentados en el descontento de esas masas. El resultado de este proceso fue una enorme diferenciación política entre los países que mantuvieron la democracia (siempre el Reino Unido y Francia actuaron como guías) y los que antes o después cambiaron hacia un sistema dictatorial (por el extremismo de sus regímenes y por el peso de ambas naciones, Italia y Alemania fueron los referentes en este caso).
El régimen político vigente en Alemania desde 1919 a 1933, conocido como la República de Weimar, ha sido considerado por los historiadores, hasta los años sesenta, como un período de escaso significado en sí mismo y, por tanto, de mera transición entre el autoritarismo de Guillermo II y la dictadura nazi. Los estudios de las últimas décadas, por el contrario, tienden a valorarlo como un intento democrático peculiar, debido a las circunstancias históricas de Alemania, que fue capaz de superar múltiples peligros en sus años iniciales y que alcanzó en el período central (1924-1928) un desarrollo importante en todos los órdenes. La República de Weimar se fundamentó en una constitución que reconocía amplios derechos políticos y sociales, pero, a la vez, otorgaba grandes poderes al presidente (éste elegía al canciller, podía someter a referéndum los textos votados en el parlamento o Reichstag, era el jefe supremo del ejército, disponía de capacidad para disolver el parlamento, etc.). Desde sus inicios, el nuevo régimen contó con el apoyo de los socialistas (el SPD era el partido alemán más potente) y del centro-izquierda (demócratas y partido católico de Zentrum) y fue rechazado por el nacionalismo (organizado políticamente, entre otros, en el Partido Nacional del Pueblo Alemán (DNVP, monárquico y pangermanista), las iglesias (tanto las protestantes como la católica, a pesar de la posición favorable del partido de Zentrum), el Partido Comunista (KPD) y los grupos ultranacionalistas de carácter völkish, entre ellos el naciente partido nazi. El régimen, como es manifiesto por el amplio rechazo hacia él, no suscitó el entusiasmo de la sociedad alemana, antes al contrario, hasta 1924 tuvo que superar una compleja situación marcada por la agitación política: intentos de golpes de fuerza (golpe de Knapp, putsch de Munich), atentados a cargo de los cuerpos francos (los freikorps) y de la SA nazi, movimientos separatistas de los Länder y agitación social promovida por la extrema izquierda. La recuperación económica iniciada en 1924 dio paso a una fase de prosperidad en la que la derecha ocupó ininterrumpidamente el poder y se mantuvo el funcionamiento de las instituciones democráticas, a pesar de la inestabilidad gubernamental, de la actividad terrorista de los grupos de extrema derecha y de la actuación del presidente de la república, el viejo mariscal Hindenburg, elegido en 1925 y siempre decidido a frustrar cualquier avance democrático. Es la época en que Alemania se convierte en el faro de las artes, las letras y las ciencias, campos en los que resulta interminable la relación de grandes nombres: Thomas Mann, Bertolt Brecht, el grupo de arquitectos de la Bauhaus, los expresionistas plásticos (Gropius, Dix) y cinematográficos (Murnau, Fritz Lang, R. Wiener), los renovadores del psicoanálisis (Erich Fromm, Wilhelm Reich), Albert Einstein, Heidegger, Husserl, etc.
En Francia y el Reino Unido se produjeron en la década importantes alteraciones gubernamentales, pero no sufrió cambios apreciables el funcionamiento del sistema político, en el cual se integraron las nuevas fuerzas políticas (socialismo, laborismo, radicalismo) que canalizaban al menos una parte de las reivindicaciones de las masas. En las primeras elecciones celebradas en Francia una vez terminada la guerra venció el «Bloque nacional», formado por una coalición de partidos de derecha y de centro, porque supo manejar, frente a los partidos de izquierda, el temor a la revolución y el sentimiento de orgullo nacional subsiguiente a la victoria. El «Bloque» practicó una política favorable a la Iglesia Católica (vuelta de las órdenes religiosas, establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede…) y a los intereses de la gran industria y de los propietarios agrarios. Frente al movimiento huelguístico no dudó en recurrir a la represión y se benefició, sin duda, de la escisión del socialismo y del sindicalismo, a causa del surgimiento en ambos de las tendencias bolcheviques amparadas por la III Internacional. Sin embargo, su fracaso en la política económica (no fue capaz de controlar la elevación de precios y la devaluación del franco y se ganó la animadversión popular al decidir, en vísperas de las elecciones de 1924, elevar un 20% los impuestos directos) y su errónea política respecto a Alemania, a causa de las reparaciones de guerra, le hicieron perder las elecciones. De 1924 a 1926 gobernó el «Cartel de Izquierdas», formado por socialistas, radicales y otros grupos de izquierdas, excluidos los comunistas. El «Cartel» vuelve a la política anticlerical y adopta algunas medidas favorables a las clases menos favorecidas, pero no logra contener la crisis económica, agravada por el creciente déficit presupuestario y la oposición tajante practicada desde el comienzo por el gran capital. En 1926 se forma un nuevo gobierno constituido por la derecha y apoyado por el partido radical, que consigue la confianza del capitalismo y el equilibrio presupuestario. Es la época de recuperación de la economía internacional, lo que favoreció la acción gubernamental. A pesar de los cambios en el ejercicio del poder y la relativa inestabilidad gubernamental, la Francia de estos años registra un notable equilibrio electoral: los resultados numéricos para el conjunto de fuerzas políticas de derecha y de izquierda en las sucesivas elecciones fueron bastante equilibrados, aunque debido al sistema proporcional las diferencias en la distribución de escaños parlamentarios resultaran apreciables. En 1919 el bloque de derechas obtuvo 300 000 votos más que los socialistas, en 1924 el «Cartel de Izquierdas» ganó a la derecha por el mismo número de sufragios, y en las elecciones de 1928 la diferencia entre el conjunto de los partidos de derecha y de centro y los de izquierdas no fue superior a los 400 000 votos. Por otra parte, todas las fuerzas políticas, salvo los comunistas, formaron parte de los gobiernos y del parlamento.
En el Reino Unido no son menores los cambios gubernamentales y, al igual que en Francia, se integran en el sistema las tendencias políticas de derechas e izquierdas. En 1922 el liberal Lloyd George, que venía gobernando desde la época de la guerra con el apoyo del Partido Conservador, se ve obligado a abandonar el poder al perder la confianza de los tories. En las elecciones del año siguiente obtienen la victoria los conservadores, pero el Partido Laborista, que consigue el 30,5% de los votos, desplaza del segundo lugar al Liberal. Este cambio sustancial en el espectro político británico queda corroborado al año siguiente cuando el rey encarga formar gobierno al laborista Ramsay MacDonald. Aunque este mandato dura sólo diez meses, pues no logra el apoyo sólido de otros partidos y tampoco el de las propias bases laboristas, descontentas porque MacDonald no lleva a cabo una política acorde con sus planteamientos, constituye por Sí MISMO Lina importante novedad: por primera vez el partido de los sindicatos aparece como la alternativa más sólida frente a las elites tradicionales representadas en el Partido Conservador (Fusi, 1997, 346). En efecto, el laborismo queda a partir de ahora como segunda fuerza política nacional, con marcada distancia respecto a los liberales, como se mostró en las elecciones de 1924: el 48,3% de los votos fue para los tories, el 33% para el laborismo y sólo 17,6%, para los liberales. En el Partido Conservador, a su vez, se operó un cambio no menos apreciable. En la lucha por su liderazgo se enfrentaron lord Curzon, representante de la aristocracia tradicional, y Stanley Baldwin, típico burgués de la nueva época, tranquilo y de costumbres tradicionales (se hizo famosa su imagen fumando en pipa frente a la chimenea), partidario del trabajo honrado y del mantenimiento del orden social. Baldwin desarrolló Lina política reformista, intentando responder a las exigencias sociales de la mayoría del país: rebaja de la edad de jubilación de 70 a 65 años, incremento de la cobertura de desempleo, concesión de voto a las mujeres mayores de 21 años, nacionalización de la electricidad y de las emisoras de radio, etc.