Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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La participación en la Guerra Mundial dejó en los norteamericanos una sensación desagradable, de modo que intentaron olvidar la experiencia cuanto antes. Una razón poderosa para ello fue el importante número de bajas sufrido por el ejército norteamericano sólo durante unos meses de aventura en Europa, pero no influyó menos el conjunto de alteraciones en los procedimientos políticos provocados por la intervención. Para canalizar el esfuerzo bélico, el presidente obtuvo nuevas atribuciones de considerable importancia, que abarcaban desde el establecimiento del sistema de reclutamiento, a la reducción de la libertad de expresión y el incremento de la represión, el control de la flota mercante y la intervención en los sectores básicos de la economía a través de distintas agencias creadas para supervisar la actividad nacional. Estos poderes presidenciales se acentuaron durante los últimos meses de la guerra, en los cuales casi toda la actividad económica quedó determinada por las directrices de la Casa Blanca. El resultado no fue negativo para los empresarios, de ahí que muchos de ellos no condenaran tajantemente la experiencia, pero la opinión pública dominante era partidaria de abandonar estos métodos excepcionales y de volver a la tradición americana de completa libertad para la iniciativa individual. Todo lo que no se atuviera a esta tradición era antinorteamericano, es decir, antipatriota, y atentaba a los valores que habían dotado a este pueblo de una superioridad manifiesta sobre los europeos en el orden material y —de acuerdo con la creencia general— también en el moral, como se acababa de demostrar.
De Europa sólo llegaban graves preocupaciones, ante todo el peligro de una revolución. Norteamérica salió reforzada económicamente de la guerra, pero en 1919 los precios subieron más deprisa que los salarlos y las condiciones laborales empeoraron en casi todos los sectores, debido ante todo al incremento del horario de trabajo (no fueron raras las jornadas de 11 y 12 horas diarias y en varias empresas se suprimió el descanso semanal). De forma espontánea comenzaron a producirse huelgas y manifestaciones, que en el otoño de ese año alcanzaron dimensiones espectaculares en el sector siderúrgico, en el de los transportes y en las explotaciones de carbón. Incluso la policía de Boston se puso en huelga. Por toda Norteamérica se extendió el «temor rojo» (The Red Scare) y se creyó que los movimientos huelguísticos, todas las acciones de los sindicalistas, las críticas sociales del radicalismo pequeño burgués y las actividades del Partido Socialista formaban un todo perfectamente coordinado para provocar la revolución en Estados Unidos. Para contrarrestar este movimiento subversivo surgieron asociaciones públicas y privadas dedicadas a predicar la «americanización» y a denunciar a quienes expusieran las ideas consideradas peligrosas. El clímax de la lucha contra el «terror rojo» se alcanzó el 1 de enero de 1920, cuando agentes federales, dirigidos por el general Palmer, irrumpieron en los domicilios y lugares de reunión de miles de ciudadanos sospechosos en 33 ciudades. El botín revolucionario hallado fue magro: sólo tres pistolas y ningún rifle ni explosivos, pero fueron detenidas 6000 personas. Cuando el fracaso del «raid Palmer» llegó a conocimiento de la opinión pública disminuyó la preocupación por el «terror rojo», pero esto no fue suficiente para disipar el ambiente contrario a cualquier movimiento radical y en muchos Estados se consideró un delito la pertenencia a determinados sindicatos. La sociedad norteamericana adoptó un carácter profundamente reaccionario, como se puso de manifiesto en el asunto Sacco y Vanzetti: en 1920 ambos inmigrantes italianos, de ideas anarquistas, fueron acusados de atraco a mano armada y asesinato y condenados a muerte el año siguiente. Aunque ellos se declararon inocentes y desde variadas instancias se pidió la revisión del juicio, fueron ejecutados en 1927.
El tiempo de guerra dejó otra herencia de no menor importancia. La carencia de mano de obra obligó a los industriales del Norte a contratar a trabajadores negros sureños, de modo que se incrementó el número de habitantes negros en-las ciudades más importantes del país. En los años veinte, la población negra de Nueva York creció un 66,6%, la de Filadelfia un 59% y la de Chicago nada menos que un 148%. Llegada la paz, los trabajadores blancos consideraron en peligro sus puestos de trabajo por la existencia de esa mano de obra negra y, al mismo tiempo, los ciudadanos de este color vueltos del ejército se mostraron poco dispuestos a continuar transigiendo con la discriminación tradicional y alentaron protestas en muchos lugares. Pronto surgieron por el país asociaciones dispuestas a luchar contra la segregación, entre las que destacó la Universal Negro Improvement Association, encabezada por el extravagante Marcus Garvey, que propugnaba la glorificación del pasado africano y ensalzaba el orgullo racial. Garvey fue finalmente procesado por fraude y el movimiento no llegó a cuajar, pero se había dado el primer paso hacia la formación del nacionalismo negro, cuyo desarrollo tendrá lugar en la década de los sesenta.
El clima nacionalista y conservador favorecido por el tiempo de guerra se plasmó inmediatamente en la política. En las elecciones presidenciales de 1920 se enfrentaron el demócrata Cox, continuador de los planteamientos de Wilson, y el republicano Warren G. Harding. Este último resultó claro vencedor con un programa en el que a la llamada al heroísmo y al ideal de Wilson contrapuso la salud, la serenidad, el equilibrio y el «sostenimiento de un nacionalismo triunfante», todo lo cual quedó resumido en la frase: «América en primer lugar». Harding se presentó como un hombre normal con deseos normales y éste fue el tono moral dominante en el país durante la década de los veinte (Murrin et al., 1999, 800), la cual se caracterizó, desde el punto de vista económico, por la prosperidad y, en el político, por el dominio del republicanismo. A Harding le sucedió Calvin Coolidge y a éste, Herbert Hoover, todos ellos hombres oscuros, pero ajustados, en su forma de ser y pensamiento, al modelo medio de americano, profundamente nacionalista, conservador y protestante. Los tres fueron personas honradas y se ajustaron a la perfección al modelo del americano medio. Gobernaron de acuerdo con el principio de disminuir la acción del Estado y favorecer la iniciativa privada y, por tanto, concedieron preferencia a los intereses empresariales y no dudaron en reprimir los movimientos de protesta laboral y en poner coto a la expansión del sindicalismo, seriamente dificultada por lo demás a partir de 1921 por las diversas sentencias del Tribunal Supremo que obstaculizaron paulatinamente la libertad sindical. La presidencia de Coolidge (1924-1928) fue la época del «auge empresarial y el culto a la prosperidad» (M. A. Jones, 1995, 407 y ss.): las empresas obtuvieron beneficios sin precedentes, descendió el paro y se elevó el nivel medio de vida. Tomando como base 100 el año 1913, el índice de la producción industrial pasó de 73 en 1922 a 126 en 1928; el producto nacional bruto creció de 72 400 millones de dólares en 1919 a 104 000 en 1929; la renta per cápita ascendió a 875 dólares en el último año (en 1919 era de 710) y de forma similar se comportaron los restantes índices macroeconómicos.
La prosperidad se hizo notar de modo particular en el sector industrial. Globalmente, disminuyeron las horas de trabajo y aumentaron los salarios reales un 26% a lo largo de la década, mientras que el paro fue en progresivo descenso, hasta afectar en 1929 sólo a un 3,2% de la mano de obra industrial. Las empresas introdujeron importantes mejoras sociales para sus trabajadores, como la participación en los beneficios, el establecimiento de seguros de vida y planes de pensiones o la construcción de centros recreativos y de viviendas sociales, pero trataron ante todo de evitar el sindicalismo de clase. Mediante procedimientos un tanto artificiosos y no siempre limpios (fue corriente la contratación de cuerpos de vigilancia e incluso de matones para disuadir a los trabajadores reivindicativos) las empresas alentaron la creación de «sindicatos propios» a los que se les concedió ciertos poderes para negociar las condiciones laborales, pero se penalizó en lo posible la afiliación sindical auténtica y en cuanto surgía el menor conflicto se recurría a la represión, a los esquiroles o a los provocadores. El desarrollo industrial resultó imparable y continuado, gracias ante todo al auge de nuevas industrias, al crecimiento de la productividad (consecuencia de la aplicación de los avances tecnológicos y del sistema taylorista de trabajo) y al desarrollo de la construcción. Los años veinte fueron época de expansión de la industria química propia (fibras sintéticas, celofán, celuloide), la eléctrica experimentó un crecimiento espectacular, surgieron nuevos sectores con un extraordinario impulso (la industria radiofónica, la construcción aeronaval) y se duplicó la producción siderometalúrgica y minera.
Los norteamericanos constataron enseguida los efectos positivos del desarrollo industrial en su vida cotidiana. El descenso de los precios de la energía eléctrica facilitó la electrificación de los hogares y poco a poco se fueron llenando de electrodomésticos, de forma que comenzó a generalizarse el uso de frigoríficos, ventiladores, tostadoras, planchas, etc. En 1930, la producción nacional de frigoríficas alcanzaba la cifra de un millón de unidades anuales. La radio se convirtió en un objeto doméstico casi habitual: en 1927 existían 732 emisoras en el país y en 1930 poseía aparato de radio el 40% de las familias norteamericanas. Ese mismo año, casi medio millón de americanos utilizó la aviación como medio de transporte. Pero el sector que ocasionó una revolución más palpable en la vida cotidiana fue el del automóvil. La revolución vino de la casa Ford, con la comercialización del modelo “T”, un coche relativamente barato y asequible para muchos ciudadanos. Los fabricantes competidores de Ford (Chrysler y General Motors) lanzaron al mercado otros modelos a bajo precio, de modo que en 1929 existía un coche por cada cinco norteamericanos. El sector se convirtió en importante impulsor del desarrollo del país. En 1929 empleaba a casi medio millón de trabajadores (casi el 7% de la masa obrera), consumía el 15% de la producción nacional de acero, el 80% del caucho y enormes cantidades de otros productos (vidrio, níquel, cuero, pintura, plomo…). Fue, además, el impulsor de la construcción de carreteras a gran escala y de otro sector industrial decisivo: el petrolero. La generalización del automóvil tuvo gran incidencia, asimismo, en la expansión de las ciudades en nuevos barrios periféricos (razón adicional para el auge de la construcción) y en el cambio de costumbres sociales (fluida comunicación de las ciudades entre sí y de éstas con los núcleos rurales y nuevas formas de diversión).
Uno de los fundamentos de la expansión económica fue, sin duda, el incremento del mercado interior, alentado por el abaratamiento de precios, el incremento salarial y por nuevos métodos comerciales, como la publicidad (el cine, la radio y la prensa le dieron carta de naturaleza) y la venta a plazos (la mayor parte de los norteamericanos adquirió su automóvil mediante este sistema). Pero la economía norteamericana no estuvo aislada. A pesar de los llamamientos al nacionalismo, del «aislamiento» en materia de política exterior y del incremento de las medidas proteccionistas, las empresas norteamericanas se preocuparon sobremanera por la actividad internacional. Como consecuencia de las deudas contraídas durante la guerra por los países europeos, la banca norteamericana se convirtió en acreedora mundial, las grandes empresas norteamericanas invirtieron en el exterior, alentadas por el gobierno (sobre todo tras el anuncio del plan Young), resultaron muy rentables las especulaciones sobre las monedas europeas, sometidas a un proceso inflacionista destructivo, y la balanza comercial norteamericana se saldó con resultados positivos.
La prosperidad, sin embargo, tuvo sus límites. El primero, provino del sector agrario. A diferencia de los productos industriales, los del campo sufrieron una continuada baja de precios debida a la competencia en el mercado internacional de los países nuevos y al descenso del consumo interior (los norteamericanos cambiaron sus usos alimentarios y descendió el consumo de pan y de determinadas carnes, como la de cerdo, al tiempo que las fibras artificiales hicieron disminuir la utilización del algodón). Como en la Rusia de la época del «comunismo de guerra», también aquí cabe hablar de una «crisis de las tijeras»: los precios agrarios disminuyeron, mientras se elevaron los de los productos industriales. El resultado fue un palpable descenso en el nivel de vida de los granjeros y el incremento de sus deudas. De este modo, la crisis del campesinado actuó como un evidente límite a la expansión del mercado interior y se convirtió en elemento determinante de desequilibrio. Por otra parte, a medida que avanzaba el tiempo de «prosperidad» quedaba más patente que las rentas derivadas del capital crecían más deprisa que las procedentes del trabajo. Esta disparidad se manifestó con toda claridad en la bolsa: mientras que la producción experimentó durante la década un crecimiento medio del 30%, el valor de las acciones creció casi tres veces más y los dividendos se multiplicaron por cinco. La posesión de acciones se convirtió, por tanto, en una garantía, utilizada para la adquisición de otras nuevas. Esto permitió a muchos labrar una considerable fortuna partiendo de la nada, o de casi nada, pero creó una situación viciada que resultó catastrófica en 1929.
A las diferencias apuntadas entre industria y agricultura y entre rentas del capital y del trabajo, hay que sumar las disparidades salariales. Mientras un albañil ganaba en Nueva York entre 15 y 17 dólares diarios y un obrero cualificado no menos de 10, en el Sur el salario de un obrero del sector algodonero no sobrepasaba los 2 dólares. Las mujeres, cuya contratación en las fábricas aumentó a causa de la guerra, cobraban salarios más bajos que los hombres y la población inmigrante y los negros también sufrían este tipo de discriminación. En 1929, el 60% de los trabajadores americanos ganaba menos de 2000 dólares al año, cantidad considerada mínimo vital. Estos desequilibraos sociales fueron acentuados por la acción política. Durante la presidencia de Harding, un sector de altos funcionarios (el «gang de Ohio», Estado natal del presidente) se apropió de cuantiosos recursos estatales, provocando un auténtico escándalo, especialmente en el sector petrolero. En el tiempo de Coolidge, la política fiscal favoreció claramente a las rentas altas, a las que se concedió abundantes privilegios (disminución de la fiscalidad sobre la actividad empresarial, reducción de un 50% en los impuestos sobre propiedades raíces, abolición de la contribución sobre donaciones…) y con Hoover se concedieron subvenciones a empresas privadas, al tiempo que se ignoró la legislación anti-trusts. Por otra parte, la sociedad norteamericana se apercibió con enorme preocupación de un doble cambio: la prosperidad se notaba mucho más en las grandes ciudades que en los núcleos rurales y en las ciudades pequeñas y medianas y, además, los nuevos barrios surgidos en las principales aglomeraciones urbanas, poblados por europeos y mejicanos católicos, por judíos y por una variopinta población obrera inmigrante estaban convirtiendo en irreconocible a la América blanca, anglosajona y protestante (es decir, el núcleo «WASP»).