Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (28 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La extraordinaria extensión del fascismo y sus distintas formas territoriales o nacionales aconsejan hablar de «fascismos» en plural y demuestran que no fueron únicamente creaciones de ciertos personajes elevados a la condición de mitos por sus seguidores (Mussolini y Hitler), sino resultado de un determinado momento histórico que facilitó la acción política de éstos y de sus imitadores. Como ha escrito un biógrafo del líder nazi, «la Primera Guerra Mundial hizo posible a Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y el estallido de la revolución [en la Alemania de la inmediata posguerra], el artista fallido y marginado social no habría descubierto que lo que podía hacer en la vida era dedicarse a la política […], y sin la radicalización política de la sociedad alemana que este trauma trajo consigo, el demagogo no habría tenido un público para su bronco mensaje lleno de odio» (I. Kershaw, 1999, 93). Se ha visto en el capítulo anterior que la guerra no resolvió ninguno de los problemas que aquejaban a la sociedad en los países industrializados europeos, sino que, al contrario, agravó los elementos negativos esbozados en los decenios precedentes. Por ello, precisamente, el fascismo fructificó en los países con un alto nivel de desarrollo industrial y cuajó allí donde no se habían consolidado los usos democráticos liberales, existía una profunda polarización social y por distintos motivos se acentuó el sentimiento nacionalista. El fascismo, en suma, surgió a comienzos de los años veinte a causa de las peculiares circunstancias del momento y experimentó una importante evolución durante el período de la gran depresión de la década siguiente, tanto por las transformaciones generales de la época, como por la capacidad de los partidos fascistas para cambiar las estructuras políticas de los dos países en los que alcanzó el poder (Pierre Milza, 1997a, 216-217).

La Primera Guerra Mundial aceleró el paso, característico de la segunda fase de la Revolución Industrial, del capitalismo de libre competencia a otro de carácter oligopolista determinado por la fusión del capital industrial y el bancario. La economía quedó controlada por las grandes empresas (carteles y monopolios) frente a las cuales únicamente mantuvieron capacidad de respuesta el sindicalismo obrero mejor organizado y el Estado, el cual había incrementado sus competencias en materia económica durante la guerra. Así, quienes estuvieron en mejores condiciones de hacer frente a las dificultades económicas de posguerra fueron la oligarquía capitalista y los obreros sindicados empleados en la gran empresa, mientras que se hallaron con mayores obstáculos y muchas veces se sintieron totalmente desamparados los pequeños industriales y propietarios, los rentistas de todo tipo, los funcionarios y los agricultores no terratenientes. Sin embargo, estos últimos sectores sociales eran los componentes básicos de las clases medias (la sociedad de masas), recientemente incorporadas a la vida política gracias a las posibilidades ofrecidas por la extensión de la educación y el incremento de la información. Amplios sectores de estas masas sufrieron un proceso de desarraigo como consecuencia de la emigración masiva a las ciudades, que conllevó la brusca ruptura con los valores y usos vitales tradicionales (la trayectoria personal de Hitler es un excelente ejemplo de este proceso). La vuelta del frente acentuó ese desarraigo y creó en muchos individuos problemas personales de difícil solución. Durante los primeros años de la posguerra estas personas se hallaron aisladas, sin posibilidad de encuadrarse en las estructuras tradicionales (familia, parroquia, núcleo rural) y, al mismo tiempo, se sintieron amenazadas por la nueva situación económica. Todos constataron en sí mismos que la predicción de Marx del incremento del proceso de proletarización de la sociedad era algo más que una teoría y reaccionaron instintivamente en defensa de su antigua posición. En Alemania, proliferaron las asociaciones de defensa del artesonado, así como las ligas agrarias, y unas y otras se mostraron hostiles a la modernidad y reclamaron al Estado protección para «el pueblo sano». En Italia, la fractura de la sociedad fue aún más patente, debido a los desequilibraos del proceso de industrialización y al contraste entre el auge del sector industrial en el Norte del país y el estancamiento del agrícola y en general del Sur de la península, de modo que en el interior de los grupos sociales se produjeron graves dislocaciones. En la Europa del Este y en los países mediterráneos, el contraste entre propietarios agrícolas y Jornaleros y entre éstos y los sectores industriales no fue menos acusado. En todas partes, el rechazo de cuanto estuviera relacionado con el marxismo (socialismo, comunismo y sindicalismo obrero) se convirtió en un acto a la vez casi visceral y de defensa de clase, pues los sectores que se consideraron damnificados por la nueva orientación de la economía constataron que las organizaciones marxistas únicamente se preocupaban de mantener las condiciones salariales y laborales de sus afiliados. Al mismo tiempo, la desconfianza hacia las elites tradicionales fue tan patente entre las masas como en el seno de los nuevos sectores emergentes, y los gobernantes, reclutados entre la antigua clase dirigente, demostraban cada día idéntica incapacidad para resolver los problemas acuciantes del momento (inflación, carestía, paro, endeudamiento creciente del Estado) como para contener la oleada de huelgas organizadas por el socialismo y los grupos anarquistas, y lo que tal vez resultaba aún peor, esos gobernantes persistían en sus antiguas costumbres proclives a la corrupción y el nepotismo (esto se hizo especialmente patente en Italia) o a un cerrado y ordenancista sistema burocrático, como sucedió en Alemania.

Los sectores sociales damnificados hallaron en el nacionalismo un refugio fácil y convincente al mismo tiempo; para todos ellos la nación fue el único referente significativo. Pero el ensalzamiento de la nación y de los valores considerados (con fundamento o sin él) propios de la patria se convirtió en un sentimiento general en todo el mundo, incluso en aquellos lugares, como Estados Unidos, donde se consiguió un apreciable, aunque socialmente discriminatorio, bienestar social. Woodrow Wilson, el presidente que había vencido en la guerra y colocado a Estados Unidos en el primer rango de la diplomacia internacional, perdió las elecciones en 1920 ante el republicano Harding, cuyo programa respondía al espíritu conservador y nacionalista que se había apoderado de los norteamericanos (America first fue el lema de mayor impacto de la campaña del candidato republicano Harding). El nacionalismo estuvo muy presente en la vida pública de los países de Europa del Este, afectados por serios problemas fronterizos, por la compleja convivencia de minorías y, sobre todo, por la dificultad de definir su propia identidad como nuevos Estados. En Italia, el nacionalismo, con una acusada vertiente expansionista, fue el único ideal que aglutinó a los sectores burgueses y campesinos disconformes con el gobierno liberal; y en Alemania se convirtió en el sustrato de los amplios sectores descontentos con el desenlace de la guerra. En estos dos últimos países el nacionalismo fue fácilmente alimentado por oradores de distinto signo a causa del sentimiento de «victoria mutilada» (expresión acuñada por Gabriele D´Annunzio, uno de los ultranacionalistas italianos más notorios) o de los mitos de «la puñalada en la espalda» y del «diktat de Versalles» dominantes en Alemania. En todos los casos resultó sencillo designar a los enemigos de la nación: en primer lugar, los internacionalistas (es decir, los socialistas y los afiliados a los nacientes partidos comunistas, acusados de obedecer al bolchevismo ruso) y, en segundo término, los judíos, así por su participación en el nuevo mundo empresarial, como por su forma de vida y sus creencias, en muchos casos realmente distintas del resto de los ciudadanos incluso en la manera de vestir y en los usos cotidianos.

Los fervientes predicadores de los valores patrios (poco importa que actuaran en la prensa, como Mussolini, o en cervecerías, como Hitler) construyeron sin gran esfuerzo un mensaje que caló con facilidad en un amplio sector de las masas. Ante todo, la salvación de la patria, su regeneración, para convertirla en poderosa. Esta empresa requería la unión de los verdaderos patriotas, es decir, los auténticos nacionales (de ahí la exclusión de los grupos étnicos o culturales objeto de la mínima duda y de los débiles, por su inutilidad para la defensa de la patria) y, sobre todo, la destrucción de los enemigos fundamentales: socialistas, comunistas y judíos. De esta forma, Italia quedaría en manos exclusivamente de los italianos vigorosos y Alemania de los auténticos alemanes y unos y otros estarían en condiciones de acabar con la corrupción del sistema liberal (personificada en la vida parlamentaria y en los partidos políticos) y de crear un orden nuevo que sustituiría de manera gloriosa al burgués decadente. Así concebido, el fascismo nació como un impulso revolucionario contrario al individualismo liberal y al materialismo colectivista marxista, que preconizaba la formación de una cohesionada comunidad nacional como único medio para superar tanto el antagonismo de clase como la atomización provocada por la industrialización. El objetivo fascista consistió en encuadrar a las masas, unidas por la obediencia ciega al líder, en la nación, entendida ésta como la unión de hombres fuertes destinada a recuperar la gloria arrebatada por otras naciones (concepto de «nación proletaria» expuesto por Corradini en Italia) o a afirmarse de modo exclusivista formando una comunidad de sangre y tierra superior a las demás y necesitada del propio espacio vital (el Lebensraum de los nazis). Este mensaje fue adornado con todo tipo de recursos (alusión a la belleza y a la juventud, a la fuerza, a la velocidad, al futuro; artificiosas puestas en escena, desfiles, uniformes, símbolos y banderas) y no fue mal recibido, en principio, por unas masas que habían perdido la confianza en el progreso y en el mundo estable y seguro preconizado por el racionalismo decimonónico. En una época en que los científicos objetaban los conceptos clásicos de tiempo y espacio, en que abundaban las teorías que exaltaban el impulso vital y criticaban el cientifismo positivista, en que nacieron movimientos artísticos como el futurismo y en que el cine, la radio y los nuevos medios de comunicación dotaban de una valoración especial a la velocidad y al movimiento, caló en las masas el mensaje fascista de cambio profundo y de revolución violenta. En consecuencia, el fascismo no fue únicamente un caso de contrarrevolución contra el proletariado, protagonizada por los elementos más reaccionarios del capitalismo financiero para garantizarse la supervivencia, como sostuvo la III Internacional en los años veinte y ha mantenido durante bastante tiempo determinada historiografía de inspiración marxista. El fascismo fue un fenómeno nuevo provocado por la incidencia de la Primera Guerra Mundial en un momento de profunda transformación del capitalismo y de crisis ideológica.

La historiografía actual entiende el fascismo como una nueva ideología y una nueva cultura política cargada de mitos y ritos, una forma de movilizar a las masas que donde alcanzó el poder cambió radicalmente la organización del Estado. Hoy se insiste especialmente en su carácter de reacción contra la tradición política y cultural de la Ilustración y de las revoluciones liberales de la primera mitad del siglo XIX, basada en el reconocimiento del ser humano como sujeto político (concepto de «ciudadanía») poseedor de unos derechos fundamentales e inalienables, entre los que se destacan la libertad, la propiedad y la seguridad personal. Con el fin de encuadrar políticamente a las masas, el fascismo arremetió contra esta tradición liberal supeditando el individuo al Estado y negando, por tanto, los derechos individuales. Así, ha señalado Emilio Gentile (1997, 19), alcanza la primacía el pensamiento mítico, convertido oficialmente en forma superior de expresión política de las masas. Esto conduce a la institucionalización de la sacralización de la política en la forma de un nuevo culto colectivo.

Debido a las peculiares condiciones históricas de Italia y de Alemania, resulta explicable que allí prendiera el fascismo con mayor vigor. En ambos países la unidad se había realizado «desde arriba», bajo la protección de un Estado burocrático que instrumentalizó la guerra para conseguir de forma inmediata su objetivo unitario. De este proceso derivaron tres serias consecuencias (Bruneteau, 1999, 96-97). La primera fue el divorcio entre un Estado percibido como autoritario (y en el caso italiano también rapaz) y la nación sociológica, fragmentada y a menudo indiferente ante los asuntos públicos. En segundo lugar, no se construyó un verdadero espacio público y un auténtico régimen democrático liberal, a causa de la acumulación de tareas durante la etapa de unificación y, sobre todo, por la urgencia en compaginar la formación de la unidad con el lanzamiento de la industrialización. En tercer lugar, debido a la débil participación política popular, resultaba difícil recurrir a la vía de la comunidad de ciudadanos para la afirmación de la identidad nacional y resultó más eficaz el ultranacionalismo, en su variante étnico-racista en Alemania y en la darwinista social en Italia. En suma, como resultado del proceso de unificación, se produjo en ambos países una crisis estructural plasmada fundamentalmente en el divorcio entre el Estado y la nación que trató de ser superada mediante la tentación totalitaria (W. Schieder, 1985). Ahora bien, en ambos casos no se manifestaron inicialmente todos los rasgos propios del fascismo, sino que éste fue configurándose con el tiempo, por lo que, de acuerdo con P. Milza (1991, 157 y ss.), conviene distinguir varias etapas.

El «primer fascismo» corresponde a la fase de reacción irracional, más o menos espontánea, de las clases medias frente a los problemas provocados por la industrialización y frente a la amenaza de una revolución proletaria. Se desarrolla a través de la acción de movimientos extremistas violentos dirigida tanto contra intereses burgueses como contra las organizaciones políticas proletarias. Los primeros fascistas se alían pronto con determinados sectores industriales y financieros y con propietarios agrarios con el objetivo de conseguir el poder. Esta alianza («segundo fascismo») se produce en Italia a partir de las grandes huelgas de 1920 y en Alemania en dos fases: la primera en 1922 y la segunda a partir de 1928, tras la profunda crisis sufrida por el nazismo entre 1923 y 1927, período en que quedó declarado fuera de la ley y desarrolló escasa actividad. En esta nueva fase, los fascistas disponen de recursos financieros suficientes para movilizar a la población (se convierte en movimiento de masas) y cuentan con la complicidad, mas o menos explícita, de los responsables del aparato estatal. El «tercer fascismo» corresponde al momento en que consigue el poder. Las clases económicamente dominantes disfrutan de una indudable hegemonía, pero cada vez se incrementó la influencia del partido y de quienes ejercen el poder político, y unos y otros reconocen la máxima autoridad del «salvador» (Duce o Führer). En esta situación se fortalecen las estructuras capitalistas, se desactivan por completo las reivindicaciones obreras y se desarrollan los rasgos fundamentales de la ideología fascista: globalidad e integración de las masas en el nuevo sistema («fascistización» o «nazificación» de la sociedad, comenzando por la infancia), culto al líder carismático, práctica del terror físico y psicológico, control total de la información y de los sistemas de comunicación, sumisión al Partido y utilización partidista del ejército y de la policía, control del aparato burocrático del Estado y acuerdo entre el partido único y los sectores económicos dominantes. El «cuarto fascismo» corresponde al establecimiento del pleno totalitarismo, lo cual sólo se produjo en Alemania durante los años de la Segunda Guerra Mundial.

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