Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (29 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El desarrollo más temprano y rápido del fascismo tuvo lugar en Italia. Se inició el 23 de marzo de 1919 cuando Mussolini presentó en Milán los primeros Fasci italiani di combattimento, formados por los antiguos combatientes de las tropas de asalto (arditi), con un pretendido programa de signo agrarista y reformista: abolición del senado, convocatoria de una asamblea constituyente, confiscación de los beneficios de la época de guerra y reparto de tierras entre los campesinos. Los fasci estuvieron integrados por sindicalistas y nacionalistas y recibieron el apoyo de los seguidores del movimiento «futurista» de Marinetti y Carli, pero más que por el programa expuesto por Mussolini se caracterizaron por su aversión al parlamentarismo y por la creencia en la guerra como medio de acción. Los fascistas optaron en el inicio por la participación en las elecciones, pero su primera experiencia en 1919 resultó un fiasco, pues no obtuvieron ningún escaño parlamentario. En 1920, con ocasión de la oleada huelguística generalizada por toda Italia, Mussolini cambió de táctica y acentuó el carácter derechista del movimiento, resaltando el sentimiento patriótico, la aversión al socialismo y el belicismo. El miedo a la revolución socialista entre las clases medias y los sectores económicos poderosos favoreció el crecimiento de los fasci, en cuyo seno se crearon grupos paramilitares (los squadristi), distinguidos por sus actuaciones violentas contra los consejos de obreros los huelguistas. Estos escuadrones fascistas estaban formados mayoritariamente por jóvenes: estudiantes, pequeños propietarios, aparceros y ex combatientes y contaron con el apoyo de muchos funcionarios, de empresarios (Cofindustria, la poderosa agrupación empresarial, les proporcionó recursos económicos) y de terratenientes, los cuales utilizaron a los escuadrones como instrumento para atacar a las organizaciones obreras. De esta forma se fue consolidando un movimiento en el que lo que menos importó fue e programa político. Lo que unió a los fascistas —escribe E. Gentile, 1990, 234— no fue una determinada doctrina, sino una actitud, una «experiencia de fe», que se materializó en el mito de la «nueva religión de la nación». Como manifestó Mussolini en 1922 el fascismo era «una creencia que había alcanzado el nivel de la religión». Desde el comienzo, los fascistas se consideraron a sí mismos los «profetas» de una nueva «religión patriótica», enraizada en la violencia purificadora de la guerra y consagrada por la sangre de los héroes y los mártires sacrificados a sí mismos para evitar la revolución socialista en Italia.

A partir de la fundación, en noviembre de 1921, del Partido Nacional Fascista (PNF), el auge resultó espectacular, convirtiéndose en un movimiento de masas que sorprendió al propio Mussolini: de 200 000 militantes a principios de ese año pasó a 700 000 en el otoño del siguiente. El crecimiento del fascismo estuvo favorecido por la desunión del socialismo (en 1921 se produjeron varias escisiones en su seno, entre ellas la que dio lugar al Partido Comunista Italiano), el apoyo de la policía, del ejército y de las autoridades (los squadristi obtuvieron con facilidad armas y medios de transporte, las autoridades ignoraron sus brutalidades y nadie se preocupó por controlar sus desmanes) y por la actitud del propio gobierno. En 1921 el hombre fuerte de la política italiana, Giovanni Giolitti, permitió la integración del PNF en el «bloque nacional» formado por los partidos liberales y republicano para concurrir a las elecciones convocadas ese año. El intento de Giolitti consistía en integrar de esta forma al fascismo en el sistema y acabar con el terrorismo de los squadristi, pero los resultados fueron completamente contrarios. Aunque el PNF obtuvo un magro resultado electoral (sólo 35 escaños, frente a los 122 del Partido Socialista y los 108 del Partido Popular católico), la campaña electoral le proporcionó amplia publicidad y permitió a Mussolini consolidarse como líder del partido. La entrada de los fascistas en el parlamento incrementó, asimismo, la impunidad de los squadristi, pues no resultó difícil destituir a las autoridades locales o provinciales que intentaron atajar sus actos terroristas.

En estas circunstancias, adquirieron fuerza los jefes locales de las escuadras de acción y los primeros secretarios regionales del Partido, llamados ras, como los señores abisinios que constituían los estratos intermedios del sistema feudal etíope. Los ras (los más destacados fueron el ferrarense Italo Balbo, el cremonense Roberto Farinacci y el trentino Achille Starace) se mostraron decididos partidarios de las acciones radicales y en modo alguno confiaban en la vía parlamentaria para acceder al poder. Deseaban, y así se lo hicieron saber a Mussolini, realizar cuanto antes un golpe de fuerza para tomar el poder. Mussolini dudó en seguir este procedimiento pero, ante el peligro de perder su liderazgo en el Partido, aprobó el golpe, y el 28 de octubre de 1922 los squadristi organizaron una marcha desde Nápoles a Roma con la intención de forzar la entrada del fascismo en el gobierno. La marcha (posteriormente mitificada por el fascismo) resultó una mascarada: tres columnas de jóvenes mal armados —en total unos 25 000— entraron en Roma en medio de una lluvia torrencial y asaltaron oficinas de correos, comisarías y edificios oficiales, sin que la guarnición de la capital —más de 28 000 hombres— recibiera órdenes de ofrecer la menor resistencia. Mussolini, por su parte, esperó los acontecimientos en Milán, cerca de la frontera suiza, por si surgían problemas. La «marcha» no alteró la vida cotidiana en Roma y la prensa informó sobre ella como si se tratara de uno más de los frecuentes disturbios a los que a la sazón estaba acostumbrada Italia. Sin embargo, todo resultó favorable para los fascistas. En la madrugada del día 28 el presidente del gobierno, el liberal Facta, no logró que el rey Víctor Manuel III firmara un decreto declarando el estado de sitio en Roma, los distintos líderes liberales no se pusieron de acuerdo para evitar que el poder recayera en el Partido Fascista y los mandos del ejército se mostraron contrarios a enfrentarse a los fascistas. En tales circunstancias, el rey encargó a Mussolini la formación de gobierno. La Confederazione Generale del´Industria publicó el día 29 una nota en la que presentaba al nuevo gobierno como producto «de las fuerzas juveniles de la Nación» y, tras declarar que «las fuerzas productivas de la Nación necesitaban de un gobierno que asegurase una voluntad y una acción», expresaba toda su confianza en el nuevo ejecutivo porque al fin se garantizaría el derecho de propiedad, el deber del trabajo, la necesidad de la disciplina, la valoración de la energía individual y el sentimiento de la nación. Mussolini comenzaba su tarea política contando con el firme apoyo de los industriales y en medio de la esperanza, entre amplios sectores sociales, de una «vuelta al orden».

Casi exactamente un año después del éxito de Mussolini, un grupúsculo de extrema derecha alemán Intentó por la fuerza hacerse con el poder en el Estado alemán de Baviera. El hecho lo protagonizó el Nazionalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei (NSDAP: Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes o «partido nazi»), dirigido desde 1921 por Adolf Hitler. El NSDAP procedía de la sociedad ocultista Thule, de carácter pangermanista, constituida por un centenar de miembros de la alta sociedad de Múnich, y del Deutscher Arbaiterpartei(DAP: Partido Alemán de los Trabajadores), fundado en enero de 1919 por el obrero Anton Drexler y el periodista Karl Harrer, que agrupaba, más que a obreros, a miembros de las clases medias. Ambos grupos formaban parte del «movimiento völkisch», constituido por multitud de sociedades y grupúsculos que profesaban un nacionalismo extremo basado en la pureza de la etnia alemana forjada en la alianza de sangre y suelo (Blut und Boden), en la superioridad en todos los órdenes de la cultura y tradición germánicas, en el rechazo tajante de todo internacionalismo, en el antisemitismo y en la necesidad de expansión en el Este de Europa del espíritu alemán para garantizar su supervivencia.

A comienzos de los años veinte, tras la amarga experiencia del período de los «consejos obreros», Baviera estuvo gobernada por el autoritario y reaccionario Gustav Ritter von Kahr, quien convirtió al Estado en el refugio de los extremistas de derecha de todo tipo. En las áreas rurales y en las ciudades, políticamente muy polarizadas, caló profundamente el mito de «la puñalada por la espalda» y se creó un ambiente de odio visceral al bolchevismo, y tanto la sociedad como el ejército toleraron cualquier actuación violenta contra las organizaciones obreras revolucionarias, considerándolas un acto de legítima defensa. En este ambiente inició su actividad política Hitler, quien pasó de espía por cuenta del ejército en los actos del DAP, a integrarse en sus filas y, desde el 24 de febrero de 1920, a fundador del NSDAP, convirtiéndose en su orador más celebrado. El programa con que Hitler dotó al partido en 1920 era profundamente germanista y antisemita y respondía a la aspiración de las clases medias de acabar con la gran empresa y con el orden burgués creado por la elite económica, pero en sus discursos Hitler se centró invariablemente en el nacionalismo, el antisemitismo y la crítica al socialismo y al bolchevismo. Aunque el número de los integrantes del partido era muy limitado (en el conjunto de Alemania, el NSDAP no pasó de ser considerado un grupo más del movimiento völkisch), Hitler contó con la complicidad del jefe de policía de Múnich, con la simpatía de Luddendorff y del conjunto de la derecha bávara y logró ayuda económica de algunos aristócratas millonarios y de empresarios (entre ellos, E. von Borsig, propietario de una empresa de locomotoras y ametralladoras y fabricante de los automóviles Daimler). El Partido dispuso de un periódico propio, el Völkischer Beobachter, dirigido por Rosenberg, y, ante todo, de un cuerpo paramilitar (la SA o Schutz-Ableitung, mandado por el capitán Ernst Röhm), cuya contundencia en las acciones callejeras le reportó notoriedad. El antiguo sargento Max Amman consolidó la organización del Partido, basada en la autoridad de Hitler y poco a poco se fue extendiendo a otros Estados de la República, al tiempo que se integraron en él personas completamente fieles a Hitler, como el antiguo héroe de la aviación Hermann Göring, Rudolf Hess y Heinrich Himmler.

En noviembre de 1923 Hitler creyó posible, a imitación de Mussolini, apoderarse por la fuerza del poder en Baviera, pero el intento (putsch de Múnich) fracasó y Hitler fue condenado a prisión, tiempo que aprovechó para redactar la primera parte de Mein Kampf (Mi lucha) una mezcla de confusas notas autobiográficas y principios teóricos que el nazismo, una vez en el poder, convirtió en uno de los libros más vendidos de la época e hizo de Hitler un autor millonario. Cuando Hitler abandonó la cárcel (finales de diciembre de 1924), el partido nazi estaba a punto de la disgregación en facciones rivales, coincidiendo con el período más estable de la república de Weimar, de modo que entre 1925 y 1928 los nazis pasaron por su peor época: el Partido sufrió la prohibición de hablar en público, quedó reducido a la condición de mero grupo radical sin influencia política en las masas y los industriales dejaron de hacer aportaciones económicas. Hitler aprovechó los malos tiempos (que él denominó Kampfzeit, «la época de lucha») para refundar el Partido en torno a su autoridad: eliminó a cualquier posible competidor, redujo el poder de la SA., creó su propia guardia de protección (la Schutzstaffel o SS) y potenció el culto al líder (Führer). Los militantes más fieles favorecieron este culto porque fue el medio más eficaz de evitar la desintegración del Partido, aunque algunos de ellos, como Hess, consideraron la obediencia ciega al Führer un valor supremo, una especie de necesidad. En su proyección pública, Hitler trató de mostrarse respetuoso con las reglas de juego institucionales y acentuó el carácter pequeño burgués del Partido y el mensaje antisemita; en el interior, consolidó su pleno control, recibiendo el saludo brazo en alto de los militantes y presidiendo los desfiles de camisas pardas. Sin embargo, nada de esto sirvió para incrementar el peso de los nazis en la política alemana. En las elecciones al Reichstag de mayo de 1928 sólo obtuvo el 2,6% de los sufragios (12 diputados), un resultado peor que el conseguido en los anteriores comicios de 1924.

La situación cambió radicalmente a finales de 1928. La crisis agrícola de ese año incremento la simpatía hacia el nazismo entre los pequeños agricultores, y la campaña contra el Plan Young de pago de las reparaciones de guerra desarrollada en noviembre y diciembre del año siguiente proporcionó una inesperada publicidad para los nazis, los más ardorosos defensores del nacionalismo alemán. El número de simpatizantes creció de forma acusada y el Partido pasó de 27 000 afiliados en 1925 a 178 000 en 1929. Acto seguido, en un momento oportuno de plena euforia nazi, comenzaron a sentirse los efectos de la depresión económica. En esa coyuntura los nazis conectaron mejor que cualquier otra fuerza política con los anhelos de muchos alemanes que rechazaron el capitalismo, personificado en los judíos, con los que siempre habían mantenido una actitud crítica hacia la república de Weimar y con quienes, movidos por una buena dosis de idealismo, deseaban un renacimiento de Alemania sobre los valores nacionales puros que —a su entender— habían sido destruidos por el socialismo y el judaísmo. El partido nazi se atrajo la simpatía de los alemanes porque se diferenciaba en estos momentos de las restantes corrientes nacionalistas conservadoras por su imagen de activismo, dinamismo, empuje, juventud y vigor y también porque, al carecer de un programa político, los nazis lanzaron los mensajes que cada grupo social deseaba oír (Kershaw, 1999, 319). Las continuas contradicciones en que por esta razón incurrían quedaron superadas por el mito del Führer como único salvador de Alemania. De esta forma, el NSDAP se convirtió en un partido en el que militaron personas de todas las clases sociales, aunque predominaba la pequeña burguesía.

En septiembre de 1930, cuando la depresión económica es más que palpable, se convocan elecciones al Reichstag y se produce el gran salto electoral de los nazis: de los 12 diputados de 1928 pasan a disponer ahora de 107, siendo el segundo partido más votado, tras el SPD, que obtiene 143 escaños. A partir de ahora la crisis económica va pareja a una profunda crisis política de la república de Weimar, caracterizada por la inestabilidad. En los sucesivos comicios generales, celebrados en julio y en noviembre de 1932, el partido más votado, aunque experimentó un continuo retroceso, continuó siendo el SPD, pero los dos que lograron mayores avances electorales fueron el comunista (KPD), que pasó de 77 diputados en 1930 a 100 en noviembre de 1932, y el nazi, cuyo techo electoral lo obtuvo en julio de este último año con 230 diputados (en las elecciones siguientes bajó a 197, a causa, sobre todo, de los desmanes cometidos por la SA durante la campaña electoral). Estos resultados electorales demuestran la radicalización política alemana y la dificultad para formar un gobierno estable. Los creados en esta coyuntura (presididos sucesivamente por Brüning, del partido de Zentrum, von Papen, del ala más derechista del mismo partido, y el general von Schleicher) no lograron ni la confianza parlamentaria ni la del país, cada vez más inquieto por la situación económica. Tras abundantes intrigas entre la elite política, en las que von Papen y el presidente de la República Hindenburg jugaron un destacado papel, este último nombró el 30 de enero de 1933 canciller a Hitler, siguiendo procedimientos aparentemente legales. Las fuerzas políticas conservadoras y, en especial, von Papen, pensaron que habían obtenido una gran victoria y controlarían con facilidad al inexperto canciller. El 1 de febrero, sin embargo, Hitler disolvió el parlamento y, al final del mismo mes, aprovechando el incendio del Reichstag, adoptó una serie de medidas dictatoriales. Los vencedores habían sido los nazis.

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